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13 de agosto de 2023

Escribir desde el margen*


A veces me pregunto qué sentido tiene dar clases a estudiantes de Creación Literaria y me acecha la incómoda pregunta sobre si es posible enseñar a escribir literatura, si la capacidad de reinventar la realidad tiene que ver con un talento innato, un don que ya se trae en el ADN, o si esa magia, el secreto de la ficción, es algo que se puede transmitir o heredar. Después me doy cuenta de que la enseñanza, a pesar de todos sus horrores y todas sus desigualdades, es un espacio en el que ocurren cosas inesperadas (hallazgos, comunión, puntos de quiebre), tan sorprendentes que resultan difíciles de aquilatar, básicamente porque nos abren la puerta a la posibilidad de ser distintos. En eso las aulas se parecen a los libros. ¿Qué otra cosa es la buena literatura sino justo eso: un umbral a esos otros que somos nosotros mismos?

Clara Serra, filósofa española, suele decir que la escuela es un espacio para aprender cosas distintas a las que nos han enseñado en nuestras casas. Lo cual, por supuesto, no gusta necesariamente a nuestras familias. Pero ese es justo su valor. En la medida en que ayuda a quebrantar o desobedecer ideas preconcebidas, la educación puede volverse un espacio para la libertad. Creo que pasa lo mismo con la escritura: el poder que nos otorga se deriva de las transgresiones que conlleva. Los personajes que más recordamos son aquellos que rompieron una norma, aquellos que fueron en contra de ciertas ideas, leyes o mandatos morales, para conseguir un fin más alto. Por eso, el valor de la escritura no tiene que ver con el estatus, la fama o la fortuna, sino con la posibilidad de darle sentido a nuestras vidas.

Más que escribir para tener un nombre o para hacer una carrera literaria, pienso que uno se acerca a las letras para ver el mundo con gafas distintas, para relacionarse con la realidad y con los otros a partir de lógicas alternativas, contrarias a las del narcisismo y la necedad, a las de la arrogancia y el egoísmo, a las de la incomprensión y el desprecio por quienes nos rodean. Aunque muchos escritores y muchos libros están hermanados con los peores valores de este mundo, no hay que olvidar que también hay literaturas que no han abandonado su vínculo con las humanidades. En una época en que la escritura se ha vuelto una simple mercancía y los lectores un nicho de mercado, vale la pena defender las innumerables y valiosas funciones que tienen los libros (más allá del placer estético que generan). La literatura nos permite interpretar el mundo, registrar acontecimientos, desarrollar nuestra sensibilidad crítica, los textos producen imaginarios colectivos, generan identidad, le otorgan sentido al sinsentido; lo mismo construyen memoria que desmontan los relatos del poder, atienden lo ignorado o invisibilizado,  ejercitan la denuncia, permiten vislumbrar salidas a nuestros conflictos cotidianos y dejan testimonio de nuestras vidas, volviendo inteligible lo que a la sociedad le resulta aún chocante, ajeno o difícil de comprender; en suma, la escritura nos hacen capaces de imaginar otros mundos, o para decirlo en una frase, consigue vislumbrar lo posible dentro de lo imposible. Si algo quisiera que ustedes se llevaran al marcharse de esta Licenciatura en Creación literaria es el poder que tienen en las manos cada vez que deciden hacerle un paréntesis a la realidad, tomar su cuaderno de notas y escribir lo que observan, sienten y piensan. Y cómo eso se puede volver una obra, que no es otra cosa que una propuesta de mundo, la imaginación concreta de otra realidad habitable.

Deben saber (muchos sin duda ya lo saben) que la vida está repleta de obstáculos, desengaños y dolor. Y que uno se equivoca múltiples (¡tantas!) veces. Nadie está exento de ello. La escritura no siempre nos otorga respuestas para dejar de hacerlo o para salir de los atolladeros de la existencia, pero nos puede ayudar a confeccionar preguntas más adecuadas del por qué somos como somos, o por qué llegamos al borde de ciertos precipicios. Espero que, más allá de la técnica y los recursos que aprendieron aquí, de la profesionalización que han tenido a lo largo de estos años, todos ustedes logren relacionarse con la escritura como quien descubre un territorio que nunca le deja de ser extraño y que en esa extrañeza se renueva, una y otra vez, su capacidad de asombro. Que logren asumir que vivir cerca de las letras, ya sea escribiendo textos, dando clases y talleres, editando libros, trabajando en un periódico, produciendo conocimiento sobre obras y autores, dialogando con otras artes… que en medio de todas esas tareas, sepan ustedes asumir que las palabras implican un aprendizaje inacabable, continuo y cotidiano. Y que lo mejor es siempre recorrer ese camino de enseñanzas permanentes intentando romper los límites de lo aprendido, explorando las fronteras de lo escrito, transgrediendo las convenciones de los géneros, pero también de nuestros tan fortificados prejuicios. Quizá esa sea la mejor manera de que la escritura, en efecto, nos lleve a lugares inesperados, quizá no los que deseábamos, pero sí aquellos en donde nuestra felicidad tenga oportunidad de otorgarnos destellos.



Uno escribe no en las mejores condiciones posibles. En América Latina hay una persistente, valiosa e increíble tradición de escribir en medio de la precariedad (Mondragón dixit). Por supuesto que cualquiera preferiría confeccionar textos rodeado de privilegios. Tal deseo, sin embargo, está asociado más a la búsqueda de poder que al compromiso con el lenguaje. No estoy diciendo que no hay que aspirar a vivir de una actividad vinculada a las letras, ni tampoco estoy buscando romantizar la pobreza. Lo que digo es que la precarización no debe hacernos renunciar a pensar la escritura como un recurso para humanizar la vida, ni debemos abandonar el territorio de las palabras cuando la miseria nos amenace. Piglia solía valorar a los escritores que, con cierto estoicismo, lograron conciliar trabajos de oficina con la escritura de obras de gran calado (Kafka, Gombrowicz, Eliot). Incluso si nuestra relación con la literatura es más modesta (si sólo nos ayuda a procesar emociones, por ejemplo), les diría que escribir importa (¡y mucho!), siempre y cuando siga otorgándole sentido a nuestras vidas. Y creo que eso ocurre sólo cuando escribimos quitándonos las ataduras y saliendo de la zona de confort en que tendemos a ubicarnos. Neil Gaiman decía que en el momento en que uno se siente más desprotegido, cuando nos mostramos desnudos ante el mundo, ofreciendo nuestra absoluta intimidad, es cuando comenzamos realmente a hacer literatura. En resumen: cuando escribimos desde la vulnerabilidad. Eso, pero también habría que sugerir algo más: encontrar la originalidad en aquello que nos hace únicos, distintos a los otros. He ahí donde puede nacer nuestra mirada de escritores. No buscando repetir los moldes que dan becas, los comportamientos que te otorgan amiguismos, recursos y prebendas. Sino escribiendo desde ese lugar que otros no habitan. La UACM está situada en un margen y muchas veces los profesores aspiran a que sus estudiantes logren alcanzar un centro, que escriban como quien escribe viviendo en la Condesa o en Coyoacán. Me parece un grave error. Creo, por el contrario, que en esa existencia situada, en ese margen, pueden hallar una voz que no sea algo producido en serie, sino algo insustituible. Quizá ahí se encuentra el secreto de aprender a escribir, esa magia, y el sentido de su existencia literaria.

 


* Palabras leídas a mis estudiantes en la Ceremonia de graduación de la Licenciatura en Creación Literaria de la UACM el 11 de agosto de 2023.

 

1 de octubre de 2017

El Santo: el mito como status

I. Mausoleos del Ángel, 5 de febrero de 1984. “Santo. Santo. Santo. Santo…” Una multitud de ojos formada por miles de voces aclama a quien esculpió sus días con una máscara. Al sepelio asisten otros luchadores, como Blue Demon, Black Shadow, Huracán Ramírez, Ray Mendoza, Mil máscaras… Todos reconocen en el evento el fin de una época para un espectáculo en que, según Roland Barthes, “lo importante no es lo que se cree, sino lo que se ve”. Y lo visible aquí es la autenticidad contenida en el disfraz. Rodolfo Guzmán Huerta no está en el féretro; su lugar lo ocupa El Enmascarado de Plata. El poder de la máscara provoca que se entierre a alguien distinto al que nació 67 años antes. En México no es extraño que la identidad trastocada sobreviva al sujeto oculto tras ella, que el personaje legendario sustituya al individuo anónimo: los héroes están hechos de ficción y el rostro, de camuflajes. Juan Villoro, al escribir sobre el subcomandante Marcos, afirmaba que en el imaginario mexicano “la fuerza sólo existe encubierta” y por ello “la identidad desnuda debilita”. De ahí que la aglomeración se despida de El Santo y no de quien tres días antes reveló su semblante y su nombre oficial en un programa televisivo. El héroe de historietas vive y trasciende en contra de lo que escribió Alejandro Dumas: “Toda falsedad es una máscara, y por bien hecha que esté la máscara, siempre se llega, con un poco de atención, a distinguirla del rostro”. Ese dictum no se cumple con El Santo. Superficie y fondo, efigie y esencia son, para quienes lo preservan en la memoria, una misma realidad.

II. Si “el desenmascaramiento es la pérdida del rostro” (Monsiváis dixit), el sobrenombre también juega su papel en la mitificación del ídolo. Luego de varias identidades tentativas (Rudy Guzmán, El Hombre Rojo, El Incógnito, Demonio Negro, Murciélago II), Rodolfo Guzmán se autonombra El Santo y con ello se convierte en el centro de diversas mitologías: la que narra el ascenso épico de quien obtuvo por su primera lucha siete pesos y se convirtió, con el paso del tiempo, en éxito comercial en cuadriláteros y taquillas; la que recuerda al combatiente invencible, al adversario invicto en luchas donde apostó treinta y siete veces la máscara sin perderla; pero sobre todo, la que celebra al justiciero que triunfa, en cómics y películas, contra las fuerzas (humanas y sobrenaturales, mundanas o extraterrestres) del mal. En estos años, ver al Santo —sobre el ring, en historietas o proyectado en celuloide— permite atestiguar y expresar pasiones usualmente controladas; posibilita la vivencia de esa ofuscación llamada inverosimilitud; y reinventa, en propios y extraños, la telenovela en otros formatos.

III. Pocas horas antes de su muerte, El Santo escenifica en el teatro Blanquita un sketch humorístico: en un manicomio, varios desquiciados atacan al velador (representado por Alfredo Solares), el héroe llega para intentar salvarlo, pero luego de escaramuzas con patadas voladoras, llaves y hurracarranas, termina también enloquecido debido a los golpes, de modo que se vuelve un interno más. El Santo es, a fin de cuentas, un símbolo y como tal, difícil de descifrar en sus múltiples significados y variantes. Pero en general remite, una y otra vez, al delirio. Cualquiera que haya visto El Santo y Blue Demon contra las momias de Guanajuato, puede constatar que la liberación expresada a través del relajo es más poderosa que la ofuscación provocada por actuaciones, maquillajes y escenografías inadmisibles (y por ello mismo, imperdibles).

