Mostrando entradas con la etiqueta Cinefilia. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Cinefilia. Mostrar todas las entradas

19 de febrero de 2014

Las películas que vi durante mis días de influenza

Before Sunrise (1995), Richard Linklater
Before Sunset (2004), Richard Linklater
Before Midnight (2013), Richard Linklater
Flags of Our Fathers (2006), Clint Eastwood
Letters from Iwo Jima (2006), Clint Eastwood
J. Edgar (2011), Clint Eastwood
Obsession (1976), Brian de Palma
Dressed to Kill (1980), Brian de Palma
Easy Rider (1969), Dennis Hopper
Usual suspects (1995), Brian Singer
Intolerable Cruelty (2003), Joel & Ethan Coen
Kung Fu Panda (2008), Mark Osborne y John Stevenson
Ponyo (2008), Hayao Miyazaki
Spring Breakers (2012), Harmony Korine
Django Unchained (2012), Quentin Tarantino

10 de agosto de 2013

Lo mejor del cine iberoamericano

Mi irremediable obsesión por los listados y mi gusto por el cine me llevaron a encontrar estas tres selecciones de lo mejor del cine iberoamericano. Más allá de estar de acuerdo o no con los criterios y la elección de estas obras, los ejercicios realizados resultan estimulantes...


Revista Arcadia / Las 25 mejores películas latinoamericanas de la historia

1. Amores perros (México, 1999) Alejandro González Iñárritu
2. Memorias del subdesarrollo (Cuba, 1968) Tomás Gutiérrez Alea
3. Ciudad de Dios (Brasil, 2002) Fernando Meirelles, Kátia Lund
4. Los olvidados (México, 1950) Luis Buñuel
5. La ciénaga (Argentina-Francia-España, 2000) Lucrecia Martel
6. Whisky (Uruguay-Argentina-Alemania-España, 2004) Pablo Stoll, Juan Pablo Rebella.
7. El secreto de sus ojos (Argentina, 2009) Juan José Campanella
8. El ángel exterminador (México, 1962) Luis Buñuel
9. La historia oficial (Argentina, 1985) Luis Puenzo
10. Dios y el diablo en la tierra del sol (Brasil, 1963) Glauber Rocha
11. Rodrigo D. No futuro (Colombia, 1990) Víctor Gaviria
12. Y tú mamá también (México, 2001) Alfonso Cuarón
13. Estación central de Brasil (Brasil, 1997) Walter Salles
14. Historias mínimas (Argentina, 2002) Carlos Sorin
15. La vendedora de rosas (Colombia, 1998) Víctor Gaviria
16. Nueve reinas (Argentina, 2005) Fabián Bielinsky
17. El hijo de la novia (Argentina, 2001) Juan José Campanella
18. La estrategia del caracol (Colombia-Italia, 1993) Sergio Cabrera
19. El lugar sin límites (México, 1978) Arturo Ripstein
20. Fresa y chocolate (Cuba-México-España, 1993) Tomás Gutiérrez-Alea, Juan Carlos Tabío
21. La batalla de Chile (Chile, 1975-1979) Patricio Guzmán
22. El pez que fuma (Venezuela, 1977) Román Chalbaud
23. Machuca (Chile-España-Reino Unido-Francia, 2004) Andrés Wood
24. La teta asustada (Perú-España, 2009) Claudia Llosa
25. Pixote (Brasil, 1981) Héctor Babenco

Casa de América / 20 años de Cine Iberoamericano

Un lugar en el mundo (Argentina, 1992) Adolfo Aristarain
Fresa y chocolate (Cuba-México-España, 1993) Tomás Gutiérrez-Alea, Juan Carlos Tabío
La estrategia del caracol (Colombia-Italia, 1993) Sergio Cabrera
Gatica, el mono (Argentina, 1993) Leonardo Favio
Profundo carmesí (México-España-Francia, 1996) Arturo Ripstein
Estación central de Brasil (Brasil, 1997) Walter Salles
Chile, la memoria obstinada (Chile-Canadá-Francia 1996-1997) Patricio Guzmán
La vendedora de rosas (Colombia, 1998) Víctor Gaviria
Amores perros (México, 1999) Alejandro González Iñárritu
La ciénaga (Argentina-Francia-España, 2000) Lucrecia Martel
Plata quemada (Argentina-España, 2000) Marcelo Piñeyro
Mundo grúa (Argentina, 2000) Pablo Trapero
Ciudad de Dios (Brasil, 2002) Fernando Meirelles
Edificio Master (Brasil, 2002) Eduardo Countinh
Suite Habana (Cuba-España, 2003) Fernando Pérez
Whisky (Uruguay-Argentina-Alemania-España, 2004) Pablo Stoll, Juan Pablo Rebella.
Machuca (Chile-España-Reino Unido-Francia, 2004) Andrés Wood
Cobrador, In God We Trust (Argentina-Brasil-España-México-Reino Unido, 2007) Paul Leduc
Los que se quedan (México, 2008) Juan Carlos Rulfo, Carlos Hagerman
La teta asustada (Perú-España, 2009) Claudia Llosa

Festival de Valdivia / 10 films esenciales del período 1993-2012

1- Whisky (Uruguay, 2004) Pablo Stoll-Juan Pablo Rebella
2- Luz silenciosa (México, 2007) Carlos Reygadas
3- Santiago (Brasil, 2007) João Moreira Salles
4- La libertad (Argentina, 2001) Lisandro Alonso
5- La ciénaga (Argentina, 2001) Lucrecia Martel
6- Historias extraordinarias (Argentina, 2008) Mariano Llinás
7- Un tigre de papel (Colombia, 2007) Luis Ospina
8- Hamaca paraguaya (Paraguay, 2006) Paz Encina
9- Silvia Prieto (Argentina, 1999) Martin Rejtman
10- Aquí se construye (Chile, 2000) Ignacio Agüero

