1 de octubre de 2017

El Santo: el mito como status

I. Mausoleos del Ángel, 5 de febrero de 1984. “Santo. Santo. Santo. Santo…” Una multitud de ojos formada por miles de voces aclama a quien esculpió sus días con una máscara. Al sepelio asisten otros luchadores, como Blue Demon, Black Shadow, Huracán Ramírez, Ray Mendoza, Mil máscaras… Todos reconocen en el evento el fin de una época para un espectáculo en que, según Roland Barthes, “lo importante no es lo que se cree, sino lo que se ve”. Y lo visible aquí es la autenticidad contenida en el disfraz. Rodolfo Guzmán Huerta no está en el féretro; su lugar lo ocupa El Enmascarado de Plata. El poder de la máscara provoca que se entierre a alguien distinto al que nació 67 años antes. En México no es extraño que la identidad trastocada sobreviva al sujeto oculto tras ella, que el personaje legendario sustituya al individuo anónimo: los héroes están hechos de ficción y el rostro, de camuflajes. Juan Villoro, al escribir sobre el subcomandante Marcos, afirmaba que en el imaginario mexicano “la fuerza sólo existe encubierta” y por ello “la identidad desnuda debilita”. De ahí que la aglomeración se despida de El Santo y no de quien tres días antes reveló su semblante y su nombre oficial en un programa televisivo. El héroe de historietas vive y trasciende en contra de lo que escribió Alejandro Dumas: “Toda falsedad es una máscara, y por bien hecha que esté la máscara, siempre se llega, con un poco de atención, a distinguirla del rostro”. Ese dictum no se cumple con El Santo. Superficie y fondo, efigie y esencia son, para quienes lo preservan en la memoria, una misma realidad.

II. Si “el desenmascaramiento es la pérdida del rostro” (Monsiváis dixit), el sobrenombre también juega su papel en la mitificación del ídolo. Luego de varias identidades tentativas (Rudy Guzmán, El Hombre Rojo, El Incógnito, Demonio Negro, Murciélago II), Rodolfo Guzmán se autonombra El Santo y con ello se convierte en el centro de diversas mitologías: la que narra el ascenso épico de quien obtuvo por su primera lucha siete pesos y se convirtió, con el paso del tiempo, en éxito comercial en cuadriláteros y taquillas; la que recuerda al combatiente invencible, al adversario invicto en luchas donde apostó treinta y siete veces la máscara sin perderla; pero sobre todo, la que celebra al justiciero que triunfa, en cómics y películas, contra las fuerzas (humanas y sobrenaturales, mundanas o extraterrestres) del mal. En estos años, ver al Santo —sobre el ring, en historietas o proyectado en celuloide— permite atestiguar y expresar pasiones usualmente controladas; posibilita la vivencia de esa ofuscación llamada inverosimilitud; y reinventa, en propios y extraños, la telenovela en otros formatos.

III. Pocas horas antes de su muerte, El Santo escenifica en el teatro Blanquita un sketch humorístico: en un manicomio, varios desquiciados atacan al velador (representado por Alfredo Solares), el héroe llega para intentar salvarlo, pero luego de escaramuzas con patadas voladoras, llaves y hurracarranas, termina también enloquecido debido a los golpes, de modo que se vuelve un interno más. El Santo es, a fin de cuentas, un símbolo y como tal, difícil de descifrar en sus múltiples significados y variantes. Pero en general remite, una y otra vez, al delirio. Cualquiera que haya visto El Santo y Blue Demon contra las momias de Guanajuato, puede constatar que la liberación expresada a través del relajo es más poderosa que la ofuscación provocada por actuaciones, maquillajes y escenografías inadmisibles (y por ello mismo, imperdibles).

IV. Hasta aquí el teatro-de-escenificaciones-dramáticas tan repleto de los frecuentados lugares comunes sobre “el máximo ícono de la lucha libre en México”: el poder atávico del rostro enmascarado, la representación de una lucha moral en donde la justicia se impone, el melodrama vuelto espectáculo excesivo, catarsis popular y heroísmo secular. Si la mitificación no concluye con su muerte en el ring, sí adquiere un cariz distinto con el paso del tiempo. Poco a poco su imagen se vuelve sinónimo de mexicanidad, referencia cultural de una colectividad que, frente a al advenimiento de los procesos globalizadores, se halla cada vez más en busca de los signos identitarios perdidos. Quien no es devoto de las gestas que se desatan entre las cuerdas del ring, puede sin embargo reconocer que el héroe mitificado es parte de los suyos. Quien ve sus películas con los anteojos de la alta cultura, puede no comprender la función social de lo que ahí se proyecta, pero no puede negar que en alguna medida es parte de ese mundo de lances y situaciones imposibles. Pero, sobre todo en la última década, también ha ido adquiriendo el carácter de marca, souvenir para turistas u objeto de consumo y de estatus para nuevas comunidades juveniles. ¿Cómo pudo darse este proceso que implica cambios en los modos de relacionarnos con la cultura de masas y con el mercado?