IV. Hasta aquí el teatro-de-escenificaciones-dramáticas tan repleto de los frecuentados lugares comunes sobre “el máximo ícono de la lucha libre en México”: el poder atávico del rostro enmascarado, la representación de una lucha moral en donde la justicia se impone, el melodrama vuelto espectáculo excesivo, catarsis popular y heroísmo secular. Si la mitificación no concluye con su muerte en el ring, sí adquiere un cariz distinto con el paso del tiempo. Poco a poco su imagen se vuelve sinónimo de mexicanidad, referencia cultural de una colectividad que, frente a al advenimiento de los procesos globalizadores, se halla cada vez más en busca de los signos identitarios perdidos. Quien no es devoto de las gestas que se desatan entre las cuerdas del ring, puede sin embargo reconocer que el héroe mitificado es parte de los suyos. Quien ve sus películas con los anteojos de la alta cultura, puede no comprender la función social de lo que ahí se proyecta, pero no puede negar que en alguna medida es parte de ese mundo de lances y situaciones imposibles. Pero, sobre todo en la última década, también ha ido adquiriendo el carácter de marca, souvenir para turistas u objeto de consumo y de estatus para nuevas comunidades juveniles. ¿Cómo pudo darse este proceso que implica cambios en los modos de relacionarnos con la cultura de masas y con el mercado?

V. Aunque en nuestros días cualquiera lleva al Santo estampado en su camiseta, durante muchos años se asoció la lucha libre con un espectáculo vulgar y corrupto. La actitud peyorativa con que se observaba a los enmascarados se engarzaba con un vocabulario no sólo elitista, sino también discriminatorio. Se trataba de eventos para léperos, pelados y nacos. El léxico de la exclusión provenía no sólo de nuestra duradera sociedad de castas (tan bien personificada por la alta burguesía del país); también emanaba de la comunidad intelectual. Escritores, pintores y artistas en general veían en el advenimiento de la sociedad de masas el peligro de los bárbaros que amenazan con derribar las murallas del mundo civilizado. Aún en nuestros días prevalecen esos apocalípticos que caracterizó muy bien Umberto Eco y que responden a una vieja noción de cultura derivada de la posrevolución (que establecía una fuerte diferenciación social, valorando positivamente el mundo indígena del pasado, pero repudiando toda expresión urbano popular). Como afirma Heather Levi, no fue sino a partir de los años setenta cuando la lucha libre comenzó a ser revalorada por diversos artistas que, de distintos modos, fueron críticos de ese modo de distinción excluyente entre alta y baja cultura, reformulando con ello tanto el lugar del pancracio, como la noción misma de “lo mexicano”. Felipe Ehrenberg, Lourdes Grobet, Sergio Arau, Arturo Guerrero y Marisa Lara, entre otros, incorporaron el fenómeno a sus producciones artísticas. Por su parte, escritores como Carlos Monsiváis, Paco Ignacio Taibo II, José Buil y José Joaquín Blanco publicaron textos que revitalizaron la manera de percibir y atender el fenómeno, dignificándolo en su particularidad y dejando de percibir lo popular como amenaza.

VI. “Lo marginal en el centro”. La fórmula sintetiza la estrategia cultural que buscaba democratizar la sociedad al volver inteligible lo que estaba en las orillas de nuestra geografía cultural. Si la lucha libre mutó en espectáculo legítimo y en símbolo de identidad, se debió al modo en que fueron visibilizadas, cada vez más, formas de vida no hegemónicas que, sin embargo, habían persistido sin necesidad de que alguien las legitimara. Esto fue posible no sólo gracias a una metamorfosis en el mundo de las artes, sino a toda una revolución cultural que tuvo su origen en las conmociones de los años sesenta: a la revolución de los medios de comunicación la acompañó el cuestionamiento y la reforma de instituciones (la familia, la escuela) y de nociones tradicionales. Lo kitsch resignificó positivamente el mal gusto; lo contracultural alteró las formas de percibir el cuerpo y la sexualidad; la juventud y la rebeldía obtuvieron licencias cuya caducidad no se ha cumplido aún hoy. Además, surgió una nueva actitud frente a la cultura de masas, ya no como la ola que llegó a colapsar esa isla aislada de lo artístico, sino como un territorio de prácticas y expresiones con valor propio, que podía entablar diálogos significativos con otras comarcas. La descripción del paisaje es, sin embargo, incompleta. Desde este retrato resulta incomprensible cómo la figura del Santo mudó de símbolo a marca comercial. La convulsión de esos años ocurrió en el ámbito cultural, pero no alteró el ecosistema capitalista. Al mismo tiempo que el ideario radical y democratizador obtuvo la victoria sobre la ideología burguesa, nuevas formas de individualismo y consumo emergieron, asimilando aquellos elementos políticamente más peligrosos de las nuevas identidades para convertirlos en mercancías. Por eso hoy, la música de protesta y los tatuajes, las fotografías del Che y la devoción a la lucha libre se han vaciado de su potencial subversivo y se han convertido en las señales fisonómicas de yuppies, hipsters y nuevos bohemios. En su libro Rebelarse vende. El negocio de la contracultura, Joseph Heath y Andrew Potter afirman que las vanguardias culturales están hermanadas con las fuerzas del mercado: al igual que el arte, el capitalismo también requiere innovación constante y ciclos de experimentación y sustitución creativas. En otras palabras, el sistema de valores de quienes se ostentan como radicales constituye “la savia del capitalismo”. Y en ese sentido, lo cool no es sino “la pátina nostálgica del radicalismo sesentero”.

VII. Cronología inversa a una consagración. 2006: aparece Santología, la marca de ropa impulsada por El hijo del Santo. 2005: la fotógrafa Lourdes Grobet publica una valiosa crónica visual titulada Espectacular de lucha libre, donde recopila veinte años de imágenes asociadas al cuadrilátero. 1995: Carlos Monsiváis incluye la crónica “El Santo contra los escépticos en materia de mitos” en su libro Los rituales del caos. Entre 1994 y 1999 surgen varias bandas de música surf (como Los Straitjackets, Lost Acapulco y Sr. Bikini) que utilizan máscaras de lucha libre. 1994: José Luis Zárate publica la novela Xanto: Novelucha libre, cuya trama remite a un luchador enmascarado que combate poderes sobrenaturales que buscan adueñarse de Puebla. 1991: después de muchos años, Televisa vuelve a transmitir lucha libre en televisión. 1989: aparece en La Jornada la hilarante historieta “El Santos contra la Tetona Mendoza” de Jis y Trino. 1984: diez mil personas asisten al funeral de El Santo. 1983: un grupo de activistas decide disfrazar a uno de sus integrantes como El Santo para defenderse de un desalojo inmobiliario; de esa organización surge, cuatro años después, el luchador social llamado Superbarrio. 1982: aparece La furia de los karatecas, última película que protagoniza el Santo a la edad de 65 años. Mediados de los años setenta: las películas de El Santo comienzan a ser consideradas de culto; en el extranjero se les valora como obras maestras del surrealismo cinematográfico. 1973: Felipe Ehrenberg realiza un performance con varios hombres en atuendo de lucha libre portando linternas y caminando alrededor del Palacio de Bellas Artes (la policía interrumpió su desarrollo). 1973: se filma Tres hombres gigantes (3 Dev Adam), película turca que narra cómo El Capitán América, El Hombre Araña y El Santo defienden la ciudad de Estambul de una ola criminal. 1967: en El mundo loco de los jóvenes dirigida por José María Fernández Unsáin, César Costa usa una máscara blanca para cantar “Jornada sentimental”, el cover de una canción de Frank Sinatra. 1958: se proyecta Santo contra cerebro del mal, debut de El Santo como actor. 1954: se estrena El enmascarado de Plata de René Cardona, primera película de luchadores que lleva a El Médico Asesino como protagonista. 1952: aparece el cómic Santo, El Enmascarado de Plata ¡Una Aventura Atómica!, que se publicaría durante más de dos décadas impulsado por el empresario José Guadalupe Cruz. 1952: Pedro Ocádiz compone “La cumbia de los luchadores”, que haría famosa el Conjunto África. 1942: debuta en la Arena México El Santo, en papel de rudo. 1935: Rudy Guzmán aparece por primera vez en un ring profesional en lucha contra Eddie Palau en la Arena Peralvillo Cozumel. Principios de los años treinta: Guzmán practica lucha libre como amateur en el Deportivo Islas de la colonia Guerrero. En ese mismo lugar practican otros luchadores que jamás serán reconocidos.

VIII. Tamaulipas 219, Colonia Condesa. Entro, con reservas, a la tienda El hijo del Santo. Quedo aturdido ante la multitud de imágenes del famoso enmascarado que se repiten en distintos productos: muñecos, botas plateadas, playeras, tazas, almohadas… Una máscara cuesta 650 pesos, una mochila 1,500. “No he visto ninguna de sus películas, pero me gusta el diseño, creo que me va bien”, me dice un potencial comprador. El poder del marketing ha hecho del mito popular, un espectáculo de consumo, todo en nombre de la expresión individual. Permanezco veinticinco minutos en el establecimiento; en ese lapso, tres personas se van con la misma playera. La imagen de la máscara, que constituyó un día el signo de distinción de un luchador, hoy es prácticamente un uniforme. Lo marginal se ha vuelto estatus social, y acaso uno de los más efectivos del mundo. Nuestra vestimenta afirma nuestra identidad, pero para adquirirla es necesario consumir. Los que acuden a esta tienda compran ropa para distinguirse de los otros, para rebelarse contra la alienación y el conformismo de una sociedad homogénea; pero al hacerlo contribuyen a acelerar lo que supuestamente rechazan. Antes de salir del recinto, entra un muchacho algo fornido y muy joven, en pants y playera. Compra una máscara, sacando de su bolsa muchas monedas. Sale con rostro extasiado. Quizá esa sea la lección del día: acaso todavía hay quien resguarda héroes personales, sueños de gloria, en el centro de esta selva monetaria.


