13 de agosto de 2023

Escribir desde el margen*


A veces me pregunto qué sentido tiene dar clases a estudiantes de Creación Literaria y me acecha la incómoda pregunta sobre si es posible enseñar a escribir literatura, si la capacidad de reinventar la realidad tiene que ver con un talento innato, un don que ya se trae en el ADN, o si esa magia, el secreto de la ficción, es algo que se puede transmitir o heredar. Después me doy cuenta de que la enseñanza, a pesar de todos sus horrores y todas sus desigualdades, es un espacio en el que ocurren cosas inesperadas (hallazgos, comunión, puntos de quiebre), tan sorprendentes que resultan difíciles de aquilatar, básicamente porque nos abren la puerta a la posibilidad de ser distintos. En eso las aulas se parecen a los libros. ¿Qué otra cosa es la buena literatura sino justo eso: un umbral a esos otros que somos nosotros mismos?

Clara Serra, filósofa española, suele decir que la escuela es un espacio para aprender cosas distintas a las que nos han enseñado en nuestras casas. Lo cual, por supuesto, no gusta necesariamente a nuestras familias. Pero ese es justo su valor. En la medida en que ayuda a quebrantar o desobedecer ideas preconcebidas, la educación puede volverse un espacio para la libertad. Creo que pasa lo mismo con la escritura: el poder que nos otorga se deriva de las transgresiones que conlleva. Los personajes que más recordamos son aquellos que rompieron una norma, aquellos que fueron en contra de ciertas ideas, leyes o mandatos morales, para conseguir un fin más alto. Por eso, el valor de la escritura no tiene que ver con el estatus, la fama o la fortuna, sino con la posibilidad de darle sentido a nuestras vidas.

Más que escribir para tener un nombre o para hacer una carrera literaria, pienso que uno se acerca a las letras para ver el mundo con gafas distintas, para relacionarse con la realidad y con los otros a partir de lógicas alternativas, contrarias a las del narcisismo y la necedad, a las de la arrogancia y el egoísmo, a las de la incomprensión y el desprecio por quienes nos rodean. Aunque muchos escritores y muchos libros están hermanados con los peores valores de este mundo, no hay que olvidar que también hay literaturas que no han abandonado su vínculo con las humanidades. En una época en que la escritura se ha vuelto una simple mercancía y los lectores un nicho de mercado, vale la pena defender las innumerables y valiosas funciones que tienen los libros (más allá del placer estético que generan). La literatura nos permite interpretar el mundo, registrar acontecimientos, desarrollar nuestra sensibilidad crítica, los textos producen imaginarios colectivos, generan identidad, le otorgan sentido al sinsentido; lo mismo construyen memoria que desmontan los relatos del poder, atienden lo ignorado o invisibilizado,  ejercitan la denuncia, permiten vislumbrar salidas a nuestros conflictos cotidianos y dejan testimonio de nuestras vidas, volviendo inteligible lo que a la sociedad le resulta aún chocante, ajeno o difícil de comprender; en suma, la escritura nos hacen capaces de imaginar otros mundos, o para decirlo en una frase, consigue vislumbrar lo posible dentro de lo imposible. Si algo quisiera que ustedes se llevaran al marcharse de esta Licenciatura en Creación literaria es el poder que tienen en las manos cada vez que deciden hacerle un paréntesis a la realidad, tomar su cuaderno de notas y escribir lo que observan, sienten y piensan. Y cómo eso se puede volver una obra, que no es otra cosa que una propuesta de mundo, la imaginación concreta de otra realidad habitable.

