Mostrando entradas con la etiqueta Anotaciones cotidianas. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Anotaciones cotidianas. Mostrar todas las entradas

2 de julio de 2014

De amigos y fantasmas

"Cada día nos despedimos de alguien a quien no veremos más"
Enrique Vila-Matas

Todos perdemos amigos, caray. Nadie es permanente imán de todos los afectos. Y casi siempre estas derrotas ocurren de forma imperceptible; es sólo en retrospectiva que caemos en cuenta cómo a quienes considerábamos hermanos, familia, espacios de confesión... se han alejado drástica y a veces definitivamente. Uno asume esas cosas. La vida da palos cotidianos. Aprendemos a recibir nuestra dosis de desamor; y más cuando hemos rebasado los treinta. ¿Qué más decir sobre aquellas personas que fueron dicha y se volvieron saludo distante?

No escribo esto para hablar de ellos, sino de los otros. Que son los menos. Me refiero a los amigos que simplemente de un momento a otro desaparecieron. Un día llamaban a la puerta sin invitación de por medio; discutían contigo una película cuyo supuesto valor no compartías, pero que al final te unía más a ellos; abrían sus oídos a tus noticias más significativas. Y de pronto, nada. Dejan de atender tus llamadas, te enteras que se han ido a vivir a otro país o están de viaje, les escribes un correo con hondas interrogantes y quedas aplanado por el silencio que ha decidido atropellarte como respuesta surreal, definitiva y amarga.

La experiencia me ha ocurrido dos veces. En ambas ocasiones lo doloroso ha sido no poder comprender los motivos que provocaron una separación tan radical. Han quedado velados a pesar de las necesarias preguntas directas. La evasión ha sido el mecanismo que en tales ocasiones ha perpetuado y profundizado la herida. A mí me pasa que ponerle un nombre a la pena me permite lidiar mejor con el duelo. Pero cuando el cadáver de aquello que tuviste simplemente te es arrebatado, se vuelve difícil decirle adiós a los afectos. Tu universo íntimo se puebla de fantasmas: te percibes culpable sin la conciencia concreta del crimen, te asumes idiota por no poder descifrar el misterio. ¿Has sido víctima de una venganza o una broma?, ¿hasta dónde puede llegar la crueldad de aquel a quien no hubieses dudado en abrazar?

Supongo que el dolor se alimenta del sinsentido y a veces de lo inefable. Al menos en mi caso, la ausencia de comprensión me ha impedido dejar de tener los ojos en la espalda. (He sido estatua de sal). La amistad resulta entonces una carga o un recorrido vedado. Haber caminado tantos días buscando una respuesta. Correr cojeando, gritar sin poder saltar. ¿Habré sido yo?, ¿pero qué he sido? En ocasiones traes colgando tanto peso que es difícil decidir que ha llegado el momento. El recuerdo es a veces un asiento en llamas, un lugar del que no debe uno enamorarse. Llega un día en que se vuelve necesario arrancar el trozo de corazón que te quema.

(Eso no me impide, sin embargo, que los siga extrañando).

A ciertas formas de la memoria hay que aprender a cerrarles la puerta.

14 de mayo de 2014

Valor y desprecio de la concentración

“Sentir es estar distraído” - Fernando Pessoa

vs

“Ser artista significa nunca desviar la mirada” - Akira Kurosawa

 vs

“Cuando no pasa nada, es cuando vale la pena mirar” - Sergio Chejfec


1 de noviembre de 2013

Escribir qué / Qué escribir

Que escribir sea no producir reconocimiento / Que escribir sea no producir / Que escribir sea NO / Que escribir sea / ¿Qué escribir? / ¿Qué?

21 de febrero de 2013

Voluntad de escándalo

¿De dónde surge la necesidad de sostener la cordura, cuando es justo eso lo que se ha fracturado, cuando aquella normalidad se ha roto de manera instantánea? ¿Por qué la determinación instintiva de seguir con la rutina cuando la insensatez ha invadido cada poro del día? ¿Cuál es el sentido de esa inercia irracional que lucha en contra de toda evidencia: la descomposición estomacal, la mirada aturdida, el temblor de la voz? Sales de ahí, cruzas la calle y reportas la tarjeta bancaria, das de baja la línea del celular, contestas una encuesta telefónica; y en seguida, decides dar asesorías, dictar una clase, resolver otro trámite. Y en medio del automatismo, un relámpago ruinoso te asalta sin coraza alguna: la indefensión, el desabrigo, cierta orfandad se instala en lo más íntimo de tu rostro y te acompaña el resto de la tarde -mientras lees con indiferencia un texto más, mientras ingieres un par de aspirinas, mientras manejas sin documentos… Y es ahí que la voluntad de escándalo te deja frío y solo. ¿Por qué asumes lo vivido como si fuese un suceso menor, como si no hubiese en efecto ocurrido, como si el miedo y el desamparo no pudiesen ser acogidos por quienes te hablan sin conocer tu pasado inmediato? ¿Por qué lidiar de manera aislada con aquellos rostros y aquellos gritos, por qué no hablar de la sombra de hierro que pudo incrustar su veneno en tu pecho? Y sabes que en tu ciudad el escándalo es rutinario. Y sabes que en tu ciudad el escándalo es necesario.