[Nota: este texto se publicó en Confabulario (suplemento del periódico El Universal) el 30 de septiembre de 2017]

14 de marzo de 2015

Sobre la decepción

La decepción tiene nombres propios. Ciertas personas la encarnan. Generalmente personas cercanas o que pudieron serlo. La amistad es una fe quebrantable. En mi historia el desengaño tiene tres o cuatro nombres. Vínculos de largo tiempo o apenas en gestación. En todos los casos, sujetos a quienes les otorgué diversos grados de confianza que, de un modo u otro, quebrantaron o incluso utilizaron contra mí. También a veces el desengaño toma la forma de la ingratitud: apuestas a favor de alguien que a tus espaldas hace trampa en tu contra. O el caso más doloroso: cuando sin razón de por medio y a través del silencio, un amigo hace de un vínculo duradero, pura lejanía, dejando en profunda sombra lo que un día fue luz.

La pérdida de afectos es un drama íntimo y público: les ocurre a todos en un escenario sin espectadores visibles. Y además es recurrente: cada tanto el ciclo se renueva, como si el desencanto fuese un designio sin fin. Pero no todo desgarro posee la misma profundidad ni duración; cada uno construye su propia naturaleza y adquiere significados radicalmente distintos. Podemos procesar el adiós de distintos modos de acuerdo a si hubo restitución o no, si la sinceridad permitió re-anudar el vínculo o hacerlo jirones por completo, y también en función de cómo la distancia apareció de forma súbita o fue partida gradual. A veces, la violencia de la ruptura es lo que impide recordar ciertos rostros sin resentimiento; o el descubrimiento a posteriori de hipocresías y palabras falseadas. Otras veces son formas de la tontería (inmadurez, ingenuidad y otras deficiencias emocionales) las que gestan el color amargo que adquieren los recuerdos de quien se fugó del nicho que ocupaba en el propio cuerpo. Esa cavidad que no puede ocupar nadie más (pues sólo a aquel le era destinada) es un territorio al mismo tiempo propio y ajeno, hasta que no es expropiado por quien decidió abandonarlo, cambiando su condición de nativo para convertirse en desertor.

Traición y tradición tienen el mismo origen etimológico: del latín traditio, traditionis, implican entrega, transmisión. Pero en “traición”, la “tradición” ha perdido la “d” intermedia, y con ella el sentido positivo, cargándose de acusación. “Traición” significa por ello sí entregar, pero al otro bando, al enemigo. Y el enemigo en los vínculos afectivos siempre es la desconfianza, la pérdida de fe en el otro, el abandono de la confidencialidad. El espacio de las confesiones, tan propio de la amistad, actúa como burbuja en el aire: mientras dura es perfecta, hasta que alguien saca la aguja y el mundo se desploma en toda su imperfección. Es como despertar hacia una pesadilla en donde quien nos daba la mano para salvarnos, nos la corta de un tajo para contemplar, sin remordimiento, nuestra caída.

Debería decir aquí que yo también he desertado, huyendo de afectos y de espacios en donde los secretos eran un don valioso proferido por alguien más. Y aunque he intentado subsanar la atmósfera que mi traición contaminó, no siempre esto ha sido posible o fácil. La asfixia deforma, a veces, sin remedio. Difícil describir cómo se modifica la mirada de quien alguna vez confió en ti. Veo los rasgos de mis desengaños en el espejo de esos rostros decepcionados de mí. Es como si la epidermis de una cara se desfigurara, como si una máscara naciera de sus entrañas. Pareciera que uno va por la vida coleccionando caretas intercambiables, como si todo fuese un baile de disfraces en donde los roles se truecan continuamente, y uno por momentos se mueve como el villano infame y en otros como la víctima que corre a consolarse, discretamente, en un rincón del salón.

Puesto que yo he querido ocupar en memorias ajenas un lugar no edificado por la vileza, quisiera tampoco recordar ciertos rostros con resentimiento. Pero no siempre es posible. Ya se sabe que la tirria es una ramificación del cariño y que estar conscientes de ello no asegura que podamos escapar al laberinto del rencor. El resentido ha transfigurado su apego en animadversión, pero no ha abandonado el afecto. ¿Es posible que lo haga? Sólo él puede saberlo. El dolor o la incomprensión nacidos de la deslealtad son trampas difíciles de sortear. Confieso que por mi parte no siempre lo he conseguido. Hay quienes quedan fijos en la parte más oscura de nuestra memoria. Y no podrán fugarse aunque quieran: se quedarán ahí para siempre.

3 de julio de 2013

Breve defensa del bajo perfil

Ahora que ya no tiene prestigio, que ha sido abandonado, que se ha vuelto el hazmerreír de los espacios virtuales, el blog constituye el nuevo sitio de los hallazgos. De algún tiempo a esta parte me parece que todo texto valioso se halla un poco aislado de la esfera pública, o al menos de la escena, del teatro en vigor. Ahí donde no se encuentran los reflectores es donde podemos hallar aquello que todavía no ha sido limitado en su voluntad de emancipación y apertura. Es como si el ojo público tendiera a darle carpetazo a las experiencias valiosas contenidas en las palabras. Alguien dice “éste hace algo que vale la pena” y enseguida las personas voltean a ver al ratoncito que en principio se siente incómodo y enseguida se sienta a sus anchas. Y entonces todo mundo lo ve, pero nadie se entera de qué hacía, ni de qué era “eso” que valía la pena. Están ahí los efectos no deseados del ejercicio crítico: cuando llega a las multitudes, el juicio termina por asimilar la anomalía, por reducir la complejidad de lo originalmente sentido como desafío y liberación. Estamos rodeados de constantes procesos de sustitución y desplazamiento; el reduccionismo sin fin. Una mirada específica lo destruye todo; una exclamación autorizada basta para enterrar el lugar en donde el abismo tenía cabida. Díganle a un escritor que sus palabras cuentan y comenzará a escuchar cómo sus dedos hacen sonar las pocas monedas de su bolsillo; esto, mientras retoca su nuevo look frente al espejo. Yo diría que en eso consiste “clausurar”, en abandonar el espacio vivo y de algún modo ensombrecido, para dejarse ocupar por la luminosidad de los aplausos colectivos. Acaso sea un proceso natural tal exilio del espacio que nos habita (todos hemos dejado de ver a amigos esenciales, por ejemplo; y todos, en algún momento, protagonizaremos los funerales de nosotros mismos). Y justo por ello debiera ser una lucha continua mantener el bajo perfil e instigar al ego a no desbordarse en arrebatos festivos. ¿Acaso no es verdad que, para evitar la repetición de fórmulas banales, habría que conservar la imposibilidad como horizonte? O dime tú, escritorcillo, ¿qué sentido tiene a la larga inscribir el propio destino en querellas inoperantes? Por eso digo que mantener un blog, en estos días en que se ha declarado su muerte, en que ha perdido todo vestigio de moda, puede ser para algunos perseguir un afuera. En todo caso, y en el espacio que sea, la intención debiera ser reproducir la anomalía. Seguir volcado a generar experiencias de inadecuación y contrariedad. Sólo así se puede evitar el hastío, salir de los convencionalismos y las rutinas. Claro, esto sólo se logra fugazmente, de modo efímero, durante los breves instantes que dure la escritura o la lectura. La liberación es, a fin de cuentas, una experiencia breve, transitoria y perecedera. Por eso mismo, si la incomodidad es un lugar ilusorio, siempre es un lugar vivo.

21 de febrero de 2013

Voluntad de escándalo

¿De dónde surge la necesidad de sostener la cordura, cuando es justo eso lo que se ha fracturado, cuando aquella normalidad se ha roto de manera instantánea? ¿Por qué la determinación instintiva de seguir con la rutina cuando la insensatez ha invadido cada poro del día? ¿Cuál es el sentido de esa inercia irracional que lucha en contra de toda evidencia: la descomposición estomacal, la mirada aturdida, el temblor de la voz? Sales de ahí, cruzas la calle y reportas la tarjeta bancaria, das de baja la línea del celular, contestas una encuesta telefónica; y en seguida, decides dar asesorías, dictar una clase, resolver otro trámite. Y en medio del automatismo, un relámpago ruinoso te asalta sin coraza alguna: la indefensión, el desabrigo, cierta orfandad se instala en lo más íntimo de tu rostro y te acompaña el resto de la tarde -mientras lees con indiferencia un texto más, mientras ingieres un par de aspirinas, mientras manejas sin documentos… Y es ahí que la voluntad de escándalo te deja frío y solo. ¿Por qué asumes lo vivido como si fuese un suceso menor, como si no hubiese en efecto ocurrido, como si el miedo y el desamparo no pudiesen ser acogidos por quienes te hablan sin conocer tu pasado inmediato? ¿Por qué lidiar de manera aislada con aquellos rostros y aquellos gritos, por qué no hablar de la sombra de hierro que pudo incrustar su veneno en tu pecho? Y sabes que en tu ciudad el escándalo es rutinario. Y sabes que en tu ciudad el escándalo es necesario.

11 de febrero de 2013

La iglesia y el tacto

La iglesia es un abuso de la fe. Imposible creer que el misterio tenga intermediarios. ¿Será posible hacer del asombro un aprendizaje?, ¿recuperar la intuición lúcida?, ¿apostarle todo a la sorpresa? ¿Se puede aprender a esperar lo inesperado? Insostenible. No se puede administrar lo imprevisto, lo que resulta in-esperado. El asombro es una explosión que nos cercena las manos. Es la ira de dios experimentada por lo humano… Asombros que desmantelan instrumentos sobrevalorados. Milagros que remarcan la inutilidad de la dicha, el feliz sinsentido de la dicha. Sin pasmo, sin capacidad de fascinación, nos sería imposible desear, proyectarnos otros, tener esperanza –esa hija de la estupefacción, esa heredera de la extrañeza y lo inadvertido. Sí, la esperanza –esa loca encerrada en la casa de al lado. Hablo de maravillas y de embrujos. Hablo en suma del misterio, otro de los nombres que le damos al tacto.