Deben saber (muchos sin duda ya lo saben) que la vida está repleta de obstáculos, desengaños y dolor. Y que uno se equivoca múltiples (¡tantas!) veces. Nadie está exento de ello. La escritura no siempre nos otorga respuestas para dejar de hacerlo o para salir de los atolladeros de la existencia, pero nos puede ayudar a confeccionar preguntas más adecuadas del por qué somos como somos, o por qué llegamos al borde de ciertos precipicios. Espero que, más allá de la técnica y los recursos que aprendieron aquí, de la profesionalización que han tenido a lo largo de estos años, todos ustedes logren relacionarse con la escritura como quien descubre un territorio que nunca le deja de ser extraño y que en esa extrañeza se renueva, una y otra vez, su capacidad de asombro. Que logren asumir que vivir cerca de las letras, ya sea escribiendo textos, dando clases y talleres, editando libros, trabajando en un periódico, produciendo conocimiento sobre obras y autores, dialogando con otras artes… que en medio de todas esas tareas, sepan ustedes asumir que las palabras implican un aprendizaje inacabable, continuo y cotidiano. Y que lo mejor es siempre recorrer ese camino de enseñanzas permanentes intentando romper los límites de lo aprendido, explorando las fronteras de lo escrito, transgrediendo las convenciones de los géneros, pero también de nuestros tan fortificados prejuicios. Quizá esa sea la mejor manera de que la escritura, en efecto, nos lleve a lugares inesperados, quizá no los que deseábamos, pero sí aquellos en donde nuestra felicidad tenga oportunidad de otorgarnos destellos.



Uno escribe no en las mejores condiciones posibles. En América Latina hay una persistente, valiosa e increíble tradición de escribir en medio de la precariedad (Mondragón dixit). Por supuesto que cualquiera preferiría confeccionar textos rodeado de privilegios. Tal deseo, sin embargo, está asociado más a la búsqueda de poder que al compromiso con el lenguaje. No estoy diciendo que no hay que aspirar a vivir de una actividad vinculada a las letras, ni tampoco estoy buscando romantizar la pobreza. Lo que digo es que la precarización no debe hacernos renunciar a pensar la escritura como un recurso para humanizar la vida, ni debemos abandonar el territorio de las palabras cuando la miseria nos amenace. Piglia solía valorar a los escritores que, con cierto estoicismo, lograron conciliar trabajos de oficina con la escritura de obras de gran calado (Kafka, Gombrowicz, Eliot). Incluso si nuestra relación con la literatura es más modesta (si sólo nos ayuda a procesar emociones, por ejemplo), les diría que escribir importa (¡y mucho!), siempre y cuando siga otorgándole sentido a nuestras vidas. Y creo que eso ocurre sólo cuando escribimos quitándonos las ataduras y saliendo de la zona de confort en que tendemos a ubicarnos. Neil Gaiman decía que en el momento en que uno se siente más desprotegido, cuando nos mostramos desnudos ante el mundo, ofreciendo nuestra absoluta intimidad, es cuando comenzamos realmente a hacer literatura. En resumen: cuando escribimos desde la vulnerabilidad. Eso, pero también habría que sugerir algo más: encontrar la originalidad en aquello que nos hace únicos, distintos a los otros. He ahí donde puede nacer nuestra mirada de escritores. No buscando repetir los moldes que dan becas, los comportamientos que te otorgan amiguismos, recursos y prebendas. Sino escribiendo desde ese lugar que otros no habitan. La UACM está situada en un margen y muchas veces los profesores aspiran a que sus estudiantes logren alcanzar un centro, que escriban como quien escribe viviendo en la Condesa o en Coyoacán. Me parece un grave error. Creo, por el contrario, que en esa existencia situada, en ese margen, pueden hallar una voz que no sea algo producido en serie, sino algo insustituible. Quizá ahí se encuentra el secreto de aprender a escribir, esa magia, y el sentido de su existencia literaria.

 


* Palabras leídas a mis estudiantes en la Ceremonia de graduación de la Licenciatura en Creación Literaria de la UACM el 11 de agosto de 2023.

 

1 de junio de 2022

Un poema para decir adiós


Orfelia no encuentra un comprobante de domicilio

Elisa Díaz Castelo


 

Toco lo que me queda. Lo que habrá de quedarme.

Dios mudará de dientes. Se atenuarán los círculos,

los años. Pasará lo que pasa siempre:

el tiempo. Me abrigo desde ahora con lo que me hará falta:

la luz esa tarde en la azotea, siete campanadas

en la iglesia del cuerpo. Una hora

rodeada por la lluvia.

Mido mi discordancia. Remonto la usura.

Pronostico el final de mi nacimiento.

La ciudad se ha mudado de sitio.

Unos metros, dicen, se desplaza. Ya no está

donde estuvimos. Y no he vuelto a subir a la azotea.

Fuimos sólo esto: dos piedras sobre una barda,

nombre a nombre. Pienso ahora:

mis huesos de leche sobre tus huesos. Muerte a muerte.