11 de diciembre de 2012

Permanencia fugaz

En un poema famoso, Francisco de Quevedo escribió: “huyó lo que era firme y solamente / lo fugitivo permanece y dura”. Hallé una frase de Heidegger en la cual sostiene una opinión contraria: “aún lo permanente es fugaz” dice el filósofo. Y cita a Hölderlin para desarrollar su idea: “Es raudamente pasajero todo lo celestial, pero no en vano”. Quizá por ello, en el mismo sentido Baudelaire definió al artista moderno como aquel capaz de “destilar lo eterno de aquello que es transitorio”.

1 de marzo de 2012

19 de septiembre de 2010

Nostalgia por anticipado

Resulta que uno construye rutinas porque es el único modo que nos permite lidiar con el sinsentido de la vida diaria. Claro, algunos tienen fe en ciertos principios o un tipo particular de creencias religiosas, pero a la hora de experimentar el día a día, nada nos hace sentir más seguros que la certidumbre que da la inercia. Un ensayo de Alejandro Rossi titulado “Confiar”, habla sobre ello: “Creer en el mundo externo, en la existencia del prójimo, en ciertas regularidades, creer que de algún modo somos únicos, confiar en determinadas informaciones, corresponde no tanto a una sabiduría adquirida o a un conjunto de conocimientos, sino más bien a lo que Santayana llamaba la fe animal, aquella que nos orienta sin demostraciones o razonamientos, aquella que, sin garantizarnos nada, nos separa de la demencia y nos restituye a la vida”.

Es por ello que avanzamos lidiando con las horas y las semanas, los días dichosos y los días adustos, como si fuésemos un tipo de ciegos que apuestan a la luz futura. Y llega esa fecha que nos dice que la esperanza no es idea pura, sino que a veces logra concretizarse; se trata de ese instante que se presenta como aquellos billetes hallados en un pantalón relegado en el closet, y que para los mexicanos suele adquirir cuerpo en la noticia de un día festivo que se acerca, o un puente excesivo que a cierto presidente derrochador le dio en gana regalar a sus súbditos. Y entonces se abre el paréntesis festivo, la posibilidad de cambiar de prendas y romper automatismos, el ansia del relajo mexicano. A partir de ahí todos nos empeñamos en hacer planes que, en esta coyuntura particular, se enumeran como técnicas para no dar “el grito”: ir a Reforma, pero sin convencimiento patriótico; echar chelas con un grupo de amigos; inventar un cineclub ambulante… En ese breve periodo de cinco días de asueto consecutivos, el cuerpo es quien padece las consecuencias más visibles, entre las que destacan que el reloj biológico retrase las horas del desayuno, y la báscula nos muestre que si no la mente, el peso sí ha envejecido… Hasta que llega el regreso a la rutina, la mala conciencia del fin, la cruda.

“No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”, canta Joaquín Sabina en una de sus rolas acostumbradas. No estoy tan seguro de ello. Creo que una nostalgia más atroz tiene que ver con añorar lo que ya no puede seguir ocurriendo. Hablo por supuesto del ocio de estos días, y también de la ruptura de las costumbres cotidianas –una experiencia que cualquier hombre moderno añora, constantemente, al irse a la cama. Nostalgia previa a la caída, sin duda la peor: el asesino que comprende que ha sido descubierto sufre más que aquel otro, que ya se encuentra capturado.

El último día de un puente es similar a esa atmósfera que rodea a las parejas que han decidido separarse. Como en aquella película de François Ozon titulada 5x2; se trata del relato de un desamor, contado a la inversa. La historia de una separación que comienza con el fin, con el divorcio, y termina en el momento en que ambos se han enamorado. La sensación del espectador es ambigua: sabemos que ese idilio perfecto en que dos conjugan sus vidas, terminará mal. Una melancolía anticipada. Eso ocurre este domingo, en que la rutina se anuncia como el único des(a)tino posible, a partir de que suene la alarma del reloj a las 6:30 am del lunes, y vuelva a renovarse el sentido de los días, tan uniforme y abstruso. Volvemos a la confianza básica, la fe primaria, el desgaste de las horas, gracias a la apuesta de seguir en el mismo universo conocido.
Pero hoy todavía no ocurre eso. Aquello pasará mañana. Hoy sólo es clara la conciencia del fin, sin el final dado. Esa sensación que siempre asocio con el aprendizaje, la vejez o el purgatorio.

24 de agosto de 2010

Mudanza, again


El canto de un par de gallos solía despertarme y me hacía sentir fuera de la ciudad, como me gusta. También las ardillas que caminaban sobre el tejado y formaban su nido entre la madera y la lámina. ¿Extrañaré la lluvia que en momentos se colaba por una filtración de la pared?, ¿y qué decir de los varios perros con sus nombres disímiles y entrañables: Amón-Ra, Sonrisas, Nefertiti, Copo de nieve, Cleopatra...?

El gruñón Amón-Ra

La preparación rigurosa del té y la escritura poco disciplinada de un diario misántropo; el color rojizo que dominaba la estancia y el decolorado aspecto del tapete de entrada; todas esas percepciones pronto serán cosas de un ayer minúsculo y desvanecido, fotografías que cambiarán en la memoria y la sustituirán, y no dirán lo que fue.