31 de enero de 2013

Why not [collage de citas]

 Some men see things as they are and ask why.
Others dream things that never were and ask why not.
George Bernard Shaw

La memoria es el imperio del azar. Esta tarde han venido a mí, como aturdiéndome cual tábanos irresistibles, diversas frases que poseen en común un mismo hilo conductor: el poder de la imaginación, el sentido utópico de las cosas, lo imposible dentro de lo posible. Van en serie:

“Lo que existe no puede ser verdad” (Ernst Bloch)
“Lo posible es una tentación que lo real termina siempre por aceptar” (Gaston Bachelard)
“La imaginación es un desafío del hombre a la realidad” (Horacio Cerutti)
“Lo posible es sólo una provincia de lo imposible/ un área reservada/ para que lo infinito/ se ejercite en ser finito” (Roberto Juarroz)
“Lo que es no tiene más derecho a ser que lo que no fue pero pudo ser” (Bolívar Echeverría)
“Más alta que la realidad está la posibilidad” (Martin Heidegger)
“Es buscando lo imposible que el hombre siempre ha realizado lo posible” (Mijaíl Bakunin)
“La Esperanza es la progenitora de numerosas certezas en potencia ... la Esperanza es la encarnación de la alteridad” (Ágnes Heller y Ferenc Fehér)

Como se ve, me la he pasado las últimas horas con la sensación insana de que siempre vivimos en función de deseos y carencias, de tiempos y lugares imaginarios, sin los cuáles sería difícil concebir lo que en efecto somos. Como si este instante y este cuarto sólo existieran en relación con otros instantes y otros cuartos posibles, como si estuviéramos atrapados al interior de un universo escheriano en donde la especulación vale más que la actividad corpórea. Quizá por ello Julio Cortázar lanzó ese exhorto a dejar atrás el ayer como si se tratase de un lugar habitado: “Lo cierto es irse. Quedarse es ya la mentira", escribió. Y no sé, quizá sea válida esa intuición. Quizá todo lo que importa tiene esa dimensión espacial, como si sólo pudiésemos crear sentidos de pertenencia respecto a lugares afectados por nuestros anhelos y por nuestros miedos. Como si la vida fuese la suma de una serie de geografías íntimas, mapa-mundis afectivos plagados de callejones prodigiosos y de explanadas terroríficas. “Vivimos en el fondo de un infierno, cada instante del cual es un milagro”, escribió desde su subterráneo optimismo Emil Cioran. Y supongo que tenía razón, que nuestra identidad es un averno con vasos comunicantes que nos conectan con otros cosmos más beatíficos. Vivimos la versión bizarra de otro mundo, ese sí, paradisiaco. O para decirlo con las palabras inquisidoras de Aldous Huxley: “¿Cómo sabes si la Tierra no es más que el infierno de otro planeta?”

Pero en las palabras de Huxley está otra vez la tentación de buscar algo fuera de la vida, postergando el presente en aras de un futuro inexistente, de un espacio vacío. Y quizá no sea ese el método. Quizá las geografías afectivas a las que me refería están diseñadas por un urbanista interior que no ha conocido sino pasiones terrenales y delirios concretos. Tal vez lo imposible pueda ser una provincia de lo posible y no la cárcel que a veces la imaginación proyecta hacia el futuro, encerrando la vitalidad del presente en una celda de promesas falaces. “Hay otros mundos, pero están en éste”, escribió Paul Éluard. Quizá por ello la definición de Maurice Merleau-Ponty: “La verdadera filosofía consiste en aprender de nuevo a ver el mundo”. Y quizá por ello la advertencia en verso de Emily Dickinson: “Multiplicar los muelles, no disminuye el mar”. Y quizá también por ello la propedeútica de Italo Calvino: “reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio”.

Escribo estas palabras sobre mundos potenciales y futuros peligrosos desde un cuarto insensato, que a nadie importa pero es mío. Un lugar de mi geografía íntima plagado de repeticiones: los mismos autores, los lugares comunes habituales. Y aunque me repito, del inmenso azar que es la memoria me llega otra frase de algún modo redentora, que me exime del rencor que cierto país me genera cada vez que lo observo con un poco de detenimiento: “Digamos que uno no tiene por qué amar aquel lugar al que pertenece, sino que uno pertenece a los lugares que ama” (José Manuel Fajardo). Y así, un poco más sosegado, decido apagar la pantalla e irme a recorrer otra realidad, en esos laberintos que algunos llaman "sueños" y otros "puertas falsas", "subterfugios", "fábulas".

13 de septiembre de 2012

Tedio y frenesí: la cartografía onírica de Nuria Fragoso




“quizá el punto está no en la cosa o las cosas que se trafican, se tratan, se especulan,
sino en el espacio, el momento, el lapso entre unas y otras … en la pausa en que tienen interés
dado que no se ha consumado … dado que no se ha ejecutado
el intercambio, el reemplazo, el relevo

Diego A. Lagunilla, “Tráficos”


¿Es posible la calma en la ciudad? ¿Es posible rastrear los patrones que el chilango promedio pone en juego a la hora de habitar el espacio urbano? “El tedio es el umbral de grandes hechos” escribió Walter Benjamin en las notas a su proyectado Libro de los pasajes. Los habitantes de las grandes metrópolis de principios del siglo XXI pocas veces estamos concientes de este hecho. Dejamos pasar la vida como si el estrés fuese el método para alcanzar el bienestar. En medio del tráfico o enfrascados en la espera de algún trámite, nos impedimos dar un paso más allá del tedio, no somos capaces de abrazarlo para luego, de un puntapié, lanzarnos al vacío de lo insólito. ¿Por qué ocurre esto?, ¿cuál es la razón de que no nos atrevamos a contemplar la vida como un lugar repleto de continuos asombros?




Estas preguntas me envolvieron al presenciar un performance en el Zócalo de la Ciudad de México hace un par de años. En ese gran páramo que sigue siendo el centro simbólico del país, una noche de enero de 2010 se puso en marcha un experimento que buscaba comprender, de algún modo, la manera en que los habitantes de una megalópolis le otorgan sentido al tiempo cotidiano y se perciben a sí mismos en medio del espacio público. La idea era simple, mas no por ello infértil: durante 24 horas un grupo de artistas, coordinados por Nuria Fragoso, se dedicarían a trazar “un mapa de presencias”, no de todos los transeúntes que recorrieran la explanada capitalina, sino sólo de aquellos que por algún motivo hubiesen decidido detenerse, hacer una pausa, en medio del caótico y veloz fluir urbano.


¿Cómo nos relacionamos con los cambios que sufre nuestro entorno? Observar la reacción de quienes se volvieron partícipes instantáneos del hecho colectivo fue fascinante. El pasmo o la extrañeza, la estupefacción e incluso el pudor, no se hicieron esperar. Lo que se lograba, en principio, era modificar la autoconciencia sobre esa brevísima y transitoria experiencia de haber hecho un alto en medio de la ciudad. Al marcar con líneas de cal un cuadrado alrededor del sujeto o del grupo de personas intervenidas, cada quien de algún modo se percataba de la huella que su presencia podía dejar en el espacio, así como del vacío que al irse dejaba tras de sí. Su estar en la ciudad había quedado registrado y el tiempo que dedicaron a detenerse había generado una marca, se había convertido en un paréntesis en medio de su rutina diaria. De algún modo, la ciudad los había vuelto fantasmas.


A la manera de quienes padecieron los experimentos del interaccionismo simbólico, algunos transeúntes, a partir de lo que les acababa de ocurrir, comenzaron a percibir su rededor de otra manera. Al menos esa fue mi impresión. Conforme pasaban los minutos y las horas, el Zócalo se fue convirtiendo en un gran mapa de ausencias, una cartografía de espacios vacíos, como si hubiese quedado fijada en la memoria del espacio, la placa fotográfica de los citadinos que estuvieron ahí. El registro de lo ocurrido constituía una suerte de negativo de las presencias cotidianas que, por sí mismo, hablaba ya de la ruptura del frenesí: al menos coyunturalmente el horror urbano se suspendía. Era ese, acaso, el retrato de nuestro tedio, la pausa que por algunas horas logró romper el nervioso y alienante furor citadino.


El performance de Fragoso, además de construir una cartografía física sobre un territorio específico, se completaba a través de otro registro, el de los puntos marcados en un localizador GPS, el cual funcionaba como traductor para generar otro mapa, en este caso conceptual y que puede apreciarse en la web: http://decartaygrafia.blogspot.mx/ La intención de fondo consistía en rastrear, de este modo, los usos personales que hacemos de la ciudad. Ya no hablar del Zócalo en los términos habituales, en relación con los significados que usualmente le atribuimos (un espacio regulado por el nacionalismo y la política tradicional), sino poner al sujeto en el centro de la acción y dejar que sus pasos y pausas hablen por ellos. Al idear su proyecto, la artista se preguntaba: “¿Es posible que el espacio público te llame a estar contigo? ¿Curiosamente a estar solo, donde no lo estás?” La utopía del proyecto consiste en suponer que a través de la geografía delineada puede hallarse un modo nuevo de trazar ciertas rutas, trazos a partir de los cuales los individuos delimitan un tiempo personal, un centro para la espera, el ocio o el tedio.


Recuerdo aquel día y algunas oposiciones me vienen a la cabeza: tránsito vs. inmovilidad, pausa vs. inercia. De cierta manera, Fragoso buscaba poner en tensión esas dos experiencias urbanas que son el tedio y el frenesí –dos polos opuestos de la cultura urbana, frente a los que a diario debemos elegir. Me parece que al hacerlo lo que logró fue crear cierta atemporalidad a través de un registro, paradójicamente, dinámico. Esto es claro cuando uno ve el video que surgió de tal experiencia. El mismo comienza al interior del metro, empleando una focalización por decirlo de algún modo, nerviosa. Esto cambia cuando inicia el performance: ya no se trata de imágenes en movimiento, sino de fotografías fijas (con breves secuencias de time lapse que agilizan la narrativa). Lo interesante es que de algún modo, también ahí se privilegia el tiempo muerto de la narración. Si pensamos que todo comentario sobre la realidad constituye una intervención reflexiva, una especie de pausa durante la cual se crea un vacío gracias al cual la historia se detiene, podemos entender la perspectiva ideológica de la artista.


Como lo dice su nombre, “La pausa” se trata de un ejercicio estético en contra de la velocidad. Y en algún sentido, una crítica a las erosivas dinámicas de la economía y a la lógica instantánea de los medios. Al hablar sobre el uso del control remoto, Beatriz Sarlo en sus Escenas de la vida posmoderna afirmaba que en la televisión existe una “variada repetición de lo mismo” y que por ello, “la velocidad del medio es superior a la capacidad que tenemos de retener sus contenidos”. Desde la perspectiva de Fragoso, si no creamos vacíos en medio de un mundo vertiginoso e inasiblemente veloz, seremos incapaces de comprender nuestro entorno, pues seguiremos sometidos a los impulsos inconscientes de la ciudad –que como se sabe se perciben como continuos, irrefrenables y repetidos.


Aquel enero de 2010, en el Zócalo había parejas y solitarios en busca de parejas. Grupos de amigos y niños; ambos jugando desde su ombligo del mundo. El tiempo fluía hasta volverse tedio, apertura, vacío. Algunos padres cargaban a sus hijos. Policías y barrenderos también se detenían, y eso los colocaba fuera de contexto. Pero eso sí, por alguna razón la actitud constante dejó de ser la prisa; predominaron la espera y también algo inesperado: la contemplación. Gracias a una especie de fuga, el lugar pudo volverse otra cosa: un espacio onírico que provocaba, en la mirada, pleno disfrute. El piso, con su característica superficie grisácea, dejo de ser algo enlutado. Semejaba una especie de friso con múltiples puertas dibujadas. O un cuadro de arte abstracto que privilegiaba las formas geométricas… ¡un Kandisnky urbano! O un lugar cuyo ambiente prefiguraba lo espectral. En cualquier caso, algo se había transfigurado en ese escenario que, por más habitual, se había vuelto irreconocible y feliz.