16 de junio de 2013

Agamben sobre Welles, Don Quijote, la imaginación y el desencanto

"Sancho Panza entra en un cine de una ciudad de provincia. Viene buscando a don Quijote y lo encuentra: está sentado aparte y mira fijamente la pantalla. La sala está casi llena, la galería –que es una especie de gallinero– está completamente ocupada por niños ruidosos. Después de algunos intentos inútiles de alcanzar a Don Quijote, Sancho se sienta de mala gana en la platea, junto a una niña (¿Dulcinea?) que le ofrece un chupetín. La proyección está empezada, es una película de época, sobre la pantalla corren caballeros armados, de pronto aparece una mujer en peligro. Inmediatamente Don Quijote se pone de pie, desenvaina su espada, se precipita contra la pantalla y sus sablazos empiezan a lacerar la tela. Sobre la pantalla todavía aparecen la mujer y los caballeros, pero el rasgón negro abierto por la espada de Don Quijote se extiende cada vez más, devora implacablemente las imágenes. Al final, de la pantalla no queda casi nada, se ve sólo la estructura de madera que la sostenía. El público indignado abandona la sala, pero en el gallinero los niños no paran de animar fanáticamente a Don Quijote. Sólo la niña en platea lo mira con desaprobación.

¿Qué debemos hacer con nuestras imaginaciones? Amarlas, creerlas a tal punto de tener que destruir, falsificar (este es, quizás, el sentido del cine de Orson Welles). Pero cuando, al final, ellas se revelan vacías, incumplidas, cuando muestran la nada de la que están hechas, solamente entonces pagar el precio de su verdad, entender que Dulcinea –a quien hemos salvado– no puede amarnos."


Giorgio Agamben, "Los seis minutos más bellos de la historia del cine",
en Profanaciones. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2005, pp. 123-124.


2 de octubre de 2012

La intimidad del poder



Hay infinidad de películas que podrían entrar en un ciclo de cine político. Para nombrar algunos clásicos habría que incluir Z de Costa-Gavras, La Battaglia di Algeri (La batalla de Argel) de Gillo Pontecorvo o JFK de Oliver Stone. Si se quisiera dar cuenta de los relatos de militancia y traición, del terror y la coerción estatales, o de los mecanismos de persecución y censura habituales en nuestra “modernidad” política, habría que incluir, entre muchos, algunos de los siguientes títulos:

Full Metal Jacket (Cara de guerra), de Stanley Kubrick
In the name of the father (En el nombre del padre), de Jim Sheridan
Das Leben der Anderen (La vida de los otros), de Florian Henckel von Donnersmarck
Germinal, de Claude Berri
O Que É Isso, Companheiro? (Cuatro días en septiembre), de Bruno Barreto
Malcom X , de Spike Lee
La estrategia del caracol, de Sergio Cabrera
Kiss of the spider woman (El beso de la mujer araña), de Héctor Babenco
Persépolis, de Vincent Paronnaud y Marjane Satrapi
El Salvador, de Oliver Stone
Safar e Ghanderhar (Kandahar), de Mohsen Makhmalbaf
American History X (Historia americana X), de Tony Kaye
Turtles Can Fly (Las tortugas pueden volar), de Bahman Ghobadi
Land and Freedom (Tierra y Libertad), de Ken Loach
Azúcar amarga, de León Ichaso
Yoyes, de Helena Taberna

 
Otra posible selección consistiría en elegir una serie de obras que, enmarcadas en la forma del documental, hubiesen sido importantes para ejercer la denuncia, construir versiones no oficiales de la historia y permitir la problematización reflexiva ante ciertas crisis o sucesos que van más allá de la coyuntura. Entre ellos, destaco los siguientes:

Shoa, de Claude Lanzmann
Nuit et brouillard (Noche y niebla), de Alain Resnais
La batalla de Chile, de Patricio Guzmán
El grito, de Leobardo López
Power trip, de Paul Devlin
Farenheit 9/11, de Michael Moore
Vals Im Bashir (Vals con Bashir), de Ari Folman
Promises (Promesas), de B. Z. Goldberg, Carlos Bolado y Justine Shapiro
Darwin's nightmare (La pesadilla de Darwin), de Hubert Sauper


No obstante, si me encargaran hacer un ciclo de cine político, me remitiría a aquella dimensión de la política que tiene que ver con nuestra vida cotidiana, con nuestras relaciones íntimas, con la manera en que nos relacionamos con los otros y que, a final de cuentas, define nuestro contacto con la realidad. Por ello, propondría el ciclo, dividido de la siguiente manera:

Política de la amistad: Låt den rätte komma in (Déjame entrar) de Tomas Alfredson
Política de la pasión: Damage (Obsesión), de Louis Malle
Política de la esperanza: Requiem for a dream (Réquiem por un sueño), de Darren Aronofsky
Política de la redención: Walk on water (Caminando sobre el agua), de Eytan Fox
Política de lo filial: Ma mère (Mi madre), de Christophe Honoré
Política de la dignidad: Of Gods and Men (De hombres y de dioses), de Xavier Beauvois
Política de la venganza: Dogville, de Lars von Trier
Política de la renuncia: My life without me (Mi vida sin mí), de Isabel Coixet
Política del autoengaño: Familia, de Fernando León de Aranoa
Política del dolor: Génova, de Michael Winterbottom
Política de la verdad: Goodbye Lenin (Adiós a Lenin), de Wolfgang Becker
Política del arrepentimiento: Magnolia, de Paul Thomas Anderson
Política de la resistencia: Kamtchatka, de Marcelo Piñeyro
Política de la memoria: Mia eonitita ke mia mera (La eternidad y un día), de Theo Angelopoulos
Política de la responsabilidad: Detachment (Indiferencia), de Tony Kaye


El ciclo llevaría por título “La intimidad del poder” y tendría dos epígrafes. El primero es un verso de Efraín Bartolomé : “¿De qué modo construimos en nosotros la ruina?” El segundo proviene de una tajante frase de Spinoza: “Entender es un simple y puro padecer”.