Como no había estacionamiento, era salir cada mañana para ver de qué modo había sobrevivido el auto en su desconcierto nocturno, rodeado a veces de sirenas, como aquella noche en que entrar a la casa fue observar a dos agentes con walkie-talkies parapetados cerca de la entrada, mirando al otro lado de la cuadra, como esperando a cazar un delincuente, un secuestrador o algún otro compañero villano. Sí, la noche y sus rumores malgastados: conversaciones etílicas que azuzaban los ladridos caninos, autos paranoicos, chasquidos de botellas sabatinas (brindis callejeros, pues).

¿Recordaré otras cosas ciertamente insalvables? Una estampa MAC en la ventana. Cierto libro de Ricoeur. La floreada pantalla que cubría el foco debajo de una viga color ladrillo. Una banca repleta de periódicos en el patio, cansados de la lluvia... Y también, por supuesto, las caminatas casi siempre alejadas de la plaza y el bullicio, evitando los pequeños bares provincianos que abundan en este barrio obtuso y tan sobrevalorado de la capital del país -sin duda, uno de los que más me gustan.


Volveré por supuesto, y acaso viva algún día otra vez allá. Pero no será lo mismo: cuando vaya a cierto lugar donde solía comer, no encontraré a los mismos meseros. Y mi vida y mis deseos serán otros, y no pediré el chato de vino que acompañaba el menú.

Mientras viví allá, nunca fui a los Viveros.

1 de junio de 2010

Burlado

Vencer a un tonto nos humilla
Nicolás Gómez Dávila


Una situación indignante: sentirse burlado. Me refiero a cuando alguien te usa como objeto de mofa, en lugar de compartir contigo la maravilla del humor, las múltiples posibilidades de la risa. Me ocurrió apenas hace unos días, estando en casa, dispuesto a ver una película. Recibí una llamada telefónica por demás infantil y pedestre, que me hizo sentir ingrato, poco atento y olvidadizo. No podía recordar a la persona que llamaba, a quien supuestamente habría conocido en una fiesta reciente. "De aquí, tendré que ir directo al psicólogo", me dijo la chica. Entre la ofuscación y el azoro, no entendí, sino hasta más tarde, que había sido sujeto de una broma.

Entonces es cuando sobreviene la sensación del ridículo: resulta humillante que otros se "diviertan" a tus costillas y, peor aún, bajo la máscara del anonimato. Hay en todo esto mucho de soberbia disfrazada de tontería: ocurre cuando te tratan como inferior, como a alguien con quien se puede ser mezquino, un ser que merece el desprecio de la burla (la exclusión del entendimiento, la afrenta del engatusamiento absurdo). Me recuerda de inmediato la crueldad de los niños de primaria, tan aptos para denigrar a quienes se muestran apenas un poco diferentes o menos avezados. ¿Cómo puede alguien ufanarse de ello?, ¿cómo escapar de esa crueldad natural, es decir, sin conciencia ni madurez? La única respuesta que yo encuentro es que sólo a partir de la absoluta inocencia es posible salir del paso.

Otra cuestión que me preocupa: ¿es posible el resarcimiento de la burla? Claro: las disculpas y el perdón todo lo mitigan. Pero ya sabemos que en el anonimato, la impunidad se vuelve no sólo posible sino perdurable. Queda grabada como una marca indeleble, como un destello fijo en la mirada.

30 de mayo de 2010

Firmamentos

Quisiera pensar que observar el cielo siempre trae consigo un poco de alivio, que la inmensidad abre exclusas íntimas que colman los sentidos de imágenes efímeras y entrañables: nubes con formas cambiantes, manadas de aves que reptan los tapices de la tarde. Pero no, no siempre es así. Hay cielos calurosos y grises, verdaderamente asfixiantes. Y también noches sin estrellas o plagadas de enjambres brumosos. Hay también amaneceres, por supuesto, pero muchos no traen consigo fantasías celestes, sino lluvia (chipi-chipi) y augurios negros o velados...

Una dadivosa providencia permite, sin embargo, que la espera nunca se vuelva infinita. Todos aquellos cielos sin sentido deben soportarse sabiendo que habrá horizontes mejores (no más límpidos, sino de algún modo más arrebatadores). Tengo en la mente, cada vez que observo el cielo, aquel ejercicio que recomendaba Roger-Pol Droit en su libro
101 experiencias de filosofía cotidiana: hay que mirar el firmamento como si fuese un lienzo. Cuando lo hago, más que los espirales celestes de Van Gogh, espero ver algunas de esas nubes que pueblan los paisajes tormentosos y al mismo tiempo iluminados de Bierstadt; los altocúmulos de Stephens; acaso algunos cielos similares a los que retrataba Pissarro; y con suerte una de aquellas bóvedas celestes realmente insólitas, como aquella muy enigmática que le tocó a El Greco apreciar en Toledo. Por suerte, de vez en cuando, el deseo alcanza lo que anhela y algún paisaje de Turner aparece frente a los ojos y se vuelve perdurable.