La Pausa. Un mapa de presencias en el Zócalo de la Ciudad de México
Performance de Nuria Fragoso
Zócalo de la Ciudad de México, 22 de enero de 2010.
Fotografías de: Carlos A. Altamirano, Eduardo Lemus, Nuria Fragoso, Isabel García, Nayla Altamirano y Awen Southern.



[Nota: una versión de este texto apareció en la revista Replicante, 10 de septiembre de 2012.]

7 de septiembre de 2012

Contra la banalidad

Aunque resulta obvio, no quiero dejar de decirlo en un contexto en donde las opiniones se vierten a la menor provocación: pocos son los que ejercen, de manera cotidiana, juicios de valor que permitan análisis complejos de la realidad, buscando construir perspectivas autónomas para explorar, de manera creativa, los fenómenos y los conflictos del mundo.

Lo digo con ánimo provocador o en todo caso, agonista: no es una buena señal de tu capacidad crítica hablar desde la desinformación, sin explorar y cuestionar los puntos de vista, los supuestos ideológicos y los intereses que están detrás de cada enunciación, evitándote la tarea de examinar su forma o de historizar el contexto y la coyuntura en que ésta se expresa e inscribe.

Tampoco habla bien de tu habilidad para el análisis repetir las narrativas más habituales, maniqueas o simplificadoras, los lugares comunes, en torno a los fenómenos más diversos o los conflictos más multifacéticos que tienen el milagro de ocurrir frente a tus ojos.

Y tampoco resulta un elogio de tu horizonte ético priorizar tus intereses particulares (muchas veces cortoplacistas, circunstanciales y hasta mezquinos), al interés, más general y humanístico, de privilegiar la comprensión sobre el juicio, el debate sobre el monólogo y la pluralidad de perspectivas sobre la verdad irrefutable.

En su lugar, me parece, habría que opinar, buscando abrazar las funciones más valiosas de la crítica: proponer, por ejemplo, maneras de leer que vayan más allá de los usos oficiales de aprehender lo real; actualizar el debate que nos permita resguardar aquello que en un momento dado se halla en peligro; contribuir, como afirma Steiner, a la inteligencia moral de la época; ofrecer, desde nuestra subjetividad, experiencias que permitan lidiar con las afecciones vitales que toda crisis genera; y abrir, por último, las puertas a la alteridad.

En este sentido, diría que aprender a leer el mundo y hablar sobre él implica poner en duda la propia percepción. Me parece que no hacerlo es establecer un compromiso con la ingenuidad, la mediocridad o el conformismo.

18 de agosto de 2012

Servidumbre y complicidad


En un cuento de Borges, se describe así a un personaje: “era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres”. Tal condición esquizofrénica me resulta familiar. Sentirnos, a la vez, libres y esclavizados forma parte de las formas de vida contemporáneas, al menos para quienes gozamos de la hipocresía liberal.

Desde hace tiempo gira en mi mente una reflexión que atañe a lo que podría considerar como mi origen clasemediero: la percepción de que la servidumbre, en tanto sinónimo de sujeción, es uno de los tópicos que difícilmente desaparecerán en las sociedades modernas, ya sea como criterio de estatus o como fundamento de autoridad. Sospecho que tal idea es la que dio origen (a mediados del siglo XVI) a ese famoso ensayo anárquico de Étienne de La Boétie, el cual constituye un llamado a ir en contra de la propia esclavitud: Discurso de la servidumbre voluntaria. Un siglo después, el propio Pascal llegó a afirmar que la incapacidad para dominar las propias pasiones implicaba no sólo servidumbre sino vergüenza.

Con ello en mente, se me ha ocurrido un nuevo ciclo de cine propicio para pensar el tema. Tendría que ver no necesariamente con aquellas películas en donde la servidumbre se constituye como personaje principal (como en The remains of the day, de James Ivory), sino en donde la servidumbre se concibe como escenario en cuya complicidad se gesta cierta autonomía, cierta búsqueda por la destrucción de los lazos de autoridad. En ese sentido, el ciclo podría llevar como epígrafe la frase que pronuncia uno de los personajes de Tolstoi, en Ana Karenina: "al suprimir la servidumbre nos han quitado la autoridad". Hasta el momento estas serían las películas que incluiría en el hipotético maratón cinéfilo:

The cook, the thief, his wife & her lover (El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante), de Peter Greenaway
Gosford park (Muerte a la medianoche), de Robert Altman
Festen (La celebración), de Thomas Vinterberg
Yes, de Sally Potter
Crash (Alto impacto), de Paul Haggis

La idea de propiedad, por supuesto, es lo que debería estar en el centro de la atención a la hora de atender a dicho ciclo. Y una lectura podría propiciar fructíferas discusiones: “La producción del arte y de la gloria” de Bertolt Brecht. Desde ahí, lo que para mí resultaría imprescindible sería pensar la servidumbre ya no sólo como relación social que genera subordinación, sino como un lugar de eclosión, como un punto crítico desde el cual es posible mirar y denostar las formas de construir prestigio. Me parece que en estas películas se generan, desde la noción de servidumbre, vínculos que pretenden o logran trastocar las relaciones (materiales) en las que se sostienen las hipócritas ideas de autoridad y de reputación que siguen vigentes en nuestros días. Como escribió Julio Ramón Ribeyro: “toda adquisición es una responsabilidad y por ello una servidumbre”.

31 de enero de 2012

La literatura es un cordón umbilical

La expresión literaria es el resultado de un hallazgo cuasi arqueológico: el escritor devela palabras soterradas por el tiempo, palabras que al ver la luz, nos muestran otro ayer y alumbran otro hoy. El escritor practica así, una especialidad de la nostalgia: no hay palabras que no provengan de la memoria, como no hay afectos que no provengan en alguna medida del útero materno. La literatura es un cordón umbilical que nos conecta con los muertos. Pero también es otra cosa: un puente utópico. Cuando el pasado resucita, adquiere un nombre nuevo. Cada frase está constituida al mismo tiempo por los restos de un universo perdido y por los paisajes de un horizonte por-venir. En cualquier caso, lo desconocido (el ayer soterrado o el futuro incierto) es lo que alimenta la expresión literaria y su extrañamiento perpetuo. Escribir es, así, ver lo real desde otro lado, es proyectar un reflector distorsionado sobre el mundo. Escribir es un desajuste, pero ese desajuste no nace de la nada; surge de una resurrección. Cada palabra posee una historia y una vitalidad incontenible. Las palabras están siempre inquietas como también es inquieta la Historia; aún antes de llegar al mundo buscan renacer; o para decirlo pronto, buscan ser escuchadas. La creación es arqueología auditiva en busca de una visión radical o impura, foránea o excepcional. Las palabras encierran significados latentes que provienen de su vida anterior y promueven una mirada extrañada o deforme en torno al presente, una mirada que tiene, como todo recién nacido, hambre de futuro.

28 de noviembre de 2011

El disfraz de la ansiedad


Recién leí que durante la etapa del sueño denominada REM (lapso en que se presentan los sueños más vívidos y emocionales), el cerebro segrega sustancias que provocan la parálisis del cuerpo mientras estamos dormidos, con la finalidad de que no reaccionemos ante las alucinaciones oníricas y no nos provoquemos un daño actuando en función de las mismas. (Así, ciertos casos de sonambulismo se explicarían por la falla de aquellas glándulas encargadas de este proceso de auto-preservación.) A veces pienso que algún sistema parecido deberíamos tener respecto a la realidad, un mecanismo para protegernos de la misma o evitar que nos desplazáramos en ella, un modo de combatir las fuerzas externas. Por desgracia, no es así. Paul Valéry escribió que “lo real es aquello de lo que no es posible despertar”. En cualquier caso, cuando estamos dormidos, de algún modo las quimeras nos protegen del mundo, pero nos dejan a la deriva en medio de otro universo quizá más inexorable y acaso más providencial.

El sueño nos impone una realidad inapelable, una trampa de cuyos redes nos es difícil escapar. ¿Cuántas veces no hemos sentido, al interior del cosmos onírico, la incapacidad para llevar a cabo un objetivo fijo o la incompetencia para desarrollar una tarea, a pesar de que se trate de una actividad totalmente cotidiana: amarrarse un zapato, apagar la luz, llegar a casa? Probablemente, la impotencia sea uno de las sensaciones más generalizadas que padecen los durmientes. Pero no siempre es así. Se ha demostrado que si durante veinticuatro horas a un sujeto lo privas de agua, soñará con la misma aunque no relacionándola con la sed, sino formando parte de sus contextos oníricos: caminará frente al mar sobre la playa, nadará por muchas horas en una alberca, observará peceras inmensas. Si los sueños nos imponen un orbe en que la voluntad nos es arrebatada, también a veces nos permiten evadir las carencias e incluso disfrutarlas. En ese sentido, las fantasías que experimentamos estando dormidos, además de magníficas conversaciones con el monstruo interior, son el perfecto disfraz de la ansiedad.

19 de junio de 2011

MONSIVÁIS, ESE DESCONOCIDO (Crónica de un desayuno)

Caricatura por: El Fisgón


Lo conocí en Monterrey. Coincidimos en la presentación de un libro que yo había escrito sobre su obra. Al concluir el evento, me invitó a desayunar para el día siguiente. Recuerdo aquella mañana como un territorio repleto de asombros. Lo que me sorprendió en principio fue su calidez; los rumores que había escuchado lo tenían situado en mi imaginario como un personaje de ánimo mordaz, cuyo temperamento podía llegar a la maledicencia y lo voluble. Mi impresión fue toda la contraria. Luego de apreciar su interés concentrado por lo que yo hacía (“¿tu nombre es hebreo verdad?, ¿tu familia es protestante, cierto?”) y al observarlo firmar autógrafos con paciencia, su imagen se transformó en mi mente. Todos lo reconocían y él se mostraba accesible, sobre todo con los meseros, quienes buscaban una fotografía con el personaje famoso. Sin duda, era una especie de movie star de la cultura mexicana, un escritor incansable cuya omnipresencia en los medios lo había catapultado a la condición de ícono, al mismo nivel de aquellos personajes que solía retratar en sus crónicas: El Santo, María Félix, Juan Gabriel…

También me sorprendió lo que fue característico de su sensibilidad: un jocoso sentido de la ironía que le permitía defenderse del mundo, expresado con la más absoluta seriedad. Quien lograba descifrar sus burlas y entendía que muchas de sus afirmaciones eran espontáneo humor, podía colarse en su círculo de afines; se volvía cómplice instantáneo. Entonces, sólo entonces, Monsiváis sonreía. Al hablar sobre los jóvenes escritores mexicanos, me dijo: “sí, claro, de vez en cuando alguno se me acerca, me pronuncian su nombre y yo los saludo con mucho, mucho respeto y cortesía”. Y más adelante, cuando le pregunté qué le pareció el libro que había escrito yo sobre él, me respondió con su habitual autoescarnio: “Si te digo que me gustó, vas a pensar que soy un egocéntrico. Si te digo, en cambio, que me disgustó, dirás que soy un desagradecido. Para escapar de esa disyuntiva atroz, sólo puedo decir que casi me convences de que vale la pena leerme”.