18 de agosto de 2012

Servidumbre y complicidad


En un cuento de Borges, se describe así a un personaje: “era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres”. Tal condición esquizofrénica me resulta familiar. Sentirnos, a la vez, libres y esclavizados forma parte de las formas de vida contemporáneas, al menos para quienes gozamos de la hipocresía liberal.

Desde hace tiempo gira en mi mente una reflexión que atañe a lo que podría considerar como mi origen clasemediero: la percepción de que la servidumbre, en tanto sinónimo de sujeción, es uno de los tópicos que difícilmente desaparecerán en las sociedades modernas, ya sea como criterio de estatus o como fundamento de autoridad. Sospecho que tal idea es la que dio origen (a mediados del siglo XVI) a ese famoso ensayo anárquico de Étienne de La Boétie, el cual constituye un llamado a ir en contra de la propia esclavitud: Discurso de la servidumbre voluntaria. Un siglo después, el propio Pascal llegó a afirmar que la incapacidad para dominar las propias pasiones implicaba no sólo servidumbre sino vergüenza.

Con ello en mente, se me ha ocurrido un nuevo ciclo de cine propicio para pensar el tema. Tendría que ver no necesariamente con aquellas películas en donde la servidumbre se constituye como personaje principal (como en The remains of the day, de James Ivory), sino en donde la servidumbre se concibe como escenario en cuya complicidad se gesta cierta autonomía, cierta búsqueda por la destrucción de los lazos de autoridad. En ese sentido, el ciclo podría llevar como epígrafe la frase que pronuncia uno de los personajes de Tolstoi, en Ana Karenina: "al suprimir la servidumbre nos han quitado la autoridad". Hasta el momento estas serían las películas que incluiría en el hipotético maratón cinéfilo:

The cook, the thief, his wife & her lover (El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante), de Peter Greenaway
Gosford park (Muerte a la medianoche), de Robert Altman
Festen (La celebración), de Thomas Vinterberg
Yes, de Sally Potter
Crash (Alto impacto), de Paul Haggis

La idea de propiedad, por supuesto, es lo que debería estar en el centro de la atención a la hora de atender a dicho ciclo. Y una lectura podría propiciar fructíferas discusiones: “La producción del arte y de la gloria” de Bertolt Brecht. Desde ahí, lo que para mí resultaría imprescindible sería pensar la servidumbre ya no sólo como relación social que genera subordinación, sino como un lugar de eclosión, como un punto crítico desde el cual es posible mirar y denostar las formas de construir prestigio. Me parece que en estas películas se generan, desde la noción de servidumbre, vínculos que pretenden o logran trastocar las relaciones (materiales) en las que se sostienen las hipócritas ideas de autoridad y de reputación que siguen vigentes en nuestros días. Como escribió Julio Ramón Ribeyro: “toda adquisición es una responsabilidad y por ello una servidumbre”.

4 de enero de 2012

De la cordura al alucine

Lo maravilloso en Fellini es su capacidad para, de un momento a otro, cambiar de atmósferas, manipular el estado anímico del espectador, quien salta del bullicio festivo a la contemplación melancólica del universo, de la cordura al alucine, en apenas unos instantes. Esto es más que evidente en La dolce vita.

21 de agosto de 2011

Cine y venganza. Las huellas de Edmond Dantès



Salvo que nos consideremos candidatos a beatificación o estemos en nuestros primeros años de edad, todos hemos sentido alguna vez la tentación de la venganza. Sobre todo si habitamos un país en donde se practican, a diario, múltiples mecanismos de discriminación económica, injusticia social y exclusión política o jurídica. Cada vez resulta menos extraño estar desamparados frente a la difamación, los atropellos y todo tipo de abusos y ultrajes. Como los personajes kafkianos, somos seres con fe en un mundo sin dioses. La dignidad o la reconciliación ya no forman parte de nuestra cultura política, las instituciones garantizan poco y, por el contrario, muchas veces quienes las representan (detrás de un escritorio, una ventanilla o un teléfono) nos resultan anónimos invasores de la privacidad o estafadores sistemáticos difíciles de esquivar; en suma, vivimos lo público como espacio de rapiña, en donde el individuo no tiene cabida. De ahí que nuestras prácticas cotidianas se vuelvan cada vez más defensivas. Si algún entomólogo fuese capaz de observar a través de un microscopio los símbolos que portamos todos los días, observaría nuestras ciudades repletas de caparazones y escondrijos, espinas y espadas. Frente al desdén o la maledicencia, frente a los privilegios o la hipocresía, enarbolamos el vocabulario de la sobrevivencia: “hay que protegernos”, “cuídate, por favor”, “es mejor no exponerse”, “no te dejes”, “lo único que te queda es el desquite”.

Cuando no existen caminos legales o legítimos para el resarcimiento, la tentación que se presenta es la de recorrer la senda inversa: ponernos del otro lado del poder, llevar a cabo un ajuste de cuentas personal, dejar de ser víctimas para convertirnos en victimarios, ejercer de cualquier modo una revancha física o simbólica. En nuestro imaginario aparecen, cada vez con mayor recurrencia, escenas en donde restauramos nuestra dignidad a través de un acto de represalia contra quien nos ha violentado previamente –lo cual además de corrosivo para el espíritu, es un deterioro de la propia voluntad y de la imagen que tenemos del espacio que compartimos con los otros. Por supuesto estoy hablando de cosas que al final terminan siendo contraproducentes. ¿Cómo justificar la posibilidad del envilecimiento mutuo, la impulsiva destrucción de la convivencia en aras del desagravio personal? Por más absurdo que parezca, nos hemos acostumbrado a actuar en beneficio de aquello que a mediano o corto plazo nos provocará perjuicios, terminamos atrapados en el remolino que estuvimos dispuestos a impulsar.