He aquí de lo que hablo. Algunas imágenes tomadas, a lo largo de los años, a la expectativa de los brochazos aéreos:


10 de mayo de 2010

Humanidad del mal

En un día como éste me da por pensar en todos esos hijos de puta que habitan el país y ejercen desde sus múltiples trincheras cierto poder, desde el más minúsculo y aparentemente irrisorio, hasta el temible despotismo generalizado; pienso entonces, en sus relaciones íntimas, el hecho de ir y abrazar a su madre, la plática que entablarán con ella, el regalo que decidieron irle a comprar, al cual acaso le habrán dedicado horas de pensamiento, la reservación que hicieron en algún restaurante para llevarla a comer, el deseo de que conviva con sus nietos, hijos a los que consideran el espacio más vital de sus entrañas; y no es como si se abriera de pronto un dique en medio de la mole sin sentimientos, no, en realidad así ocurre la convivencia brutal entre amor y desprecio; y mientras hablan de política y defienden algún tipo de ultraje, son capaces de confesarse y dar un beso con cariño, se les va el alma a la hora en que llega la hermana y contemplan su risa desenfadada, se les encoge el corazón de sentir que un día ya no habrán de celebrar a la progenitora irrepetible; y entonces, cuando llegan a estos límites de la emoción, sueltan el llanto (ya con ayuda de los güisquitos o el pulque), y le dicen al compadre todo lo que aprecian su complicidad amistosa de años, y se dan cuenta que la esposa no es lastre o prisión, sino afectuosa y honda compañía, inquebrantable vínculo sin emboscada; y abren aquello que son en el fondo, y dan dicha y afecto y entrega sincera; y no queda en duda el tamaño de su apego y su capacidad para amar; y al día siguiente regresan al vil quehacer cotidiano en el que apuestan al juego de la hipocresía, mandan matar a un adversario, se montan en su macho para lograr que algún interés mezquino prevalezca, redactan una carta en la que atentan y despotrican contra la integridad de un amigo, bromean sobre el dolor de otros, maltratan a un subordinado, hacen esperar sin motivo a un visitante, golpean a un desconocido por cuestiones de oficio, envilecen su lenguaje contra el vecino de auto, impiden que entre a su coto privado un chico que tiene la misma edad de su propio hijo; en suma, practican el daño a partir de las múltiples formas que trae consigo lo que ellos mismos consideran pecado (la traición, el egoísmo, la pedantería, el engaño, la vanidad, el elitismo, la necedad…) Y, por la noche, vuelven a casa, ya cansados, para hablarle a su madre querida por teléfono y averiguar si el insomnio la ha dejado descansar.

9 de mayo de 2010

Sweet sadness

Cantar la depresión es un arte. Sin duda. Requiere la fortaleza de no dejarse arrastrar hacia el abismo de la cursilería o la flagelación. Y es que, en general, el dolor vuelve extrema la expresividad (lo emotivo es un vértigo ajeno al buen gusto).

Suele ocurrir que el fondo de las cosas determina el modo de expresarlas. El cliché lo confirma: uno grita enojado y suspira nostálgico. Así, el tono de una canción azotada se asocia con el blues (‘Champion’ Jack Dupree es un buen ejemplo) o con Chavela Vargas (nuestra aguardientosa voz vernácula).

Pero sucede, a veces, que justo el contraste es lo que impera a la hora de cantar la depresión. En mi ipod tengo una lista de reproducción titulada "Sweet sadness". En ella aparecen canciones que muestran la ambivalencia real que implica estar en estados de tristeza profunda: se va de un extremo al otro… momentos de total bajoneo y de total exaltación, arrebato que precede al desconsuelo, que precede al ímpetu, que precede al abatimiento… Una espiral que creemos no tendrá fin. La dicha de la congoja.

Entre las tristezas y angustias cantadas con alegría y excitación aparecen en dicha lista, canciones de Juan Gabriel (“Insensible”), The Cure (“Boys don’t cry”), Polo Montañez (“Un montón de estrellas”), Yuri Buenaventura (“Mala vida”), Gloria Gaynor (“I will survive”) y The Beatles (“Help”, en la hermosa versión en la cual a John se le olvida la letra). Pero quizá la que me parece más precisa de todas las canciones incluidas es una cantada por Menudo, en cuyo título (“Claridad”) se encuentra ya la búsqueda de algún subterfugio por el cual escabullirse, un subterfugio para dejar de estar atraídos por la fuerza de gravitación de ese hoyo negro que es la depresión. La letra es una especie de ruego cuyo momento cumbre es, por supuesto, cuando aparece la afirmación reiterada "sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí". Acá la letra (que podría también hablar de la relación que tiene un adicto con su objeto de obsesión) y el video:

Ven claridad, llega ya, amanece
de una vez, claridad, por piedad, mata sombras,

dame luz, resplandor, libertad,

para no soñarla más, no ya no, nunca más,

que vuelvo a su esclavitud,

ah ah ah, que vuelvo a su esclavitud.



Ven claridad, quédate, y no vuelvas a escapar,

no te lleves el sol, que no quiero recordar

su figura, su voz, cada noche que pasó
como ayer, como hoy,

que vuelvo a su esclavitud,

ah ah ah, que vuelvo a su esclavitud.



Sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí.
Ven claridad, llega ya, trágate la oscuridad,

llega ya, vuela ya, que el soñar me va a matar,

basta ya de esperar, de la misma forma,

sí necesito tu luz,

que vuelvo a su esclavitud,

ah ah ah, que vuelvo a su esclavitud.

Coloreando el cielo de azul me siento un poco mejor, mejor

llena mi ventana de luz, se desdibuja su amor, su amor.

En la penumbra llega el miedo, llega a quebrarme la razón.

Ella es sólo soledad y silencio.

No más, regresa claridad.



Sol, claridad, viva luz, el trabajo, la ciudad,

caminar y vivir, como entonces, como fui,

claridad, quédate, esta noche,

sobre mí, claridad, plenitud,

que olvide su esclavitud,

ah ah ah, que olvide su esclavitud.