Tal vez seremos siempre lo que no fuimos nunca.

No ruinas. Mapa de fracturas. Ciudad de grietas.

Mi cuerpo hormado por el tuyo. Todo lo que era blando.

Mi único. Mi siempre. La sisa de mi piel.

Incluso el tampoco, el sitio donde empiezan

las últimas veces. El acaso y su resaca de mal vino.

Alguna vez mi abuela, dentadura postiza,

dijo desde la última esquina de su viudez escueta:

escoge lo que has de llevarte. Dos o tres momentos.

La prórroga de los últimos días. Anclaje y penitencia.

Todo lo que nadie recuerda, ni nosotros. El paraíso

enterrado en el viejo jardín, mascota muerta.

De aquí hasta entonces

todo es periferia. Hubiera dicho: amor,

no te detengas. La muerte empieza

a mordisquear nuestros tobillos. Y no llegaremos juntos

a ninguna parte. Seremos sed, seremos

sedimento. Explícitos cadáveres apagados.

Calaveras dormidas

al fuego lento de los crematorios.

 

[Elisa Díaz Castelo, "Orfelia no encuentra un comprobante de domicilio", en El reino de lo no lineal. México: FCE / INBAL / ICA, 2020].

16 de diciembre de 2021

A veces uno cree que se alejan de uno y en realidad quien se aleja está interponiendo un muro entre sí y el mundo


De "Intempesta Nocte", un poema de Diana Bellesi:

 


Abolir el texto

del drama

 

La palabra liberada

de deseo deja

de ser palabra


No es a mí

a quien escucha:

Ella

sólo rastrea

un fantasma

5 de junio de 2021

Ojos estallados

Para PSR

Existen horas perforadas, oquedades huecas.
Como el insomnio -sus rincones no cobijan tus sollozos.
A veces quisieras esa persiana levantar,
pero tus ojos distinguen el olor de aquella asfixia
y cierras entonces todas las ventanas.

El sudor del aire trepa los muros que te rodean
y el final del día te retiene enfermo en cierta cama.
El aguijón de la duda hueca el timbre de la voz.
Tu ansiedad es una nube de esporas encendidas.
Y en el colmo,
la mudez de tu padre no te preparó para el silencio.

Al otro lado de la pantalla hay un único vacío.
Allá, donde se dobla la retina, el país es páramo perdido.
Pero a ti sólo te importa aquel cuarto,
la habitación que no te tiene,
repleta de vagos juramentos
-y furtivas secreciones.

¿Acaso todas las promesas migran fugitivas?
¿Acaso una palabra consigue delinear lo que pudo ser posible?
Te haces preguntas en el año de las refutaciones.
Pero la ciudad sólo arroja ecos, siluetas temerosas,
jardines disecados.

Ya todos los espejos te reflejan.
Los rostros que tuviste hoy te dan la espalda.
Ninguna mirada ayuda a sostener estos minutos.
Atraviesas con ojos estallados
el campo de minas que es tu cuerpo.

Y yo, sola, aquí, del otro lado,
en el doblez de la persiana,
tras el telón llamado espejo,
entre risas, piedad y semen,
en la habitación jurada,
sin poder decirte todos mis secretos.

1 de octubre de 2017

El Santo: el mito como status

I. Mausoleos del Ángel, 5 de febrero de 1984. “Santo. Santo. Santo. Santo…” Una multitud de ojos formada por miles de voces aclama a quien esculpió sus días con una máscara. Al sepelio asisten otros luchadores, como Blue Demon, Black Shadow, Huracán Ramírez, Ray Mendoza, Mil máscaras… Todos reconocen en el evento el fin de una época para un espectáculo en que, según Roland Barthes, “lo importante no es lo que se cree, sino lo que se ve”. Y lo visible aquí es la autenticidad contenida en el disfraz. Rodolfo Guzmán Huerta no está en el féretro; su lugar lo ocupa El Enmascarado de Plata. El poder de la máscara provoca que se entierre a alguien distinto al que nació 67 años antes. En México no es extraño que la identidad trastocada sobreviva al sujeto oculto tras ella, que el personaje legendario sustituya al individuo anónimo: los héroes están hechos de ficción y el rostro, de camuflajes. Juan Villoro, al escribir sobre el subcomandante Marcos, afirmaba que en el imaginario mexicano “la fuerza sólo existe encubierta” y por ello “la identidad desnuda debilita”. De ahí que la aglomeración se despida de El Santo y no de quien tres días antes reveló su semblante y su nombre oficial en un programa televisivo. El héroe de historietas vive y trasciende en contra de lo que escribió Alejandro Dumas: “Toda falsedad es una máscara, y por bien hecha que esté la máscara, siempre se llega, con un poco de atención, a distinguirla del rostro”. Ese dictum no se cumple con El Santo. Superficie y fondo, efigie y esencia son, para quienes lo preservan en la memoria, una misma realidad.