Pienso en todo esto porque de pronto me he dado cuenta que últimamente las películas que más me estimulan son aquellas que tienen como temática fundamental el asunto de la venganza, y en específico la relación entre venganza y culpa. Es como si en ese vínculo estuviera inscrita buena parte de nuestras decisiones cotidianas, como si ahí se hiciese evidente que somos cada vez más incapaces de reivindicar nuestra dicha más allá de la infelicidad ajena: “no dejo pasar a ese coche porque una cuadra antes un conductor no me dio el paso a mí”; “como estoy molesto porque no me habló antes, ahora yo no le devolveré la llamada”; “si no apoyan las cosas que pienso deben hacerse, menos escucharé los argumentos que tienen para no hacerlas”... y así hasta el infinito. Hablo de esas venganzas cotidianas y silenciosas que se vuelven motores vitales y le dan sentido a nuestros días, de esas venganzas que muchas veces son ejercicios de la crueldad.

De ahí que me venga a la cabeza un posible ciclo de cine conformado por películas en donde se discutan las consecuencias de la venganza y la culpa. El ciclo podría denominarse “Heridas abiertas”, “Víctimas y victimarios” o “Las huellas de Edmond Dantès”, y como epígrafe podría llevar alguna de las siguientes frases: “La crueldad, como cualquier otro vicio, no requiere ningún motivo para ser practicada, apenas oportunidad” (George Eliot) o “Los dioses de la venganza obran en silencio” (Schiller).

Lo complicado sería, sin duda, la elección de películas, dada la infinidad de cintas que tratan el tema. Hay algunas que utilizan la venganza personal como pretexto para desarrollar películas de acción. Entre ellas vienen a mi mente: The Limey (El halcón inglés) de Steven Soderbergh, Revenge (Revancha) de Tony Scott, Taken (Venganza) de Pierre Morel, Death Sentence (Sentencia de muerte) de James Wan, Vengeance (Venganza) de Johnnie To, Payback (La revancha) de Brian Helgeland, Brave Heart (Corazón valiente) de Mel Gibson e incluso Batman Begins (Batman inicia) de Christopher Nolan. Algunas otras están construidas desde una perspectiva, a mi parecer, más atractiva, en donde las implicaciones psicológicas y sociales refieren a la imposibilidad no sólo del perdón sino de recuperar la identidad fracturada. Entre ellas me parecen significativas: Festen (La celebración) de Thomas Vinterberg, In the bedroom (Crimen imperdonable) de Todd Field y Memento (Amnesia) de Christopher Nolan. Otros acercamientos de interés, pero que no consideraría para el ciclo por salirse del enfoque buscado incluirían: V for Vendetta (V de Venganza) de James McTeigue, Fatal Attraction (Atracción Fatal) de Adrian Lyne, Sweeney Todd. The Demon Barber of Fleet Street (Sweeney Todd. El barbero diabólico de la calle Fleet) de Tim Burton, Carrie de Brian de Palma, o Kill Bill, vol. I y II de Quentin Tarantino.

¿Cómo justificar entonces la selección que propongo? ¿Cuáles serían los criterios posibles para reducir el espectro y constituir un conjunto con cierta unidad? Se me ocurre plantearlo de este modo. Habría que elegir aquellas películas en donde la venganza se convierte en un problema moral para el espectador. Si como dice Todorov, la venganza es una de las maneras en que el presente queda supeditado al pasado, el cuestionamiento que debería regir al ciclo sería: en momentos en que desaparecen las orientaciones éticas y las víctimas reclaman su derecho a cierta reparación o desagravio, ¿es válido “explotar aquel pasado de sufrimientos como una fuente de poder y de privilegios”? A partir de esto, las películas que elegiría para el ciclo, hasta el momento, serían las siguientes:

Dogville, de Lars von Trier
La tourneuse de pages (La cambiadora de páginas), de Denis Dercourt
Oldboy (Cinco días para vengarse), de Park Chan-wook
Trzy kolory: Bialy (Tres colores: Blanco), de Krzysztof Kieslowski
Relatos salvajes (Relatos salvajes), de Damián Szifron
Ping Pong, de Matthias Luthardt


En el ciclo también podría entrar alguna versión de El conde de Montecristo o de Hamlet, o cualquier otra de las películas que conforman la trilogía de Park Chan-wook: Chinjeolhan geumjassi (Señora venganza) o Boksuneun naui geot (Señor venganza)… pero a mi parecer un buen ciclo, entre más breve, mejor. Elegir es equivocarse, por supuesto, y siempre se puede volver. Habrá quien no esté de acuerdo y suelte improperios ante lo escrito en este texto. Frente a las exclamaciones de antemano adivinadas, me resguardo en las palabras de Alceo: “Si podemos olvidar esta ira, nos libraremos de la ruptura que roe los corazones”.

26 de junio de 2011

Mi madre y "La aldea"


Cuando le cuento a mi madre que haré un viaje, lo que viene a su mente son anécdotas ilustrativas: “mi amigo X tenía planeado un viaje completísimo a Europa, había comprado boletos de avión, reservado hoteles, contratado tours…, pero una semana antes a su esposa le detectaron problemas en el corazón, tuvo que cancelarlo todo, perdió mucho dinero, hubo que operarla, imagínate si se hubieran ido y se ponía mal allá…” Desde niño era así, mi madre siempre me planteaba los peores escenarios posibles, como si el mundo fuese un lugar en donde sólo excepcionalmente las desventuras no ocurrían.