Ven claridad, llega ya, trágate la oscuridad,

llega ya, vuela ya, que el soñar me va a matar,

basta ya de esperar, de la misma forma,

sí necesito tu luz,

que vuelvo a su esclavitud,

ah ah ah, que vuelvo a su esclavitud.



Coloreando el cielo de azul me siento un poco mejor, mejor,

llena mi ventana de luz, se desdibuja su amor, su amor.
En la penumbra llega el miedo, llega a quebrarme la razón.


Ella es solo soledad y silencio.

No más, regresa claridad.



Que olvide su esclavitud, ven, ven, ven.

Que olvide su esclavitud, ven, ven, ven.

Que olvide su esclavitud, ven, ven, ven.




----
1. Por alguna razón las canciones de las que he hablado en este post me remiten, irremediablemente, a mi amigo Pablo Martínez. (También el baile risible de Menudo).
2. ¿Alguien ha visto el surrealista video de "Un millón de maneras de olvidarte" de Fandango (rola también incluida en mi “dichosa” playlist)? Acá, por si se atreven: http://www.youtube.com/watch?v=2Fp8JZUxc8A

22 de abril de 2010

Pudor y escritura

En un fragmento de su libro La vergüenza, Annie Ernaux habla sobre la escritura confesional (de la que me he servido tanto en este blog). Dice así: "Es la primera vez que describo esta escena. Hasta hoy siempre me había parecido imposible, ni siquiera en un diario íntimo. Como si el hecho de escribirla fuera algo prohibido que iría acompañado inevitablemente de un castigo. Quizás el de no poder escribir nada después ... Ahora, luego de haber conseguido describir esta escena, tengo la impresión de que se trata de un suceso banal, mucho más frecuente en las familias de lo que entonces me hubiera podido imaginar. Quizá la escritura convierta en normal cualquier suceso, incluso el más dramático".

En las palabras de Ernaux se halla buena parte del impulso que cualquiera tiene a la hora de escribir un diario (sobre todo si se vuelve público). Lo compruebo al leer una página del mío:
"Si hiciese un recuento de mis equivocaciones, la lista no sería infinita, pero sí, en cambio, muy vergonzosa".

13 de abril de 2010

Contemplación púrpura

Desde el respaldo del sillón, cerca de la hamaca, mis gatos practican un ritual cotidiano. Ocurre a dos horas distintas: cuando el amanecer colorea la jacaranda que se observa por la ventana y cuando la tarde arrasa el púrpura entusiasmo de sus hojas. En esos lapsos acuden a su lugar de observación favorito, se yerguen por un rato sobre la blancura del mueble mientras contemplan el cuchichear de los pájaros, y se quedan ahí, estáticos, como si estuviesen ante un retablo, fieles creyentes en una religión natural e ineludible. Especie de gárgolas, acechan cada movimiento de las ramas y mantienen el cuerpo en una tensión que los vuelve estatuas a punto del salto mortal. Poco a poco, acaso por tan concentrada meditación, sus cuerpos se relajan hasta quedar exhaustos, de modo que siguen la contemplación ya con menos furor y con mayor tranquilidad.



En esta actividad gastan minutos interminables; fatigan sus horas anhelando el universo que se les escapa todos los días, que está ya para siempre fuera de sus manos. Los acompaño y miro hacia afuera, guarecido detrás de la ventana, como implorando que algo ocurra.

11 de abril de 2010

Jacaranda

Mientras trabajo en un texto, continúo escuchando el mecanismo de la jacaranda: los pájaros no dejan de arribar a sus moradas-ramas.


El azul es sin duda un color sonoro.

24 de marzo de 2010

Sesgos de la mirada

“Me entrego al desastroso juego
de mirar, dañándome los ojos”
Jaime Labastida.

A diferencia de los equilibristas que no deben mirar sino hacia el frente para evitar la caída del alambre, me parece que me he pasado buena parte de la vida mirando hacia atrás. A veces, incluso, esclavizado por el pasado. Sin miedo a la sal, diría. Supongo que eso muestra cierta inseguridad vital, como si repitiendo indefinidamente los recuerdos, uno se construyese una capa protectora, un refugio contra la existencia. En todo caso, se trata de una mirada que de un modo u otro adquiere tintes melancólicos: observa las huellas que mis pasos van dejando y las lamenta, se muestra por ello con excesiva conciencia de la pérdida. Casi como aquella frase de Miguel Saiz Álvarez: “Mientras subía y subía, el globo lloraba al ver que se le escapaba el niño”.

Esta tarde me asedian algunas preguntas: ¿Busco en el futuro lo que extravié antaño, lo que dejé guardado en un cajón años atrás, en medio de las experiencias más pueriles de mi infancia? ¿Será mi destino el mismo del ciudadano Kane, quien sólo al final de la vida logra percatarse del peso del pasado, de la facilidad para alejarse de aquello que más se anhela?, ¿Qué o quién será mi “Rosebud”?

Proust escribió que “toda mirada habitual es una necromancia y cada rostro que amamos, el espejo del pasado”. Hace no mucho, limpiaba mis lentes cuando de pronto, casi como por acto de magia, se partieron justo a la mitad. Supongo que fue a causa del cambio de temperatura o algo parecido, pero en ese momento lo que pensé es que se trataba de una señal, una suerte de adivinación. Me lo confirmó el hecho de que aquel día despedí a alguien en el aeropuerto.