II. Si “el desenmascaramiento es la pérdida del rostro” (Monsiváis dixit), el sobrenombre también juega su papel en la mitificación del ídolo. Luego de varias identidades tentativas (Rudy Guzmán, El Hombre Rojo, El Incógnito, Demonio Negro, Murciélago II), Rodolfo Guzmán se autonombra El Santo y con ello se convierte en el centro de diversas mitologías: la que narra el ascenso épico de quien obtuvo por su primera lucha siete pesos y se convirtió, con el paso del tiempo, en éxito comercial en cuadriláteros y taquillas; la que recuerda al combatiente invencible, al adversario invicto en luchas donde apostó treinta y siete veces la máscara sin perderla; pero sobre todo, la que celebra al justiciero que triunfa, en cómics y películas, contra las fuerzas (humanas y sobrenaturales, mundanas o extraterrestres) del mal. En estos años, ver al Santo —sobre el ring, en historietas o proyectado en celuloide— permite atestiguar y expresar pasiones usualmente controladas; posibilita la vivencia de esa ofuscación llamada inverosimilitud; y reinventa, en propios y extraños, la telenovela en otros formatos.

III. Pocas horas antes de su muerte, El Santo escenifica en el teatro Blanquita un sketch humorístico: en un manicomio, varios desquiciados atacan al velador (representado por Alfredo Solares), el héroe llega para intentar salvarlo, pero luego de escaramuzas con patadas voladoras, llaves y hurracarranas, termina también enloquecido debido a los golpes, de modo que se vuelve un interno más. El Santo es, a fin de cuentas, un símbolo y como tal, difícil de descifrar en sus múltiples significados y variantes. Pero en general remite, una y otra vez, al delirio. Cualquiera que haya visto El Santo y Blue Demon contra las momias de Guanajuato, puede constatar que la liberación expresada a través del relajo es más poderosa que la ofuscación provocada por actuaciones, maquillajes y escenografías inadmisibles (y por ello mismo, imperdibles).

IV. Hasta aquí el teatro-de-escenificaciones-dramáticas tan repleto de los frecuentados lugares comunes sobre “el máximo ícono de la lucha libre en México”: el poder atávico del rostro enmascarado, la representación de una lucha moral en donde la justicia se impone, el melodrama vuelto espectáculo excesivo, catarsis popular y heroísmo secular. Si la mitificación no concluye con su muerte en el ring, sí adquiere un cariz distinto con el paso del tiempo. Poco a poco su imagen se vuelve sinónimo de mexicanidad, referencia cultural de una colectividad que, frente a al advenimiento de los procesos globalizadores, se halla cada vez más en busca de los signos identitarios perdidos. Quien no es devoto de las gestas que se desatan entre las cuerdas del ring, puede sin embargo reconocer que el héroe mitificado es parte de los suyos. Quien ve sus películas con los anteojos de la alta cultura, puede no comprender la función social de lo que ahí se proyecta, pero no puede negar que en alguna medida es parte de ese mundo de lances y situaciones imposibles. Pero, sobre todo en la última década, también ha ido adquiriendo el carácter de marca, souvenir para turistas u objeto de consumo y de estatus para nuevas comunidades juveniles. ¿Cómo pudo darse este proceso que implica cambios en los modos de relacionarnos con la cultura de masas y con el mercado?