Ahora veo que era su manera de mantenerme “dentro”, su método para que no emigrara, no a otro lugar, sino a otra forma de pensamiento. No creo que lo hiciera concientemente. Más que necesidad de control, me parece que opera en ella un mecanismo de preservación: si no volteamos a ver el mundo, acaso podamos prevalecer en nuestro estado de excepción, en nuestro edén privado, al interior de nuestra cofradía religiosa. Para mi madre y para el resto de mi familia, convencidamente protestantes, el mundo no es otra cosa que una constante amenaza.

Quizá por ello es que cuando vi la película The Village (La aldea, 2004) de M. Night Shyamalan me pareció tan significativa. Un grupo de amigos deciden aislarse de la civilización y construyen un mundo aparte, con normas morales rígidas que impidan que “el mal” (el asesinato, la traición, el dolor) vuelva a herirlos. Al interior de un reserva ecológica, viven de manera austera, sin tecnología moderna, en las condiciones de una sociedad rural típica del siglo XVIII. Para evitar que sus hijos y sus nietos salgan al mundo, inventan una ficción radical: la aldea en la que viven está rodeada por un bosque mágico en el que habitan creaturas peligrosas capaces de aniquilar a quien las desestime. Frente a una situación crítica, la ficción comienza a tambalearse y “el mal” vuelve a ingresar al paraíso prefabricado. Lo que más llama la atención es la forma en que está narrada esta fábula moral: poco a poco, la trama va develando el misterio y la realidad de los hechos que, como espectadores, desconocemos. De hecho, quien logra romper las trabas morales al interior de la película resulta ser quien carece de vista, la personaje ciega, como si sólo a partir de una anomalía fuese posible ver la verdad. Y eso es acaso lo que me fue ocurriendo a mí mismo frente a mi familia: fui descubriendo, lentamente, que la ficción que me habían contado no sólo era muy limitada, sino que me hacía difícil observar el mundo y disfrutar la vida.

El proceso no ha sido sencillo. Pasé mi infancia y mi adolescencia bebiendo límites y miedos: formas de la ceguera. Esto, en principio, me impidió ser arrojado, me enseñó a contenerme; inhibió y limitó mi mirada. Además, me dificultó incorporarme a cualquier otro círculo que no fuese el de mi comunidad religiosa originaria (cada vez que lo intentaba sentía como si le fuese infiel). Después, fue cambiando mi percepción. Me sentí cada vez menos integrado a mi ambiente familiar: resultó que las restricciones excesivas me llevaron a la asfixia y a la necesidad de romper ataduras. Desde entonces, todas mis decisiones han girado en torno a transgredir ciertas convenciones (las de mi familia) y encontrar modos de escapar de los miedos y sus consecuencias. Desde haber estudiado una carrera relacionada con las humanidades, hasta romper promesas personales (pasando por no escribir en géneros canonizados o por buscar estar siempre en los linderos de las disciplinas), he vivido intentando escapar de la aldea. En todo caso, violando preceptos impuestos por alguna tradición o autoridad.

Por supuesto esto es algo con lo que sigo lidiando y que no siempre logro manejar con astucia. A veces me descubro huyendo de cosas realmente necesarias, indispensables y de gran valor. Otras, me veo abrazando horrores cuya naturaleza no comprendo, pero a los que me acerqué en mis ansias de fuga. Supongo que buena parte de esa “liberación” a la que me refiero, me hizo darle un valor extremo a la transgresión y me llevó a sentirme incluso como una especie de disidente; lo cual, visto con objetividad, es una mala broma. Cualquiera que vea el modo en que vivo puede asumir, con justo criterio, lo contrario.

A final de cuentas, día con día me veo en la disyuntiva constante de no querer pertenecer y sin embargo, necesitar sentirme incluido… en lo que sea: una reunión, un congreso, una familia. La intención de mi madre, tan parecida a la ficción de La aldea, tenía como fondo intentar preservarme en estado de inocencia. No salir nunca de ahí. Muchas veces, en medio del chismorreo o la maledicencia (e incluso en medio de otros actos menos respetables), me veo buscando lo mismo, como si toda mi vida fuese una suma de mecanismos para volver, como si siempre hubiese querido regresar a ese lugar sin amenazas. No obstante, a estas alturas sé que la inocencia no es algo que uno extravía en el pasado o pueda heredar, sino una condición que en todo caso, se conquista, luego de haber lidiado con todo tipo de impurezas, amenazas y heridas. A veces me gustaría que mi madre explorara el bosque que rodea su aldea.

Y sí, me gustaría que entendiera lo que significan para mí esas palabras de José Emilio Pacheco que dicen “He inventado una selva pero me falta un árbol que la pueble”.

31 de enero de 2011

Brevísima nota sobre Aronofsky


En The Wrestler (El luchador, 2008) Darren Aronofsky profundiza en el tema de la lucha contra uno mismo. Más que la actuación de Mickey Rourke (Randy) y el tan bien logrado relato de una caída, lo mejor de la cinta es sin duda la oposición entre las dos vidas del personaje principal. Mientras en su vida arriba de los cuadriláteros Randy es un ídolo y todos lo reconocen (incluso en una firma de autógrafos decadente), en su trabajo cotidiano se trata de un tipo anodino, cuyo jefe es un empleado de tercer nivel que lo trata pésimo, igual que el resto del mundo (una anciana lo humilla obligándolo a aumentar y reducir arbitrariamente puré de papa en su papel de tendero). Tan separadas son ambas líneas de vida que en el momento en que se ve desvanecida la frontera que las separa, la trama se resuelve. Cuando un cliente reconoce a Randy como el antiguo gran luchador que fue, el destino del protagonista se define y decanta hacia una de las dos esferas de su mundo, aún a costa de su propia vida.

