19 de septiembre de 2010

Nostalgia por anticipado

Resulta que uno construye rutinas porque es el único modo que nos permite lidiar con el sinsentido de la vida diaria. Claro, algunos tienen fe en ciertos principios o un tipo particular de creencias religiosas, pero a la hora de experimentar el día a día, nada nos hace sentir más seguros que la certidumbre que da la inercia. Un ensayo de Alejandro Rossi titulado “Confiar”, habla sobre ello: “Creer en el mundo externo, en la existencia del prójimo, en ciertas regularidades, creer que de algún modo somos únicos, confiar en determinadas informaciones, corresponde no tanto a una sabiduría adquirida o a un conjunto de conocimientos, sino más bien a lo que Santayana llamaba la fe animal, aquella que nos orienta sin demostraciones o razonamientos, aquella que, sin garantizarnos nada, nos separa de la demencia y nos restituye a la vida”.

Es por ello que avanzamos lidiando con las horas y las semanas, los días dichosos y los días adustos, como si fuésemos un tipo de ciegos que apuestan a la luz futura. Y llega esa fecha que nos dice que la esperanza no es idea pura, sino que a veces logra concretizarse; se trata de ese instante que se presenta como aquellos billetes hallados en un pantalón relegado en el closet, y que para los mexicanos suele adquirir cuerpo en la noticia de un día festivo que se acerca, o un puente excesivo que a cierto presidente derrochador le dio en gana regalar a sus súbditos. Y entonces se abre el paréntesis festivo, la posibilidad de cambiar de prendas y romper automatismos, el ansia del relajo mexicano. A partir de ahí todos nos empeñamos en hacer planes que, en esta coyuntura particular, se enumeran como técnicas para no dar “el grito”: ir a Reforma, pero sin convencimiento patriótico; echar chelas con un grupo de amigos; inventar un cineclub ambulante… En ese breve periodo de cinco días de asueto consecutivos, el cuerpo es quien padece las consecuencias más visibles, entre las que destacan que el reloj biológico retrase las horas del desayuno, y la báscula nos muestre que si no la mente, el peso sí ha envejecido… Hasta que llega el regreso a la rutina, la mala conciencia del fin, la cruda.

“No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”, canta Joaquín Sabina en una de sus rolas acostumbradas. No estoy tan seguro de ello. Creo que una nostalgia más atroz tiene que ver con añorar lo que ya no puede seguir ocurriendo. Hablo por supuesto del ocio de estos días, y también de la ruptura de las costumbres cotidianas –una experiencia que cualquier hombre moderno añora, constantemente, al irse a la cama. Nostalgia previa a la caída, sin duda la peor: el asesino que comprende que ha sido descubierto sufre más que aquel otro, que ya se encuentra capturado.

El último día de un puente es similar a esa atmósfera que rodea a las parejas que han decidido separarse. Como en aquella película de François Ozon titulada 5x2; se trata del relato de un desamor, contado a la inversa. La historia de una separación que comienza con el fin, con el divorcio, y termina en el momento en que ambos se han enamorado. La sensación del espectador es ambigua: sabemos que ese idilio perfecto en que dos conjugan sus vidas, terminará mal. Una melancolía anticipada. Eso ocurre este domingo, en que la rutina se anuncia como el único des(a)tino posible, a partir de que suene la alarma del reloj a las 6:30 am del lunes, y vuelva a renovarse el sentido de los días, tan uniforme y abstruso. Volvemos a la confianza básica, la fe primaria, el desgaste de las horas, gracias a la apuesta de seguir en el mismo universo conocido.
Pero hoy todavía no ocurre eso. Aquello pasará mañana. Hoy sólo es clara la conciencia del fin, sin el final dado. Esa sensación que siempre asocio con el aprendizaje, la vejez o el purgatorio.

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