V. Aunque en nuestros días cualquiera lleva al Santo estampado en su camiseta, durante muchos años se asoció la lucha libre con un espectáculo vulgar y corrupto. La actitud peyorativa con que se observaba a los enmascarados se engarzaba con un vocabulario no sólo elitista, sino también discriminatorio. Se trataba de eventos para léperos, pelados y nacos. El léxico de la exclusión provenía no sólo de nuestra duradera sociedad de castas (tan bien personificada por la alta burguesía del país); también emanaba de la comunidad intelectual. Escritores, pintores y artistas en general veían en el advenimiento de la sociedad de masas el peligro de los bárbaros que amenazan con derribar las murallas del mundo civilizado. Aún en nuestros días prevalecen esos apocalípticos que caracterizó muy bien Umberto Eco y que responden a una vieja noción de cultura derivada de la posrevolución (que establecía una fuerte diferenciación social, valorando positivamente el mundo indígena del pasado, pero repudiando toda expresión urbano popular). Como afirma Heather Levi, no fue sino a partir de los años setenta cuando la lucha libre comenzó a ser revalorada por diversos artistas que, de distintos modos, fueron críticos de ese modo de distinción excluyente entre alta y baja cultura, reformulando con ello tanto el lugar del pancracio, como la noción misma de “lo mexicano”. Felipe Ehrenberg, Lourdes Grobet, Sergio Arau, Arturo Guerrero y Marisa Lara, entre otros, incorporaron el fenómeno a sus producciones artísticas. Por su parte, escritores como Carlos Monsiváis, Paco Ignacio Taibo II, José Buil y José Joaquín Blanco publicaron textos que revitalizaron la manera de percibir y atender el fenómeno, dignificándolo en su particularidad y dejando de percibir lo popular como amenaza.

VI. “Lo marginal en el centro”. La fórmula sintetiza la estrategia cultural que buscaba democratizar la sociedad al volver inteligible lo que estaba en las orillas de nuestra geografía cultural. Si la lucha libre mutó en espectáculo legítimo y en símbolo de identidad, se debió al modo en que fueron visibilizadas, cada vez más, formas de vida no hegemónicas que, sin embargo, habían persistido sin necesidad de que alguien las legitimara. Esto fue posible no sólo gracias a una metamorfosis en el mundo de las artes, sino a toda una revolución cultural que tuvo su origen en las conmociones de los años sesenta: a la revolución de los medios de comunicación la acompañó el cuestionamiento y la reforma de instituciones (la familia, la escuela) y de nociones tradicionales. Lo kitsch resignificó positivamente el mal gusto; lo contracultural alteró las formas de percibir el cuerpo y la sexualidad; la juventud y la rebeldía obtuvieron licencias cuya caducidad no se ha cumplido aún hoy. Además, surgió una nueva actitud frente a la cultura de masas, ya no como la ola que llegó a colapsar esa isla aislada de lo artístico, sino como un territorio de prácticas y expresiones con valor propio, que podía entablar diálogos significativos con otras comarcas. La descripción del paisaje es, sin embargo, incompleta. Desde este retrato resulta incomprensible cómo la figura del Santo mudó de símbolo a marca comercial. La convulsión de esos años ocurrió en el ámbito cultural, pero no alteró el ecosistema capitalista. Al mismo tiempo que el ideario radical y democratizador obtuvo la victoria sobre la ideología burguesa, nuevas formas de individualismo y consumo emergieron, asimilando aquellos elementos políticamente más peligrosos de las nuevas identidades para convertirlos en mercancías. Por eso hoy, la música de protesta y los tatuajes, las fotografías del Che y la devoción a la lucha libre se han vaciado de su potencial subversivo y se han convertido en las señales fisonómicas de yuppies, hipsters y nuevos bohemios. En su libro Rebelarse vende. El negocio de la contracultura, Joseph Heath y Andrew Potter afirman que las vanguardias culturales están hermanadas con las fuerzas del mercado: al igual que el arte, el capitalismo también requiere innovación constante y ciclos de experimentación y sustitución creativas. En otras palabras, el sistema de valores de quienes se ostentan como radicales constituye “la savia del capitalismo”. Y en ese sentido, lo cool no es sino “la pátina nostálgica del radicalismo sesentero”.