V. Aunque en nuestros días cualquiera lleva al Santo estampado en su camiseta, durante muchos años se asoció la lucha libre con un espectáculo vulgar y corrupto. La actitud peyorativa con que se observaba a los enmascarados se engarzaba con un vocabulario no sólo elitista, sino también discriminatorio. Se trataba de eventos para léperos, pelados y nacos. El léxico de la exclusión provenía no sólo de nuestra duradera sociedad de castas (tan bien personificada por la alta burguesía del país); también emanaba de la comunidad intelectual. Escritores, pintores y artistas en general veían en el advenimiento de la sociedad de masas el peligro de los bárbaros que amenazan con derribar las murallas del mundo civilizado. Aún en nuestros días prevalecen esos apocalípticos que caracterizó muy bien Umberto Eco y que responden a una vieja noción de cultura derivada de la posrevolución (que establecía una fuerte diferenciación social, valorando positivamente el mundo indígena del pasado, pero repudiando toda expresión urbano popular). Como afirma Heather Levi, no fue sino a partir de los años setenta cuando la lucha libre comenzó a ser revalorada por diversos artistas que, de distintos modos, fueron críticos de ese modo de distinción excluyente entre alta y baja cultura, reformulando con ello tanto el lugar del pancracio, como la noción misma de “lo mexicano”. Felipe Ehrenberg, Lourdes Grobet, Sergio Arau, Arturo Guerrero y Marisa Lara, entre otros, incorporaron el fenómeno a sus producciones artísticas. Por su parte, escritores como Carlos Monsiváis, Paco Ignacio Taibo II, José Buil y José Joaquín Blanco publicaron textos que revitalizaron la manera de percibir y atender el fenómeno, dignificándolo en su particularidad y dejando de percibir lo popular como amenaza.

VI. “Lo marginal en el centro”. La fórmula sintetiza la estrategia cultural que buscaba democratizar la sociedad al volver inteligible lo que estaba en las orillas de nuestra geografía cultural. Si la lucha libre mutó en espectáculo legítimo y en símbolo de identidad, se debió al modo en que fueron visibilizadas, cada vez más, formas de vida no hegemónicas que, sin embargo, habían persistido sin necesidad de que alguien las legitimara. Esto fue posible no sólo gracias a una metamorfosis en el mundo de las artes, sino a toda una revolución cultural que tuvo su origen en las conmociones de los años sesenta: a la revolución de los medios de comunicación la acompañó el cuestionamiento y la reforma de instituciones (la familia, la escuela) y de nociones tradicionales. Lo kitsch resignificó positivamente el mal gusto; lo contracultural alteró las formas de percibir el cuerpo y la sexualidad; la juventud y la rebeldía obtuvieron licencias cuya caducidad no se ha cumplido aún hoy. Además, surgió una nueva actitud frente a la cultura de masas, ya no como la ola que llegó a colapsar esa isla aislada de lo artístico, sino como un territorio de prácticas y expresiones con valor propio, que podía entablar diálogos significativos con otras comarcas. La descripción del paisaje es, sin embargo, incompleta. Desde este retrato resulta incomprensible cómo la figura del Santo mudó de símbolo a marca comercial. La convulsión de esos años ocurrió en el ámbito cultural, pero no alteró el ecosistema capitalista. Al mismo tiempo que el ideario radical y democratizador obtuvo la victoria sobre la ideología burguesa, nuevas formas de individualismo y consumo emergieron, asimilando aquellos elementos políticamente más peligrosos de las nuevas identidades para convertirlos en mercancías. Por eso hoy, la música de protesta y los tatuajes, las fotografías del Che y la devoción a la lucha libre se han vaciado de su potencial subversivo y se han convertido en las señales fisonómicas de yuppies, hipsters y nuevos bohemios. En su libro Rebelarse vende. El negocio de la contracultura, Joseph Heath y Andrew Potter afirman que las vanguardias culturales están hermanadas con las fuerzas del mercado: al igual que el arte, el capitalismo también requiere innovación constante y ciclos de experimentación y sustitución creativas. En otras palabras, el sistema de valores de quienes se ostentan como radicales constituye “la savia del capitalismo”. Y en ese sentido, lo cool no es sino “la pátina nostálgica del radicalismo sesentero”.