Algo similar ocurre en The Black Swan (2010), la última película de Aronofsky. Natalie Portman encarna estupendamente a una bailarina (Nina Sayers), cuya disputa por lograr interpretar al Cisne Negro en el "Lago de los cisnes" la enrola en un despiadado proceso de maduración, reconocimiento y autodestrucción. Se trata del relato de una metamorfosis: conforme Nina comienza a descubrir su lado oscuro, la existencia deja de estar asentada en certezas y comienza a visualizarse como un espacio en donde realidad y fantasía, deseo y verdad, no tienen asideros firmes y se confunden. Cuando la metamorfosis concluye, la duplicidad del personaje desaparece y la tragedia narrada por el "Lago de los cisnes" pasa de la ficción a la realidad, terminando con cualquier ambigüedad que hubiese tenido el espectador.

Sin duda, Aronofsky es un notable edificador de personajes escindidos y relatos que giran en torno a la auto-aniquilación humana. Si uno recuerda Requiem for a dream (Réquiem por un sueño, 2000) o Pi (El orden del caos, 1998), es claro que el universo narrativo que construye su cinematografía no deja muchas puertas de salida o salvación. Como si cualquier tentativa de introspección en la psique o el alma no procurara sino un abismamiento mayor.

15 de noviembre de 2010

Lost in... Somewhere


Resulta que las personas me observan en sitios y no me saludan. O lo contrario: se acercan a sujetos que al final resultan no ser yo. La sensación constante de estar en otra dimensión me persigue. Alguien me cuenta que estuvo a las mismas horas que yo en cierto lugar y ninguno de los dos cruzó los ojos con el otro. Habito un paraíso donde mis pares no existen, del que mis afines están excluidos. Sólo me rodean extraños.

También hay otras formas de la vida doble. Por ejemplo, el viernes fui a ver Somewhere, de Sofía Coppola en la Cineteca Nacional. Hace un rato una amiga me escribió que me vio aquel día, pero iba a lo lejos y yo estaba a punto de subir a mi automóvil. También me dijo que tuvo una sensación extraña, como si yo me hallara por alguna razón en otro mundo. Otra amiga más me vio en el mismo sitio, todavía en la sala, desde unas filas más atrás de donde yo observaba la cinta. Me llamó por mi nombre al terminar la película, pero no la escuché. Esperaba verme afuera, pero me esfumé rápido. Eso dijo. De todo esto yo no me percaté en un solo momento. No sé si yo soy el fantasmal o es el mundo que me rodea.

En algún lugar de la ciudad alguien, estoy seguro, revisa mis pasos, los imita o los mejora. Muchos me han hablado de mi doble. “Te vi en La Botica, pero no me pelaste cuando te hice señas”. Sé que soy despistado, pero suelo tener buena memoria y recuerdo haber estado en otro lugar, en algún lugar distinto de la ciudad. De pronto pienso que es esta ciudad la que me juega quimeras de la reproducción, la que me hace vivir este desdoblamiento, como si habitara en una superficie repleta de espejos. Un día, caminando sobre Insurgentes y San Luis Potosí, cerca del Mama Rumba, un hombre me gritó desde el otro lado de la calle, estacionó su coche en una esquina, dejándolo con las intermitentes encendidas, cruzó Insurgentes, corriendo hacia mí… temí lo peor. Al llegar y observar con detenimiento mi rostro, me dijo: “Ay, perdón, estaba segurísimo que eras alguien más. ¿No eres José Luis, verdad?”

Cuando me ocurren este tipo de cosas me siento perdido, como si hubiese extraviado algo. Como si el desdoblamiento imaginario me arrebatara una parte de la vida. Un día me ocurrió un encuentro extraño que ya he relatado en otro lugar. Fue en el metro, esa morada de la casualidad, es decir ese azaroso lugar donde vive y se cifra el destino. Ambos andenes se encontraban atestados de personas en espera de sus respectivos convoyes. Supongo que entre el calor y el hedor de los cuerpos arrejuntados, uno pierde toda referencia individual. La multitud desvanece las particularidades, la personalidad queda consumida. Por unos segundos pude verme, de frente, como en un espejo. Antes de la llegada del tren estaba ante mí, del otro lado de las vías, mi alter ego, dispuesto a desaparecer rumbo a Cuatro Caminos. Mientras me dirigía hacia Tasqueña, luego de perder su cuerpo entre la multitud y los vagones, imaginé a mi otro yo viviendo mi exacta vida en sentido contrario.


Cuando conoció esta historia, un amigo me mandó el siguiente relato:

* * *

El monstruo en el espejo

A Jez, el verdadero autor.