VII. Cronología inversa a una consagración. 2006: aparece Santología, la marca de ropa impulsada por El hijo del Santo. 2005: la fotógrafa Lourdes Grobet publica una valiosa crónica visual titulada Espectacular de lucha libre, donde recopila veinte años de imágenes asociadas al cuadrilátero. 1995: Carlos Monsiváis incluye la crónica “El Santo contra los escépticos en materia de mitos” en su libro Los rituales del caos. Entre 1994 y 1999 surgen varias bandas de música surf (como Los Straitjackets, Lost Acapulco y Sr. Bikini) que utilizan máscaras de lucha libre. 1994: José Luis Zárate publica la novela Xanto: Novelucha libre, cuya trama remite a un luchador enmascarado que combate poderes sobrenaturales que buscan adueñarse de Puebla. 1991: después de muchos años, Televisa vuelve a transmitir lucha libre en televisión. 1989: aparece en La Jornada la hilarante historieta “El Santos contra la Tetona Mendoza” de Jis y Trino. 1984: diez mil personas asisten al funeral de El Santo. 1983: un grupo de activistas decide disfrazar a uno de sus integrantes como El Santo para defenderse de un desalojo inmobiliario; de esa organización surge, cuatro años después, el luchador social llamado Superbarrio. 1982: aparece La furia de los karatecas, última película que protagoniza el Santo a la edad de 65 años. Mediados de los años setenta: las películas de El Santo comienzan a ser consideradas de culto; en el extranjero se les valora como obras maestras del surrealismo cinematográfico. 1973: Felipe Ehrenberg realiza un performance con varios hombres en atuendo de lucha libre portando linternas y caminando alrededor del Palacio de Bellas Artes (la policía interrumpió su desarrollo). 1973: se filma Tres hombres gigantes (3 Dev Adam), película turca que narra cómo El Capitán América, El Hombre Araña y El Santo defienden la ciudad de Estambul de una ola criminal. 1967: en El mundo loco de los jóvenes dirigida por José María Fernández Unsáin, César Costa usa una máscara blanca para cantar “Jornada sentimental”, el cover de una canción de Frank Sinatra. 1958: se proyecta Santo contra cerebro del mal, debut de El Santo como actor. 1954: se estrena El enmascarado de Plata de René Cardona, primera película de luchadores que lleva a El Médico Asesino como protagonista. 1952: aparece el cómic Santo, El Enmascarado de Plata ¡Una Aventura Atómica!, que se publicaría durante más de dos décadas impulsado por el empresario José Guadalupe Cruz. 1952: Pedro Ocádiz compone “La cumbia de los luchadores”, que haría famosa el Conjunto África. 1942: debuta en la Arena México El Santo, en papel de rudo. 1935: Rudy Guzmán aparece por primera vez en un ring profesional en lucha contra Eddie Palau en la Arena Peralvillo Cozumel. Principios de los años treinta: Guzmán practica lucha libre como amateur en el Deportivo Islas de la colonia Guerrero. En ese mismo lugar practican otros luchadores que jamás serán reconocidos.

VIII. Tamaulipas 219, Colonia Condesa. Entro, con reservas, a la tienda El hijo del Santo. Quedo aturdido ante la multitud de imágenes del famoso enmascarado que se repiten en distintos productos: muñecos, botas plateadas, playeras, tazas, almohadas… Una máscara cuesta 650 pesos, una mochila 1,500. “No he visto ninguna de sus películas, pero me gusta el diseño, creo que me va bien”, me dice un potencial comprador. El poder del marketing ha hecho del mito popular, un espectáculo de consumo, todo en nombre de la expresión individual. Permanezco veinticinco minutos en el establecimiento; en ese lapso, tres personas se van con la misma playera. La imagen de la máscara, que constituyó un día el signo de distinción de un luchador, hoy es prácticamente un uniforme. Lo marginal se ha vuelto estatus social, y acaso uno de los más efectivos del mundo. Nuestra vestimenta afirma nuestra identidad, pero para adquirirla es necesario consumir. Los que acuden a esta tienda compran ropa para distinguirse de los otros, para rebelarse contra la alienación y el conformismo de una sociedad homogénea; pero al hacerlo contribuyen a acelerar lo que supuestamente rechazan. Antes de salir del recinto, entra un muchacho algo fornido y muy joven, en pants y playera. Compra una máscara, sacando de su bolsa muchas monedas. Sale con rostro extasiado. Quizá esa sea la lección del día: acaso todavía hay quien resguarda héroes personales, sueños de gloria, en el centro de esta selva monetaria.