Desde entonces tengo la impresión de que tengo una mirada sesgada. Como la de quien anda a tientas en una casa que se ha quedado sin luz. Mejor dicho: en la propia casa, sin luz. Todos los objetos familiares se tornan entonces, ajenos, desconocidos. Y no es difícil trastabillar. Kundera lo dice así: “En el presente caminamos, decidimos y actuamos en la niebla ... sólo cuando miramos hacia atrás las imágenes son claras”.



Observo por la ventana y la luz que cruza el cielo no tiene miedo de que los segundos la oscurezcan. Supongo que el trabajo de la luz no es permanecer sino iluminar. Darle corporeidad a los objetos. Bañar la vida.

15 de marzo de 2010

Objetos, pintura, cajas

Desde hace tiempo tengo como fondo de pantalla de mi computadora un cuadro de mi amiga Adriana Armenta, a quien aprecio mucho. Nunca me había puesto a pensar qué simbolizaba la imagen hasta hoy en que los elementos que pueden apreciarse en ella aparecen con otro significado personal, como si me hablaran después de mucho tiempo de estar ahí, frente a mis ojos, sin que yo pudiera descifrarlos. Supongo que eso ocurre a menudo: no podemos ver lo que es tan visible para los demás, lo cual no estoy seguro si es efecto de una voluntad inconsciente o de una imposibilidad circunstancial, si depende de nuestros miedos y deseos, o si tiene que ver con los límites que en un momento específico condicionan nuestra percepción sobre lo real. De cualquier modo, resulta que de pronto veo el cuadro de otro modo, lo interpreto como si fuese una radiografía de lo que he vivido últimamente. Se trata, claro, de una lectura íntima, muy particular y quizá sin demasiado sustento, pero eso qué importa cuando aquí estoy simplemente compartiendo las debilidades de mi mirada y no los resultados de una búsqueda acabada en torno a cierta obra.


En el cuadro se aprecian, entre otros, tres elementos muy bien definidos: una copa, un corazón roto y una flecha que se proyecta de forma vertical acompañando a una serie de pequeños rectángulos apilados. Este recuadro me causa estupor. En los últimos meses en que he dejado de hacer tantas cosas, la imagen de los objetos que ascienden unos sobre otros, de forma acumulativa, me remite de inmediato a todos los pendientes que hoy mi vida tiene: llamadas no hechas, textos por escribir, situaciones que afrontar. Es como si hablara de una de esas obsesiones que me acompañan: crear infinidad de listas sobre cualquier tópico, gusto, interés o actividad diferida (“el vértigo de las listas” diría Eco).

La copa, que suele aludir al ansia etílica, no anuncia en mi lectura eso: en realidad creo que habla del espacio que abre el vino para compartir con otros la vida, es decir, me remite a la amistad, al diálogo que propicia comunión, al simple disfrute de estar con alguien más. Claro que acá, la copa aparece con una fisura visible, un quiebre peligroso. Simboliza una imposibilidad, tan clara en estos días. Y también me remite, por supuesto, a esa canción de Andrés Calamaro (¿la compuso José Feliciano?) llamada “La copa rota” y que incluye estos versos: “No se apure compañero si me destrozo la boca/ no se apure que es que quiero con el filo de esta copa/ borrar la huella de un beso, traicionero que me dio”.


En el cuadro también aparece una mancha de pintura, escurriéndose desde lo alto, impregnando con su pálida presencia el color mostaza del fondo. Una mancha, sí, que pareciera alguien hubiese buscado borrar, sin conseguirlo. Por el contrario: es como si hubiese reaparecido sobre los restos de otra mancha, anunciando la imposibilidad de hacerla invisible. Hay acá una borradura, una imperfección adrede. Algo escurre y no puede ser contenido. Como el llanto. O las afrentas: por más que buscamos desvanecerlas, no desaparecen. Acaso por ello muchos, cuando hablan de sus recuerdos, recuperan la imagen de los fantasmas. El ayer como algo borroso, que nos persigue. El pasado como un ejercicio del acecho. Funes, paranoico.


Además, hay un par de cajas. Delineadas en blanco y abiertas por uno de sus lados. No tienen la apariencia de realidad, sino de un objeto bocetado, un ensayo de algo que está ahí, abierto, quizá esperando ser repleto, llenado de algún modo. ¿Un lugar donde esconderse?, ¿el espacio donde pueden guardarse aquellos instantes perdidos llamados “secretos”? No lo sé, pero hoy siento, de un modo un poco insensato, que mi vida está cifrada en este cuadro.

La realidad adquiere realce cuando es vista en perspectiva: todos los elementos hasta ahora descritos se hallan pintados sobre otra caja, está sí, real, pero no armada. Cuando las cajas se encuentran en ese estado siempre me remiten a las mudanzas. ¿Por qué será?