Entro al metro con una sensación borgeana en el estómago. Tengo el presentimiento de que me adentro en un laberinto y de que es posible que me pierda entre los túneles, o que mi tren quede atrapado en uno que constituya una circunferencia perfecta y me vea condenado a viajar eternamente. Pasando el torniquete me doy cuenta de que el laberinto es de caras, una marea de rostros en la que la propia identidad se pierde para dar paso al enjambre, una sola entidad moviéndose a su propio compás.
En el andén espero. Naturalmente, el tren está atrasado y eso me da oportunidad de observar a los de enfrente, que también aguardan nerviosos. Del otro lado está más vacío, una regla básica de la mala fortuna, como el pan que siempre cae del lado de la mermelada. Mi vista recorre de rutina las faces apuradas, ojos en los relojes y cabezas que se inclinan para dirigirse expectantes hacia la boca del túnel, invocando con su mirada magnética la aparición de los vagones. De pronto me detengo. Justo frente a mí, cara a cara… ¿podrá ser? Los lentes, la cola de caballo, el saco parchado… todo me delata: soy yo mismo. Me mareo. Pienso que mi mente exagera la desindividuación, que proyecta la identificación con la manada y la materializa en un cualquiera. Pero un nuevo vistazo no desaparece el espejismo, ahí está él, yo, negándome la duda. Tiene la misma expresión que el resto, se remuevo en su sitio, meto las manos a las bolsas, muevo una rodilla en dieciseisavos. Tan subsumido en su realidad que no me noto de este lado, observo al resto de sus compañeros de orilla, ignorante de ser objeto de más profundo examen. Mis mismos gestos los ve el que está del otro lado, el que entré con una sensación borgeana en el estómago. Veo, y él tras de mí, a una mujer sobresaliente, “Qué guapa” piensa. Siempre el mismo desencuentro, miles de féminas que son la misma por ser tan irreales como yo y el otro, carentes de estatuto ontológico hasta ser escupidos de vuelta por los torniquetes. Pero no hay tiempo para metafísica, se impaciento, toma el portafolios para apresurar la entrada a un espacio que aún no llega. Lo dejo de nuevo, no hay caso, otra vez el metro lo ha dejado plantado. Maldigo y desespera al mismo tiempo; ése que soy él se ríe sin que me entere, me creo tan divertido visto desde fuera que olvida su propia prisa. El reloj se mueve lentamente, y yo viéndolo, piensa que por lo menos los demás deberían ir al mismo ritmo.
Un silbato providencial lo distrae: las sierpes rodantes se acercan. Todavía alcanza a volverme a ver, calculando el sitio exacto en el que se detendrá la puerta. Subimos en direcciones opuestas, y tiene miedo de chocar consigo mismo entre la multitud. Al arrancar le viene la desagradable sospecha de que vive en sentido contrario, y que quizá sea el otro el que vaya en la dirección correcta. Yo, no me inmuto.

Hugo López Araiza Bravo
8 de septiembre de 2009

* * *

Mañana iré nuevamente al cine o saldré a recorrer calles en bicicleta, abriré un periódico sentado en un parque y voltearé a ver a los conductores de otros autos cuando me halle en el tráfico. Si vuelvo a encontrármelo, esta vez (quizá esta vez) lo increparé, le preguntaré qué es de su vida, cuál es el sentido de esta persecución, porqué las bifurcaciones y las réplicas. Y quizá con ello (tengo la esperanza) me abandone esta sensación de poseer dos vidas, esta ansia esquizofrénica en donde yo soy el único que siempre se halla fuera.

19 de septiembre de 2010

Nostalgia por anticipado

Resulta que uno construye rutinas porque es el único modo que nos permite lidiar con el sinsentido de la vida diaria. Claro, algunos tienen fe en ciertos principios o un tipo particular de creencias religiosas, pero a la hora de experimentar el día a día, nada nos hace sentir más seguros que la certidumbre que da la inercia. Un ensayo de Alejandro Rossi titulado “Confiar”, habla sobre ello: “Creer en el mundo externo, en la existencia del prójimo, en ciertas regularidades, creer que de algún modo somos únicos, confiar en determinadas informaciones, corresponde no tanto a una sabiduría adquirida o a un conjunto de conocimientos, sino más bien a lo que Santayana llamaba la fe animal, aquella que nos orienta sin demostraciones o razonamientos, aquella que, sin garantizarnos nada, nos separa de la demencia y nos restituye a la vida”.

Es por ello que avanzamos lidiando con las horas y las semanas, los días dichosos y los días adustos, como si fuésemos un tipo de ciegos que apuestan a la luz futura. Y llega esa fecha que nos dice que la esperanza no es idea pura, sino que a veces logra concretizarse; se trata de ese instante que se presenta como aquellos billetes hallados en un pantalón relegado en el closet, y que para los mexicanos suele adquirir cuerpo en la noticia de un día festivo que se acerca, o un puente excesivo que a cierto presidente derrochador le dio en gana regalar a sus súbditos. Y entonces se abre el paréntesis festivo, la posibilidad de cambiar de prendas y romper automatismos, el ansia del relajo mexicano. A partir de ahí todos nos empeñamos en hacer planes que, en esta coyuntura particular, se enumeran como técnicas para no dar “el grito”: ir a Reforma, pero sin convencimiento patriótico; echar chelas con un grupo de amigos; inventar un cineclub ambulante… En ese breve periodo de cinco días de asueto consecutivos, el cuerpo es quien padece las consecuencias más visibles, entre las que destacan que el reloj biológico retrase las horas del desayuno, y la báscula nos muestre que si no la mente, el peso sí ha envejecido… Hasta que llega el regreso a la rutina, la mala conciencia del fin, la cruda.

“No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”, canta Joaquín Sabina en una de sus rolas acostumbradas. No estoy tan seguro de ello. Creo que una nostalgia más atroz tiene que ver con añorar lo que ya no puede seguir ocurriendo. Hablo por supuesto del ocio de estos días, y también de la ruptura de las costumbres cotidianas –una experiencia que cualquier hombre moderno añora, constantemente, al irse a la cama. Nostalgia previa a la caída, sin duda la peor: el asesino que comprende que ha sido descubierto sufre más que aquel otro, que ya se encuentra capturado.

El último día de un puente es similar a esa atmósfera que rodea a las parejas que han decidido separarse. Como en aquella película de François Ozon titulada 5x2; se trata del relato de un desamor, contado a la inversa. La historia de una separación que comienza con el fin, con el divorcio, y termina en el momento en que ambos se han enamorado. La sensación del espectador es ambigua: sabemos que ese idilio perfecto en que dos conjugan sus vidas, terminará mal. Una melancolía anticipada. Eso ocurre este domingo, en que la rutina se anuncia como el único des(a)tino posible, a partir de que suene la alarma del reloj a las 6:30 am del lunes, y vuelva a renovarse el sentido de los días, tan uniforme y abstruso. Volvemos a la confianza básica, la fe primaria, el desgaste de las horas, gracias a la apuesta de seguir en el mismo universo conocido.
Pero hoy todavía no ocurre eso. Aquello pasará mañana. Hoy sólo es clara la conciencia del fin, sin el final dado. Esa sensación que siempre asocio con el aprendizaje, la vejez o el purgatorio.