VII. Cronología inversa a una consagración. 2006: aparece Santología, la marca de ropa impulsada por El hijo del Santo. 2005: la fotógrafa Lourdes Grobet publica una valiosa crónica visual titulada Espectacular de lucha libre, donde recopila veinte años de imágenes asociadas al cuadrilátero. 1995: Carlos Monsiváis incluye la crónica “El Santo contra los escépticos en materia de mitos” en su libro Los rituales del caos. Entre 1994 y 1999 surgen varias bandas de música surf (como Los Straitjackets, Lost Acapulco y Sr. Bikini) que utilizan máscaras de lucha libre. 1994: José Luis Zárate publica la novela Xanto: Novelucha libre, cuya trama remite a un luchador enmascarado que combate poderes sobrenaturales que buscan adueñarse de Puebla. 1991: después de muchos años, Televisa vuelve a transmitir lucha libre en televisión. 1989: aparece en La Jornada la hilarante historieta “El Santos contra la Tetona Mendoza” de Jis y Trino. 1984: diez mil personas asisten al funeral de El Santo. 1983: un grupo de activistas decide disfrazar a uno de sus integrantes como El Santo para defenderse de un desalojo inmobiliario; de esa organización surge, cuatro años después, el luchador social llamado Superbarrio. 1982: aparece La furia de los karatecas, última película que protagoniza el Santo a la edad de 65 años. Mediados de los años setenta: las películas de El Santo comienzan a ser consideradas de culto; en el extranjero se les valora como obras maestras del surrealismo cinematográfico. 1973: Felipe Ehrenberg realiza un performance con varios hombres en atuendo de lucha libre portando linternas y caminando alrededor del Palacio de Bellas Artes (la policía interrumpió su desarrollo). 1973: se filma Tres hombres gigantes (3 Dev Adam), película turca que narra cómo El Capitán América, El Hombre Araña y El Santo defienden la ciudad de Estambul de una ola criminal. 1967: en El mundo loco de los jóvenes dirigida por José María Fernández Unsáin, César Costa usa una máscara blanca para cantar “Jornada sentimental”, el cover de una canción de Frank Sinatra. 1958: se proyecta Santo contra cerebro del mal, debut de El Santo como actor. 1954: se estrena El enmascarado de Plata de René Cardona, primera película de luchadores que lleva a El Médico Asesino como protagonista. 1952: aparece el cómic Santo, El Enmascarado de Plata ¡Una Aventura Atómica!, que se publicaría durante más de dos décadas impulsado por el empresario José Guadalupe Cruz. 1952: Pedro Ocádiz compone “La cumbia de los luchadores”, que haría famosa el Conjunto África. 1942: debuta en la Arena México El Santo, en papel de rudo. 1935: Rudy Guzmán aparece por primera vez en un ring profesional en lucha contra Eddie Palau en la Arena Peralvillo Cozumel. Principios de los años treinta: Guzmán practica lucha libre como amateur en el Deportivo Islas de la colonia Guerrero. En ese mismo lugar practican otros luchadores que jamás serán reconocidos.

VIII. Tamaulipas 219, Colonia Condesa. Entro, con reservas, a la tienda El hijo del Santo. Quedo aturdido ante la multitud de imágenes del famoso enmascarado que se repiten en distintos productos: muñecos, botas plateadas, playeras, tazas, almohadas… Una máscara cuesta 650 pesos, una mochila 1,500. “No he visto ninguna de sus películas, pero me gusta el diseño, creo que me va bien”, me dice un potencial comprador. El poder del marketing ha hecho del mito popular, un espectáculo de consumo, todo en nombre de la expresión individual. Permanezco veinticinco minutos en el establecimiento; en ese lapso, tres personas se van con la misma playera. La imagen de la máscara, que constituyó un día el signo de distinción de un luchador, hoy es prácticamente un uniforme. Lo marginal se ha vuelto estatus social, y acaso uno de los más efectivos del mundo. Nuestra vestimenta afirma nuestra identidad, pero para adquirirla es necesario consumir. Los que acuden a esta tienda compran ropa para distinguirse de los otros, para rebelarse contra la alienación y el conformismo de una sociedad homogénea; pero al hacerlo contribuyen a acelerar lo que supuestamente rechazan. Antes de salir del recinto, entra un muchacho algo fornido y muy joven, en pants y playera. Compra una máscara, sacando de su bolsa muchas monedas. Sale con rostro extasiado. Quizá esa sea la lección del día: acaso todavía hay quien resguarda héroes personales, sueños de gloria, en el centro de esta selva monetaria.


[Nota: este texto se publicó en Confabulario (suplemento del periódico El Universal) el 30 de septiembre de 2017]