Otra fascinación durante aquel desayuno: la risa hilarante que Monsiváis provocaba solía surgir en un contexto repleto de referencias y citas, tanto eruditas como populares. La memoria monsivaíta era un asunto casi sobrenatural, muy parecida al caso de Borges y Arreola. En medio de la conversación, Mr. Memory (así lo apodó Sergio Pitol) solía hacer referencias a la escena de una película, la anécdota sobre algún político o la estrofa de una canción: “¿Eso que se escucha al fondo es la melodía de Beso asesino, el bolero de Pepe Domínguez?” Hablaba de escritores latinoamericanos recónditos, de cierta historieta desaparecida en los años treinta o introducía de improviso, cuando se acercaba otro fan, un verso de Pellicer: “¡Cuándo vendrás, oh vida, a resguardarme / de los ágiles robos que enriquecen / el silencio que tú no puedes darme!” Es claro que le encantaba la trivia, la ejercitaba como un deporte de lucidez y como un espacio de divertimento. Su obra lo demuestra: está repleta de citas escondidas, como si fuese una suma de acertijos alegres que retan al lector y lo impulsan a un aprendizaje sin fin.

Otro detalle, acaso pueril, me provocó también asombro aquella mañana: su manera de comer. Se sirvió del buffet del hotel un plato con sólo dos ingredientes: frijoles y melón. Mezclaba ambos alimentos y así los digería. Verlo me pareció al mismo tiempo grotesco y llamativo, otra más de sus heterodoxias, porque si algo llegó a definirlo fue eso: su voluntad excéntrica, su ansia de rebeldía. Desde su autobiografía precoz (escrita a los 28 años de edad) se asumió así, como un marginal frente a una sociedad poco tolerante a la diferencia. Su origen protestante, su preferencia homosexual y su vocación literaria (en una nación altamente católica, homofóbica y antiintelectual) lo llevaron a defender los derechos de las minorías, a las que consideró agentes de cambio y espacios donde la libertad era posible. En una entrevista, ante cierta pregunta sobre su excentricidad, respondió “si ser excéntrico es hacer aquello que la media del país no hace, entonces sí lo soy: leo libros y hablo de ellos; en una nación como la nuestra eso resulta muy excéntrico”. Para Monsiváis, tener comportamientos marginales constituía una crítica frente a la realidad mexicana y su modo aletargado, autoritario y unívoco de concebir cómo debe experimentarse la vida. Por ello, en el recuerdo, celebro aquel desayuno extraño, anfibio y heterodoxo.

Una de las preocupaciones que surgió de manera repetida durante esa plática fue la ausencia de una cultura crítica y cívica en México. Monsiváis se quejaba de ciertos públicos que en ocasiones debía enfrentar: no entendían sus ironías, se quedaban instalados en la seriedad o la estupefacción. Según él, además del rezago educativo, eso también se debía a la dificultad de nuestra cultura para vincular libros y diversión, a nuestra tradición solemne que difícilmente asume la crítica y la risa como valores catárticos y propositivos, y por lo mismo, no valora la inteligencia. “El humor es un aliado de la inteligencia, mientras la solemnidad es una forma de neutralizar su poder corrosivo”, me dijo. En ese momento me explique el porqué de su fascinación por la sátira anglosajona y el cine mudo, tan propicios para la comedia, la invectiva y el sarcasmo. También recordé una de esas típicas declaraciones que lo hicieron famoso. El entrevistador le preguntó: “Si mañana fuera elegido presidente de la República, ¿cuáles serían las tres primeras cosas que haría?” Monsiváis contestó enseguida:

La primera, organizar para el día de la toma de posesión un carnaval en donde cada uno de los mexicanos se disfrazara del personaje que más detesta. Eso sería, desde el punto de vista psicológico, visual y cultural, muy interesante, y nos permitiría ver a millones disfrazados como el presidente anterior, millones como su vecino, su marido o su esposa. La segunda, obligar a que todos los discursos que se pronunciaran en esa solemne ocasión fueran cantados. Creo que uno de los grandes escollos de la vida política es que los discursos son hablados y no cantados. Si se atendiese más al aspecto operático, zarzuelero o de comedia musical de la política, los resultados serían más notables. Y la tercera, una vez que el carnaval hubiera alcanzado su apogeo, firmar mi renuncia irrevocable. Mi mandato duraría 24 horas.

Como se ve, para Monsiváis la ciudadanización del país implica desmontar la solemnidad, hacer trizas el acartonamiento político y ridiculizar las pretensiones demagógicas, actitudes todas surgidas del miedo a la crítica. Su columna Por mi madre, Bohemios fue una clara muestra de esa intención. Si el humor logra bajar del pedestal a quienes detentan distintas formas del poder, deja entonces de ser sólo un divertimento y se convierte en el método más efectivo para eliminar las jerarquías y crear conciencias autónomas. “La risa como metamorfosis del lector en librepensador. Esa fue mi consigna”, dijo, mientras se llevaba un melón enfrijolado a la boca.

Antes de conocerlo, me ocurría tener la impresión de saber ya quién era. Lo había leído hasta el cansancio y sin esperanzas de terminar todo lo que de su pluma había brotado: demasiadas cuartillas repartidas entre crónicas, artículos, prólogos, ensayos, ponencias y libros publicados. Una escritura inagotable, un polígrafo sin fin. Cada vez que comentaba con otros esas lecturas, resultaba que no coincidían mis juicios con los de mis interlocutores. Ellos lo habían escuchado en una entrevista y les parecía que estaba equivocado respecto a cierto juicio o afirmación. El fenómeno recurrente es que no lo habían leído. Poco a poco, me fui dando cuenta que Monsiváis, si bien era famoso, también era un escritor de pocos lectores o con malos lectores. El personaje era tan popular, que pocos se tomaban la molestia de ir a sus libros ‑en todo caso, alguno era asiduo a sus columnas periódicas. Monsiváis era, por lo que veía, un verdadero desconocido. En aquel primer encuentro, le pregunté al respecto; quise saber qué opinaba sobre la recepción de sus libros. Su desinterés en darle trascendencia a su propia obra salió a la luz: “Hablar de mí me resulta devastador, es una suerte de suplicio”. Sin embargo, estaba consciente del hecho. Ya en la década de los años setenta decía esto sobre el asunto:

Es muy entusiasmante publicar un libro porque, quieras o no, arribas a la contrición auténtica. No deja de conmover enterarte de que no saben qué publicaste, de que si saben no te han leído, de que si te han leído no te entendieron, y de que si te entendieron captaron tu verdadera naturaleza superficial y derivativa. Es una perspectiva conmovedora porque aceptas como insostenible cualquier presunción personal… Yo era bastante vanidoso antes de publicar. Ahora me he vuelto la humildad desaforada.

A unos pasos de nuestra mesa, se hallaba otro escritor: Emilio Carballido, ya en silla de ruedas, quien había ido a Monterrey a presentar el último número de la revista especializada en teatro que dirigía, Tramoya. Monsiváis se levantó a saludarlo. Al regresar, me dijo: “a pesar de la edad, mantiene toda su lucidez”. Mostró un gesto de pesar. “Uno no envejece solo, como suele decirse. Uno envejece con su generación. José Emilio, por ejemplo, se ha vuelto muy hipocondríaco. Cuando hablo con él, me cuenta del enfisema que padecen sus dedos del pie”, ironizó. “Me duele ya no poder hablar con Pitol por teléfono”, y por primera vez, Monsiváis se quedó en silencio.

Desde aquel desayuno, las cosas han cambiado mucho. Monsiváis dejó de existir y Monterrey dejó de ser una ciudad abierta para convertirse en una ciudad intramuros (donde el espacio público se halla secuestrado). Dos acontecimientos dolorosos que quizá explican porqué la última vez que fui a esa ciudad, me pareció un lugar difícil de asir, un espacio que sólo podía caminarse como si fuese uno un fantasma.

Muchas veces para lidiar con la ausencia, sólo nos queda el recuerdo. En el caso de Monsiváis, no ocurre así. Pervive y sobrevive en sus textos. Por lo demás, parecería que sigue escribiendo, cual espectro con energía inagotable: en este año ha publicado más que la mayoría de los escritores mexicanos vivos. Desde que murió han aparecido al menos tres nuevos libros suyos: Historia mínima de la cultura mexicana en el siglo XX (Colegio de México), Democracia, primera llamada. El movimiento estudiantil de 1968 (Secretaría de Cultura de Colima) y Que se abra esa puerta. Crónicas y ensayos sobre la diversidad sexual (Paidós/ Debate feminista). Además, la editorial Debate publicó una antología de sus crónicas bajo el título Los ídolos a nado, y apareció también un libro extraño, pero igual de significativo: ¿A dónde váis, Monsiváis? Guía del DF de Carlos Monsiváis (editado por Déborah Holtz y Juan Carlos Mena), una especie de Guía Roji que da cuenta del bizarro amor de Monsiváis por la Ciudad de México, recuperando algunos de sus más entrañables textos.

Como se ve, a Monsiváis le ocurrirá lo que a Alfonso Reyes: seguirá escribiendo por muchos años. Hace poco, al recibir un epistolario de su abuelo, Alicia Reyes, nieta del escritor regiomontano, dijo: “ay, mi abuelito, sigue escribiendo, no se cansa de publicar nuevos libros”. Para los lectores asiduos de Monsiváis, ese consuelo nos deja: seguramente seguiremos teniendo novedades suyas, recopilaciones armadas a partir de sus textos disgregados. En medio de la dispersión y extensión de su obra (la gran mayoría publicada en revistas y periódicos) faltan muchos otros libros por nacer. Un libro que a mí se me antoja mucho es el que está preparando la Cineteca Nacional, a partir de opiniones sobre cine que solía emitir en su programa El cine y la crítica, que durante años mantuvo, siendo muy joven, en Radio UNAM. Otro libro que se necesita es uno que recopile ese género que practicó cotidianamente y de muchos modos reinventó: la entrevista de autor.