[Nota: este texto se publicó en Confabulario (suplemento del periódico El Universal) el 30 de septiembre de 2017]

24 de septiembre de 2017

Mutación de las pantallas

I.

Después de varias horas el cuerpo está ya entumecido frente a la computadora, pero el jalón, impertinente e inapelable del sismo, me despabila. Enseguida, mientras ya tomo mi celular y busco la puerta, escucho la alerta sísmica. Bajo con velocidad los dos pisos que me separan de la calle, intentando anclarme a unas escaleras que se balancean como si estuviese sobre una lancha. El bamboleo, por más que lo haya percibido hace 32 años, no deja de sorprenderme: la constatación de que el concreto adquiere tal nivel de maleabilidad resulta irreal. Poco antes de alcanzar la banqueta, un golpe en el hombro contra el marco de la puerta termina de quitarme cualquier vestigio de sopor, pero no de estupefacción. Al letargo lo sustituye el rostro aturdido de los vecinos, el vaivén de los autos estacionados, el polvo que escupen dos altos edificios que chocan entre sí, apenas a quince metros de mí. Tomo el teléfono y mando el mismo mensaje por WhatsApp a mis contactos más cercanos: “Cómo estás. Dime que bien”. Nadie responde en lo inmediato, la red de datos no funciona y tampoco puedo hacer llamadas telefónicas. Son minutos de incertidumbre y temor en donde se magnifica la consciencia sobre el propio cuerpo y adquiere un halo de ilusión todo el rededor.

Se ha detenido el temblor y no logro acceder a la página del Sismológico Nacional para saber la magnitud del mismo. Mientras consigo obtener alguna señal, camino por las calles aledañas y observo las heridas frescas en la geografía de una ciudad que no sé si ha terminado de retumbar: grupos de personas afuera de sus casas, muchas con teléfonos en las manos, buscando —como yo— signos de vida en una pantalla; edificaciones agrietadas; semáforos sin luz; terror contenido en las respiraciones o volcado en llanto. Hay algo de mosaico en todo esto, como si el fluir de la vida cotidiana sólo pudiera expresarse en cuadros, fragmentos de esa fractura que se ha vuelto el mundo real. Hago lo que otros: acaso por inercia, comienzo a tomar fotografías a los edificios con rajaduras. Recobro un poco de mi existir cuando otro hombre con casco me dice “ese edificio ya fue, mira la forma escalonada de esas grietas”. Es ingeniero de una de las varias construcciones de esta cuadra: “ve cómo escupe agua, la cagan, si estuviera bien hecho, esa filtración no estaría ahí”. A mi costado una señora se encuentra sentada junto a un poste, con la voz entrecortada balbucea algo incomprensible sin dejar de mirar el edificio roto que ya no habitará. Alguien la abraza y por primera vez percibo que me duele el hombro.

A mi celular comienzan a entrar mensajes que mis ojos aliviados leen en un instante. Afuera del cristal líquido, mis oídos perciben otra realidad: escucho que un edificio se derrumbó a tres cuadras de donde me encuentro. No sin antes titubear, decido ir hacia allá. Escocia esquina Edimburgo, colonia Del Valle. La escena es pavorosa: decenas de personas levantan y arrojan cascajo intentando liberar a los posibles sobrevivientes que se encuentren debajo de la montaña de escombros. En un impulso, comienzo a transmitir a través de Facebook Live, una app que permite emisiones en vivo. Mientras observo cómo rápidamente se suman cada vez más personas, sobre todo jóvenes, a remover las ruinas, en la red social me piden datos de lo que ocurre y del sitio en que me encuentro. A diferencia de 1985 en que la información sobre los efectos del terremoto fue fluyendo a cuentagotas, esta vez es posible comprender la dimensión de la catástrofe de manera más inmediata, lo cual, quiero creer, puede hacer que la reacción generalizada sea aún más veloz. Pienso que otros seguramente están haciendo lo mismo que yo en otras latitudes de la urbe y que las imágenes se multiplicarán rápidamente y sin cesar.