26 de mayo de 2010

Dejar ir

Hace no mucho fui a una fiesta a la que asistieron algunos integrantes del Cine Club de Ciencias de la UNAM. Mientras disfrutaba observando a la fauna universitaria y expelía mis cultivadas dotes antisociales, pensé en un posible ciclo sobre el dolor del duelo, sobre ese paréntesis de la vida que implica aceptar que los otros han partido, esa sensación de estar fuera del mundo mientras los otros siguen en él. Torres Bodet, en un texto rescatable, medita sobre esa percepción que implica tener conciencia de la muerte:

“Me asalta la amargura de estar viviendo, a mi modo, los días finales de Iván Ilich. Como a él, me irritan la alegría, la salud y la fuerza de los demás. Todos ellos tienen proyectos. Van a ver a sus amistades; llaman por teléfono para averiguar si la hora de esta o aquella cita se ha alterado. Sonreirán de cosas que ya no comprendo ahora. Hablarán de asuntos que, para siempre, ya no me afectan. Cada sonrisa que se dibuje en sus labios y cada palabra que digan los alejarán -aunque no lo quieran- de la pobre inquietud humana en que me debato. Condenados a muerte, lo estamos todos. Mientras la salud nos engaña, ignoramos lo riguroso de semejante condena. Vivir constituye un acto magnífico de egoísmo. El temor de morir no es menos egoísta sin duda, pero carece de toda magnificencia. Nos revela, de un golpe, lo absurdo de haber vivido como vivimos. Y nos demuestra -no con ideas generales, sino con hechos concretos, precisos y dolorosos- hasta qué punto la vida que, desde lejos, puede parecer afortunada, esconde un irreversible y tremendo error”.

De las múltiples cintas que me han venido a la cabeza para tal ciclo, cuyo título aún no logró hallar, elegiría, sin dudarlo, las siguientes:

La stanza del figlio (La habitación del hijo), de Nani Moretti 
Le chignon d'Olga (La sensualidad de Olga), de Jérôme Bonnell 
Lake Tahoe, de Fernando Eimbcke 
Trois couleurs: Bleu (Tres colores: Azul), de Krzysztof Kieslowski 
Exotica, de Atom Egoyan
Kirschblüten – Hanami (Las flores del cerezo), de Doris Dörrie 
Génova, de Michael Winterbottom


No obstante, me percato que aún debería ponderar la elección de otras cuantas películas más, pensando en este ciclo:

La Fracture du myocarde (La fractura del miocardio), de Jaques Fansten
The sweet hereafter (Dulce porvenir), de Atom Egoyan
The Darjeeling Limited (Viaje a Darjeeling), de Wes Anderson
Okuribito (Violines en el cielo), de Yôjirô Takita
Shadowlands (Tierra de sombras), de Richard Attemborough
Des plumes dans la tête (La pérdida), de Thomas de Thier
Sous le sable (Bajo la arena), de Francois Ozon
Bajo California. El límite del tiempo, de Carlos Bolado
In the bedroom (Crimen imperdonable), de Todd Field

Por supuesto, me vendría bien un poco de ayuda…

14 de mayo de 2010

Autorretrato fallido

Hace poco vi Los cosechadores y yo de Agnès Varda. Un documenal con tintes reflexivos (ensayísticos) y mucha intromisión de quien testifica los hechos: la propia directora, Agnès. Disfruté mucho el tono, la sensibilidad proyectada, la inteligencia apenas aludida.

Una escena admirable: mientras se dirige en coche a otro escenario de su narración, Agnès observa sus manos (arrugadas, de anciana, con pecas) y comienza a reflexionar sobre el tiempo, el horror que se acerca, la muerte. Más adelante retoma el motivo de las manos mientras observa autorretratos de Rembrandt. (Me hizo recordar lo que dice Reyes sobre las manos que retrata este artista: "mano de pintor que dibuja a sí misma"). Entonces, Ágnes vuelve a grabar sus manos, mientras éstas dan vuelta a las páginas y los cuadros. Hay en eso una intención sutil: decirnos que sólo a partir de las propias percepciones y miedos es factible ver el mundo real. ¿Mundo real? ¡Como si eso tuviera cabida en la existencia! (contestaría Pessoa). Se trata, por supuesto, de un alegato contra el prejuicio del realismo estético, del positivismo y sus reducciones extremas.

Todo esto me recuerda un texto de Juan José Saer (“El concepto de ficción”), y también la introducción que hace Tom Wolfe a su antología sobre El nuevo periodismo. En ambos se plantea cómo es más verdadero el mundo cuando se explicita la propia mirada (los prejuicios y valores de quien observa) que cuando se pretende objetividad y distancia (imposible hablar desde los objetos).

Y es en ese punto donde Agnès toma la actitud del ensayista (a la manera de Montaigne): es necesario interponerse entre la realidad y el lector para que la obra cobre sentido. Así, el documental aparece no sólo como una mirada hacia el mundo (un relato-verdad), sino como un medio para conocer al propio autor (un texto confesional-emotivo). Las manos de Agnès sirven de pretexto para ello, para hacernos entender que la vida del propio realizador afecta la realidad al narrarla. Que el autorretrato resulta necesario para convencer no sólo a partir de reflexiones, sino también a través de vínculos emocionales que se establecen con el lector-espectador.

Claro, medito todo esto mientras observo uno de mis autorretratos fallidos:


Y entonces pienso que probablemente todas estas palabras tienen un sentido absolutamente minúsculo, y me pongo a imaginar un velero que debe navegar un océano infinito en donde ni el viento ni la brisa poseen existencia.