19 de diciembre de 2009

Todorov, Arendt y el perdón

De los opuestos, venganza y perdón son disonantes pero difíciles de asir en la práctica cotidiana. Algo parecido a lo que ocurre con la culpa y la responsabilidad. Al reflexionar sobre los usos que le damos al pasado Todorov hacía una distinción entre la memoria literal y la memoria ejemplar. La primera “convierte en insuperable el viejo acontecimiento, desemboca a fin de cuentas en el sometimiento del presente al pasado. El uso ejemplar, por el contrario, permite utilizar el pasado con vistas al presente, aprovechar las lecciones de las injusticias sufridas para luchar contra las que se producen hoy día, y separarse del yo para ir hacia el otro”. Hannah Arendt dice algo igual de significativo. Según su visión mientras la venganza mantiene la conexión con el acto, el perdón nos libera de aquel. "El acto de perdonar es la única reacción (…) no condicionada por el acto que la provocó y por tanto, liberadora de sus consecuencias, tanto para el que perdona como para el perdonado". Repetírmelo una y otra vez.

17 de diciembre de 2009

Pasión y moral

No tengo respuestas, sólo preguntas. ¿Hay verdad en el deseo?, ¿hay verdad en el deseo cuando éste surge de la carencia? La cuestión me atormenta en estos días. Junto con otras: ¿Cuándo el deseo se vuelve lujuria? ¿Puede ser lo ilícito un ámbito que genere algo más sólido que ilusión pasional? ¿Qué tan válido es tomar decisiones morales a partir de lo que dicta el cuerpo? Oscar Wilde, con su genial encanto, nos dejaba sin salida ante estas cuestiones: “Dios castiga al hombre de dos maneras: negándole sus deseos y concediéndoselos”.

Supongo que mis dudas tienen que ver con cómo sobrevive o no la moral frente a la pasión. De pronto concibo la relación entre ambas como la de una telaraña sometida al viento. Poco a poco la pasión con su fuerza irrefrenable va creando pequeños orificios, huecos, a manera de poros, como si la moral fuese una piel a la cual la van atravesando un montón de dudas, sensaciones aparentemente profundas: es el deseo. ¿La erosión tiene fin? ¿Puede reconstituirse aquella membrana que nos daba dirección en el mundo, o algún sustento al menos?, ¿La pasión es un hueco, es un vacío? ¿Surge acaso del vacío? Clarice Lispector describe el asunto con la metáfora de la construcción que se desploma: “Como en un edificio donde, de noche, todos duermen tranquilos, sin saber que los cimientos fallan y que, en un instante no anunciado por la tranquilidad, las vigas van a ceder porque la fuerza de cohesión está lentamente disociándose un milímetro por siglo”.

Y claro, perderse por una pasión siempre es taquillero, puede elogiarse la insensatez de quemar naves, la maravilla de dejar todo el ayer, se trata de un vértigo a veces irrefrenable que nos saca de nosotros, nos vuelve otros, nos muestra un rostro diferente frente al espejo. El asunto es que puede tratarse de un reflejo banal, una máscara a su vez, una ilusión, y entonces, ya tarde, nos damos cuenta cómo el vértigo nos llevó al extravío insano, al daño gratuito. Por supuesto, estoy divagando. Quizá lo que busco decir es que el deseo no debería excluir la moral de por sí, que en todo caso el deseo debería volverse una pasión moral. Sólo así seríamos capaces de asumir las consecuencias de nuestros actos, cuando adquirimos claridad sobre los valores que elegimos y sustentamos (sean éstos los que sean). Hay que hacerle caso a Chesterton: “Sostengo que un hombre debe estar cierto de su moralidad por la sola razón de que ha de sufrir por ella”.

16 de diciembre de 2009

De la conversión

Necesito encontrar una forma de lidiar con el mal. No el mal de los otros, que se halla disperso alrededor, fuera de uno, a veces cerca o lejos; sino el mal propio, el que uno carga al interior: el rencor, la venganza, la traición. En mi caso tiene que ver con las cargas del pasado, los actos inconsecuentes, la culpa. Quisiera saber cómo se logra sanar ello. Quizá por eso me ha rondado tanto en los últimos meses, pero sobre todo en estos días, la idea de la conversión, acaso porque se trate de una forma de redención y perdón. La posibilidad de ser otro o recobrar aquello que fuimos. No es que uno deje del todo de ser quien fue, pero pareciera que cuando la inocencia se quiebra, se vuelve necesario, en algún momento, recobrarla de algún modo.

Obviamente no estoy hablando aquí del mal radical, aquel que emana de la voluntad fanática y consciente de destruir al otro simplemente por ser diferente. Me refiero al mal íntimo (que acaso no es uno sólo, pero cada quien poseemos), hablo de esos lados oscuros, destructivos, quizá demoniacos. Justo creo que, en principio, parte del camino está en no demonizar aquello que existe en uno mismo. “El primer paso a la esperanza es el reconocimiento del horror” escribió Heiner Müller. Y el horror no son los otros (como creyó Sartre); el infierno es uno mismo y para lidiar con él supongo que hay que aprender a amar las propias tinieblas. Dejar la superioridad moral de lado y comenzar a darle otra carga a los actos que uno mismo considera viles, despreciables o repugnantes en los otros, pero que cualquiera somos capaces de cometer en circunstancias determinadas. Entender que la equivocación y el desvarío son pesadas cargas, pero a fin de cuentas cargas humanas, que el mal es una pulsión negativa pero vital, un principio oscuro y quizá por lo mismo movilizador. Quizá sólo a partir de ahí puede comenzarse a afrontar el mal cometido y empezar a buscar puertas que nos saquen del averno.