En sus últimos días, Monsiváis escribió con ese optimismo irónico que lo caracterizaba lo siguiente:

Mis profundas disculpas, pero la salud es muy contraria a la cortesía… Mi estado de salud es precario, variable, rotundo y no está ponderado. Si ligo mi salud con mi edad, la encuentro perfectamente normal: si la ligo con el estado que quisiera, es un desastre. Describiría mi vida, vanidosamente, como la de alguien que nunca quiso dormirse en sus laureles porque sufría de insomnio crónico. Ya sin metáforas vergonzosas de por medio, la describiría con el entusiasmo que me causa, a estas alturas, agregar a mi lista otra causa perdida. Espero un pacto, con cualquiera de las potencias celestiales o demoniacas, que me permita preservar un poco leyendo periódicos o viendo algunos dvd antes que lo contenido en el término 'premio' se ajuste a las dimensiones de un féretro. Y sí, sí formulo un deseo: esparzan mis cenizas en el Zócalo para presumir en el más acá o en el más allá de un funeral céntrico.

En una película de Park Chan-Wook, aparece una frase que va conforme al tono que animan esas palabras del cronista: “Ríe y el mundo se reirá contigo. Solloza, y llorarás solo”. Durante sus excequias, una multitud estuvo a su lado. Fue un espectáculo que muy probablemente no le habría gustado protagonizar, pero sí observar. Alguna vez dijo que no tenía sentido “combatir con gestos aislacionistas al diluvio poblacional”, que en todo caso era necesario siempre “hallarle los lados positivos al alud”. Ser solitario que convivía continuamente con las masas, Monsiváis cumplió a cabalidad el estereotipo y el destino del “cronista”: la soledad frente a la multitud, el desconocimiento vs. la fama.

Al decir adiós aquel día en que lo conocí, Monsiváis se despidió con un poco de prisa y con el ímpetu de quien desea seguir atestiguando, solitariamente:

-Me voy al MARCO, hay una exposición que tengo muchas ganas de ver antes de irme.



[Nota: una versión de este texto apareció en la revista Armas y letras, núm. 72-73, julio-diciembre de 2010, pp. 88-91].

14 de diciembre de 2010

Manía y destino del barbado


Nadie está conforme con las cualidades que el destino le otorgó. Recorro mis barbas con los dedos de la mano izquierda. Luego de un rato de juguetear selecciono un folículo negro. Lo separo del resto con la habilidad que trae la maniobra mil veces repetida. Se trata de buscar aquel que en este preciso instante me atrae por una fascinación que no tiene explicaciones racionales. Puede ser el grosor o su longitud, la suavidad delicada o por el contrario su aspereza henchida. Me aseguro de poseerlo sólo a él y con un rápido tirón de uñas, lo extraigo entre el breve dolor y la punzante sensación de alivio.

Lo poso ante mis ojos. Observo su curvatura perfecta, trazo que se reproduce innumerables veces sobre mi cara, cuya falta de expresión permanece oculta detrás del misterio voraz, ese que permite una barba poblada. A esta distancia y ya sin la compañía de sus mil gemelos, el vello pierde sentido, se convierte en nimiedad que nada pide ni expresa. Y sin embargo posee para mí un profundo valor. Por una extraña revelación sé que este ritual repetido activa mi vida, al menos por algún tiempo, hasta que el ansia de arrancar uno más me lleve de nuevo a la manía vital, lo que mueve mis días y le da sentido a mis horas.

Una duda, sin embargo, me atormenta. ¿Qué ocurriría si un día mis barbas dejaran de crecer o redujeran la rapidez de su aparición? ¿Se detendría acaso mi destino de hombre protegido por la precaución? O peor aun, ¿se derrumbaría con ello mi imagen de hombre viril, siempre preparado y resuelto a ejercer la peor de las faenas? Me asusta esa amenaza solitaria y secreta. La certeza de que un día el destino se vengará de los desatinos que ha provocado mi apariencia, con cuya desaparición caería también la máscara de la fuerza. Me atemoriza la caída del ropaje, esa pérdida que, sin dejar dudas, revelaría el pudor y la pena, tan celosamente encubiertos por mí y el espejo.

Ahh.... La tranquilidad vuelve cuando arranco uno más.

30 de noviembre de 2010

Elogio del palíndromo

Me ocurre muchas veces que tengo que explicar mis manías, lo cual no me resulta del todo extraño cuando me detengo a pensar en ellas: ¿quién puede justificar su gusto por caminar apretujado en medio de multitudes anónimas y amenazantes como las que invaden cualquier rincón de esta insondable ciudad?, ¿cómo volver razonable el ansioso delirio de armar rompecabezas no menores de 5,000 piezas en una época en que la impaciencia y la prisa dominan incluso nuestras conversaciones más íntimas? Es claro que resulta difícil argumentar de forma convincente para defender estos caprichos maniáticos que, por supuesto, no terminan ahí: me gusta coleccionar noticias insólitas (“ONU designa a embajadora para alienígenas”), leer los libros menos conocidos de los autores más renombrados (“Crónicas del volcán” de Jaime Sabines, por ejemplo), observar parejas en sus peleas públicas (de preferencia con grabadora en mano), o llegar tarde a una conversación y derivar conclusiones inverosímiles (pero coherentes) de lo apenas escuchado… Quien se atreva a decir que padezco una especie de amor a lo contraproducente y un gusto por la exageración y lo extravagante, es muy seguro que no esté equivocado. Y yo, por supuesto, no tendría por qué negarlo. Supongo que hay algo de pasión enfermiza de por medio en todo lo que hago. Decía Oscar Wilde que “la moderación es fatal” y que “nada ofrece mejores resultados que el exceso”. No sé si estoy de acuerdo con él, pero sin duda mi inconsciente actua siguiendo el sentido de sus palabras.

Hace unos días, un familiar me preguntaba por qué permanecía tanto tiempo sentado en el mismo lugar, frente al mismo cuaderno. Supongo que llevaba varias horas contemplándome. Le respondí, cortésmente, al visitante:

—Estoy intentando hacer un palíndromo.

Su patidifuso rostro me hizo comprender que debía iniciar, irremediablemente, la explicación de otro más de mis enigmáticos y casi esotéricos pasatiempos. Más que intentar una justificación racional del porqué alguien podría dedicar tres horas de su vida a darle existencia a una sola frase, opté por mostrarle algunos ejemplos de eso a lo que me refería:

—Un palíndromo es una frase que puede leerse lo mismo de izquierda a derecha que de derecha a izquierda: Amo la pacífica paloma / Yo dono rosas, oro no doy / Se laminan animales.

—Y eso ¿para qué sirve? –me espetó con un gesto de desprecio.

—En realidad para nada, le dije, salvo como un divertimento y un ejercicio intelectual; supongo que ayuda a comprender que uno puede encontrar asombro y placer en un simple juego de palabras.

—Bueno… ya me voy –me respondió luego de unos segundos incómodos. Se dio media vuelta, se despidió de mi hermana y le dejó un tono desabrido al resto de mi tarde. Ya de noche, tuve una pesadilla muy vívida en la cual dos sujetos, de rasgos similares, discutían de manera delirante, arrebatándose extrañas palabras que pronto descubrí eran palíndromos:

No deseo ese don –decía uno.

Amigo, no gima –buscaba tranquilizarlo el otro.

No traces en ese cartón –respondía, impositivo, el primero.

A ti, mi oso baboso imita –contestaba, desafiante, su interlocutor.

Sorberé cerebros –vociferaba, en tono de amenaza, el más irascible.

A la catalana banal, atácala –ordenaba, el último, dirigiéndose a un perro que se hallaba aburrido en medio de la conversación.

Al despertar pensé en el principal defecto de mi pariente (creer que la intolerancia es señal de educación) y decidí comenzar a escribir este texto, en parte para exorcizar la pesadilla retórica que interrumpió de forma dramática mi descanso, pero también movido por la sana intención de poner en papel lo que no pude decirle a mi insolente concuño, quien me dejó con todas las palabras en la boca cuando de manera intempestiva me dio la espalda. Supongo que esa es una de las ventajas de la escritura: nos regala segundas oportunidades (imaginarias), siempre indispensables ante las afrentas del mundo (real).

Si he de revelar el móvil de mi debilidad por el palíndromo, tendré que comenzar por decir que tiene que ver con la atracción que me provocan los espejos. Desde niño ha sido así. Recuerdo que cuando supe que los vampiros no podían reflejarse en los espejos, éstos me provocaron cierta aversión y temor, pero también fascinación y encanto. Lo mismo me ocurrió al leer la historia de Alicia a través del espejo de Lewis Carrol, la segunda parte de Alicia en el país de las maravillas: asumí que todo espacio reflejante implicaba una especie de pasaje hacia otro lugar, una suerte de fuga, un espacio de entrada y salida. Un escritor argentino, Andrés Neuman, ha dicho que “la literatura cumple la función de las puertas”, nos conduce al lugar preciso (nuestro mundo interior) y nos permite respirar estando ahí (abre ventanas). ¿Por qué hablo de superficies que reflejan, fugas y ventanas? Porque me parece que el palíndromo se relaciona precisamente con esos objetos, se ajusta a sus características y funciones. Intentaré explicarlo.

Un palíndromo es una suerte de juego de espejos. Al leer esta oración nos percatamos: Somos o no somoS. Es una frase, sí, pero es en realidad dos. Se trata de una frase que se duplica, como si estuviese frente a un espejo. El escritor cubano Guillermo Cabrera Infante, quien gustaba mucho de los juegos de palabras, incluye en su libro Tres tristes tigres, una página que simula ese efecto; en ella, las oraciones aparecen impresas de modo invertido, de modo que no pueden leerse salvo si colocamos el libro frente a un espejo. Al hacerlo, descubrimos la intención del autor: no sólo vemos lo escrito, sino también nos vemos a nosotros mismos leyendo (nos incorporamos así a la propia historia). Además de un lector implicado, en esa página Cabrera Infante hace explícita su poética, el tipo de obra que desea escribir: “ver un libro escrito todo al revés, donde la última palabra fuera la primera y a la inversa”, crear “una literatura en que las palabras significaran lo que le diera la gana al autor … que siempre que escribiera noche se leyera día”, de modo que interpretáramos al revés y con ello emprendiéramos un traslado “al otro mundo, a su viceversa, al negativo, a la sombra, del otro lado del espejo…” En las palabras de Cabrera Infante se halla la clave no sólo para entender su estilo, sino para comprender la dimensión estética que tienen los juegos de palabras en general: duplican la realidad y al hacerlo crean una realidad alterna a la cual se puede acceder, leyendo.

Guillermo Cabrera Infante, Tres Tristes Tigres, Barcelona, Seix-Barral, 1995.