¿Cómo definiría mi infierno personal? Quizá con otra pregunta: ¿cuánto se puede vivir escondiendo algo que pesa o avergüenza? Alan Pauls hablaba en una ocasión sobre el síndrome del impostor: el temor a ser desenmascarado, a ser descubierto. Eso es algo que tuve mucho tiempo. Sé que al principio el ocultar una parte de la vida puede ser hasta emocionante, pero con el tiempo deja de serlo y se vuelve cruda tortura, desazón, desencanto de uno mismo. Y claro, todo lo que se oculta resurge como síntoma: una mueca en la mirada, luchar contra el renacido insomnio, prender sencillamente un cigarrillo –señales casi imperceptibles, pero contundentes. ¿Cómo hacer para no multiplicarlas y acumular una sobre otra?

En su Diario de duelo, Roland Barthes se pregunta si el duelo que vive por la muerte de su madre constituye una enfermedad. “¿De qué quieren que me cure? ¿Para encontrar qué estado, qué vida?”. En una anotación se responde que no se trata de volver a ser el mismo, de restituir la salud perdida, sino que se trata de dar a luz a un ser moral, a un sujeto de valor, a partir de la experiencia vivida. Sus palabras me remiten de nuevo a una noción religiosa: la clave no está en ‘recuperarse’ y ‘superar’ el pasado, sino en resucitar, en volvernos otros. Otra vez la idea de la conversión. En San Juan 14,3 se enuncia así: “Quien busca renacer, resucita”.


Hay muchas historias de conversión que llaman mi atención. Las que me vienen a la mente ahora provienen del cine. En La misión de Roland Joffé, un cazador de esclavos, el capitán Rodrigo de Mendoza (encarnado por Robert De Niro), cumple una penitencia por haber matado a su hermano, a causa de una traición filial. Todo ocurre en el siglo XVIII, durante la época de las reformas borbónicas, cuando los jesuitas estaban por ser expulsados del imperio español y a las Misiones les llegaba la hora de la desaparición. La escena en la cual el traficante de esclavos arrastra un bulto que contiene su armadura y sus armas, en medio de acantilados selváticos y lodosos, hasta llegar a la Misión en que se refugiaban los indígenas guaraníes, resulta muy simbólica. Cuando parece que recibirá como castigo la venganza de uno de los indígenas (anteriormente víctimas predilectas de Mendoza para el comercio esclavista), en lugar de ello el guaraní corta con el cuchillo el bulto que viene cargando: es el otro el que literalmente lo libera del peso de su pasado y de sus culpas. Con el tiempo el ex mercenario se volverá padre jesuita.

Muchas otras historias de conversión no eclesiástica resultan atractivas por el tratamiento tan sutil que plantean sus directores, sobre todo pensando que en todas ellas la voluntad de cambio ocurre en situaciones límite. En La vida de los otros de Florian Henckel, un espía evita delatar a quienes según la moral del régimen ejercen actividades subversivas. La razón: lo han cautivado justo esas pasiones sediciosas (la literatura, la música…), a grado tal que termina, de algún modo, recibiendo el castigo que les habría correspondido a los que protege. Algo similar ocurre en una hermosa película de Eytan Fox, Caminando sobre el agua, donde la conversión surge de la amistad y es doble (de ideología política y de preferencia sexual), y en donde a la memoria del Holocausto judío se le otorga una alternativa de solución redentora, no basada en la venganza o la lógica de la victimización. Por otra parte en la opera prima de Nicole Kassell, The Woodsman (tan mal traducida como Un crimen inconfesable), la conversión se da en una escena que deja al espectador al mismo tiempo perturbado y conmovido: a punto de reincidir, un pederasta se detiene ante el relato de una niña que está dispuesta a satisfacerlo… como lo hace con su padre. Es en ese preciso momento cuando la conciencia del mal provoca la conversión.

Supongo que escribo esto para convencerme de que uno puede recobrar paraísos extraviados, para decirme que es posible volver a casa. ¿Cómo saldar las culpas, entonces? ¿Cómo lidiar con ese pasado en que padecí el síndrome de la impostura? Hay una escena recurrente en las películas de Wong Kar-Wai que me parece fascinante y acaso ofrece alguna respuesta. Tal escena, en todas sus variantes, sintetiza buena parte de su propuesta estética: un hombre con un secreto inconfesable debe ir a un lugar sagrado (las ruinas de Angkor Vat de Camboya en Deseando amar, el faro de Ushuaia al sur de Argentina en Happy Together o ese lugar ficticio en el que se recuperan los recuerdos perdidos en 2046) para dejarlo ahí, liberarse del secreto, no necesariamente contándolo al mundo. Me parece que hay una ética de la discreción en eso. Para Wong Kar-Wai, la búsqueda de redención es religiosa, no psicoanalítica: soltamos el lado oscuro del pasado a través de la confesión privada y el llanto liberador, y en esa experiencia el futuro reverdece.


René Char lo dijo a su manera: “Mantén cara a los demás lo que a solas te prometiste. Allí está tu contrato”. Cuando se vive una tristeza profunda derivada de secretos y simulaciones, quizá el ideal sea el de la transparencia: vivir de forma tal que todo lo íntimo pueda volverse público. Si en algún momento del pasado no fue así, comenzar a hacerlo en lo inmediato. Sería ésta una manera en que la escisión entre ser y parecer no se ahondase, de que ese abismo (que es herida) vaya acercando sus paredes.

En el fondo mi deseo es creer que cuando dos logran compasión, sentir el dolor del otro, acaso pueden renacer y salvarse.