Puestas así las cosas, digo entonces que amo los palíndromos porque me permiten cruzar hacia otros mundos. ¿Será esto cierto? Así como al reflejarnos en un espejo no obtenemos la imagen idéntica de nosotros mismos, sino una imagen alterada, una imagen “especular” que nos muestra invertidos, al leer un palíndromo el significado contenido en sus palabras también cambia. Aunque pareciera repetir lo mismo, decirlo dos veces, el hecho de que lo haga la segunda vez de manera invertida, le da al palíndromo una suerte de encanto particular. Más allá del significado literal de la frase, lo que adquiere mayor importancia es el modo en que es transmitido. Eso es lo que nos maravilla y seduce, que el lenguaje se refiera a sí mismo, remarcando su forma: Arde ya la yedra. / Origami: rima, giro. Se trata de un agregado: un sentido poético. Quizá ese sea “el otro lado del espejo”, la satisfacción que provoca la literatura, un placer acaso intelectual, pero tan vital como inevitable: todos en la infancia hemos jugado con las palabras. Esto se debe también a que son una forma de aprender la propia identidad: nos llevan a nosotros mismos (ya se sabe que todo placer es imposible sin autoconocimiento).

Como todo espejo, el palíndromo nos lleva de un modo u otro a conectarnos con nosotros mismos, a reconocer una parte importante de lo que somos: lenguaje dúctil, necesario, abierto, móvil, infinito. Pero también nos extrae de la realidad. Sólo así podemos explicarnos a Narciso, ese personaje mítico que inventó el espejo dándole el carácter de una superficie en movimiento, hallándolo en un río:

Narciso conoce su alma, pero no la forma de su alma; su cuerpo, pero no la forma de su cuerpo. Sabe que su rostro es hermoso, por el efecto que produce en los demás, por la satisfacción personal que este efecto le produce. Pero Narciso no conoce su rostro, su imagen. Un ansia de conocerse lo devora. Narciso se echa a andar en pos de su imagen. Recorre un camino. El camino es un río inmóvil. Distingue un río: el río es un camino que anda. Narciso no quiere perder el tiempo que, sabe, transcurre como el río que se ofrece a sus ojos. Y como anhela ver su imagen, precisamente, fuera del tiempo y del río que fluyen incesantemente, busca hasta encontrar esa parte de la corriente, que en virtud de una conformación especial, forma un remanso. Es éste un lugar en el río y, milagrosamente, fuera del río; en el tiempo y, milagrosamente, fuera del tiempo. Se inclina y el prodigio se hace. Narciso descubre el espejo (Xavier Villaurrutia).

Juan Hidalgo. Narciso, 1990.

Como a Narciso, el palíndromo nos seduce porque de algún modo nos saca del tiempo real y del mundo cotidiano, tal es la virtud del juego: cambia, al menos por un instante, las reglas del mundo. Y en ese sentido, la actividad lúdica tiene una función restauradora; nos transfigura. Octavio Paz, al hablar de los métodos para llegar al éxtasis, es decir, para salir de uno mismo, se refería al amor, a la fiesta, al sexo, a las drogas, al sueño y a la poesía. En todos ellos el juego aparece como un vehículo esencial. Y también transgresor. En el palíndromo esto se conjuga. Hay algunos llenos de gracia, que incluso colindan con la frontera del absurdo: Ore paranoica grupera, daré purgación a rapero. / Amalia, la deseosa, asó ese Dalai Lama. Podría decirse que se trata de mecanismos del propio lenguaje para auto-renovarse, como cachetadas que lo despiertan de su tedio. En su cuaderno de apuntes, Elías Canetti escribió dos entradas que cuando las leí me remitieron de inmediato a los palíndromos, como si estuviese definiendo sus funciones. Esto escribió: “Manual para olvidar idiomas”, y en otra: “La rebelión del alfabeto”. Quizá de ahí la importancia del juego en general: impide la inmovilidad. O para decirlo con un dictum del propio Canetti: “En los juegos verbales desaparece la muerte”.

También debo decir, en medio de todo esto, que me gusta el azar. Vagar sin rumbo, apostar a un equipo de futbol desconocido, guiñar un ojo sin destino fijo. Sí, disfruto cuando la decisión no está del todo en las propias manos, porque es permitir que algo irracional, incontrolado, ajeno, entre en el propio futuro; como si los designios del destino fuesen más propensos cuando echamos a suerte la propia voluntad. Y eso lo encuentro también en el palíndromo. Me sorprenden algunos por su grado de complejidad o por su longitud: A Dafne, la romana moral enfada. / Somos nada, ya ve, o lodo o dolo, Eva y Adán somos. Y digo que me causan asombro porque entre mayor es el número de palabras que agregamos a un palíndromo, su significado tiende a sufrir alteraciones, pues son mayores las limitaciones que se tienen. En el palíndromo, la forma tiende a imponerse sobre el sentido. La necesidad de cumplir con el juego de este tipo de palabras (ser leídas en dos direcciones) impide planear a voluntad lo que se dirá. En realidad el significado suele ser azaroso por lo que no se puede narrar o describir algo de manera predeterminada. Mucho menos exponer o argumentar, aunque algunos palíndromos logren o simulen hacerlo: ¿Safari? Jamás. Oíd: Dios ama jirafas. De cualquier manera, siempre pareciera que no podemos controlar del todo su significado, como si algo se nos fugara.

He hablado de duplicidad, desplazamiento, éxtasis, azar, fuga, otro mundo… todo lo cual me remite a los viajes. La noción de la literatura como un viaje, como puerta a otra realidad, está presente en muchos libros, quizá sobre todo en aquellos autores que han escrito relatos de aventuras y cuentos fantásticos. Entre ellos, Julio Cortázar resulta muy significativo. El autor de Rayuela y creador, entre otras cosas, de ese lenguaje ficticio llamado glíglico, solía decir que “sólo en sueños, en la poesía, en el juego, nos asomamos a veces a lo que fuimos antes de ser esto que vaya a saber si somos”. Para alguien que llevaba un diario en el que registraba sus sueños, la vigilia sólo era una parte de la realidad. La otra debía ser explorada a través de la literatura, de ahí su famosa cinta de Moebius, un modo para acceder a la parte vedada de lo real, un vaso comunicante entre verdad y fantasía, un puente entre experiencia onírica y experiencia verídica. No por nada Cortázar llegó a plantear que él no escribía literatura fantástica sino todo lo contrario. Así lo expresó: “La realidad me parece fantástica al punto de que mis cuentos son para mí literalmente realistas”.

Cortázar tiene un cuento significativo, no por haber sido escrito de forma palindrómica pero sí por utilizar a los palíndromos como recurso para dar forma a la trama. Se trata de “Lejana. Diario de Alina Reyes”. En ese texto podemos ver palíndromos tan sugerentes como éste: “Átale, demoníaco Caín, o te delata”. Pero lo que produce mayor extrañeza tiene que ver con el argumento. Una mujer llamada Alina Reyes tiene conciencia de que existe alguien igual a ella, otra Alina, que mantiene una vida opuesta a la suya del otro lado del mundo. Se trata del relato de un encuentro con el doble, pero también de una posesión y de un intercambio. Tal encuentro entre ambas Alinas ocurre, luego de un viaje, en el puente que une a la ciudad de Budapest (ciudad doble por excelencia, pues está conformada por Buda y Pest, dos regiones divididas por el río Danubio). Es bien sabido que Cortázar era un escritor de textos al mismo tiempo lúdicos y fantásticos. En este cuento lo que llama la atención es que la entrada al mundo fantástico está dada por las palabras: la experiencia de algo incomprensible es provocada por el lenguaje. Como si Cortázar quisiera decirnos que no podemos leer la realidad de una sola manera, sino que en el lenguaje se encierra siempre una realidad doble que debemos asumir. Cortázar nos plantea cómo en la lengua está ya inscrita la experiencia de la otredad. ¿Y qué mejor manera de mostrar esto que ocupando el palíndromo, que es una frase en cuya forma está ya dada esta ambivalencia y esta doble realidad del lenguaje?

Si lo fantástico era para Cortázar “el derecho al juego, a la imaginación y a la magia”, los juegos de palabras representan la posibilidad que te da la fantasía de establecer un viaje hacia lo que nos es extraño (y a veces nos provoca temor). Ahora me viene a la mente, de nuevo, mi concuño: ¿habrá sentido miedo o desidia de usar el lenguaje de un modo desconocido? “Salir de sí”, fugarse o viajar, implica siempre cierta comunión, búsqueda de otro… dejarse llevar por el azar de la vida, lo cual es además de un acto de libertad, un privilegio. Observo un ave que pasa por la ventana desde donde escribo estas páginas. Su vuelo me lleva a otra época, a un lugar donde la experiencia del palíndromo (la experiencia de desdoblarse) me resultó muy evidente. Recuerdo estar parado en el andén del metro Centro Médico, leyendo a Cortázar y esperando el transbordo de vagón, cuando apareció del otro lado el temido doble que a todos nos acecha. Muchas veces me han dicho que me vieron en una calle discutiendo con algún prójimo, en una mezcalería ignota departiendo con amigos, estacionándome en una esquina que nunca he conocido. Y siempre he creído que es aquel al que vi ese día parado en un andén, el que me releva en aquellos instantes en que alguien re-quiere verme o me evoca. ¿Sería esto a lo que se referían los surrealistas al hablar de azar objetivo?

En cualquier caso, el palíndromo, esa simetría lúdica y lúcida, funciona con la lógica del juego y el placer, y es eso una virtud: mientras lo leemos nos permite escapar de toda noción pragmática de la vida. Ocurre lo mismo al escribirlo. Sí, uno puede tardarse 3 horas o más entablando una lucha con el lenguaje para escribir acaso un solo palíndromo, pero la satisfacción, debo confesarlo, es formidable, o como le gustaba decir a un amigo de la primaria: “morrocotuda”. Y es que para crear este tipo de frases no hay recetas. Simplemente se requiere paciencia, un poco de ingenio, gusto por jugar con las palabras y aprender a pensar en dos sentidos (de izquierda a derecha y viceversa, o de los extremos hacia el centro y viceversa). En verdad se trata de una labor un tanto complicada, de la que no se puede hablar sino a partir de la propia experiencia. Después de maquinar algunas horas conseguí escribir varios palíndromos, la mayoría por desgracia fallidos. De los rescatables, algunos resultaron graciosos a pesar de ser autoritarios: “ama a tu puta ama”. Otros parecían sacados de una película infantil: “Noel es ese León” o de una obra teatral pretenciosa y sin humor voluntario: “Sairón, no rías”. No obstante logré uno que justo habla de esa dificultad de escribir palíndromos y de la satisfacción de producirlos. Con ese me conformo y concluyo: “fue terrible el birrete, ¡uf!”

Ahora sí. Me voy a practicar mis pasiones enfermizas.


[Publicado en Palabrijes, núm. 05, primavera 2010, pp. 6-9]