Llega una patrulla mientras el hambre de solidarizarse con las víctimas ha madurado ya, abandonando la espontaneidad y vislumbrando la organización. Alguien grita que es necesario comprar agua, unos vecinos traen palas y cubetas, llegan otras personas con dos carritos del Soriana que se encuentra a una cuadra, sobre Eugenia. De pronto me asalta una duda y me pregunto qué tan válido es transmitir estas imágenes que implican pérdida, sufrimiento, dolor. De haberse caído mi vivienda, ¿me habría gustado que en apenas minutos se emitiera en línea lo que quedó de ella?, ¿me habría dado esperanzas que tal transmisión convocara ayuda para quienes quedaron atrapados en su interior? Recuerdo algo escrito por Susan Sontag respecto al valor ético de las fotografías: si estamos expuestos a un creciente número de imágenes dolorosas, eso no conlleva necesariamente a una capacidad mayor para reflexionar sobre el sufrimiento de los demás. Una imagen puede del mismo modo invocar lo superfluo que reclamar nuestra atención; lo ideal es que nos lleve al examen del mundo y a ciertos cuestionamientos cruciales: ¿eso que veo fue inevitable?, ¿existen responsables de lo que se muestra ahí?, ¿observarlo me lleva a cuestionar el estado de cosas que acepto como normalidad?

Los comentarios que emiten quienes observan las imágenes que transmito son de compasión, no de indignación moral. Un grupo se junta alrededor de un automóvil al que le han caído piedras y polvo. Han decidido moverlo para hacer una cadena humana. Escucho que otro edificio está derrumbado media cuadra más allá. Llegan personas de protección civil y ponen cintas amarillas para resguardar el área. Alguien me toca el hombro y reacciono instintivamente al dolor que cargo. “No se puede estar grabando”. Es uno de los policías que llegaron hace minutos. “También es importante documentar”. No está de acuerdo y me saca de ahí.


II.

Estoy de regreso en casa. Comienzo a levantar los vidrios rotos y el par de muebles que, descubro, cayeron a causa de las ondas telúricas. Nada significativo frente a la tragedia de otros. Además, tengo luz e internet. El terremoto inició a la 1:14 pm. Ahora, varias horas después, me entero que fue de 7.1 de magnitud. Busco más información y veo los efectos catárticos, azorados, solidarios… en las redes sociales. “Nunca había sentido en mi vida un temblor así de fuerte, creí que mi casa se caería”, “Tardé mucho tiempo en poder abrazar a mi hija”, “En la Condesa sentí horrible ver a unos viejitos cruzando la calle con dos maletas dirigiéndose no sé a dónde”. La era del testigo de la que habló Annette Wieviorka no sólo implica la explosión testimonial, sino su desvanecimiento instantáneo. Los palabras de múltiples testigos que habitan la red se pierden en la fugitiva velocidad de estados y tweets, con la probabilidad de desaparecer para siempre, a pesar de su capacidad para sintetizar emociones colectivas: “No me pasó nada, pero me duele absolutamente todo”, “Cada que salgo a la calle lloro un poquito pero quiero que esta pesadilla termine pronto para llorar un chingo”, “Qué cabrón: todos estamos haciendo lo que podemos, pero todos nos sentimos inútiles”. Por supuesto, además de una atmósfera afectiva, se transmite información y se lleva a cabo un registro de lo real. En cierto sentido, este periodismo ciudadano se ejerce, sí precariamente, se multiplica, sí inaprensiblemente; pero al final puede vislumbrarse el retrato heterogéneo del acontecimiento, a través de la vivencia súbita de personas comunes y corrientes, afectados por la singular sorpresa de que el asombro todavía los contiene.

Por supuesto, asoma quien presume su falta de empatía ante el desastre (“Debería darme tristeza el sismo del DF, pero no”, escribe en Twitter un músico norteño). Y también hay quien publica selfies en Instagram entregando víveres, porque eso sí, alimentar la propia imagen, en momentos como éste, es prioridad. En cualquier caso, las fotografías protagónicas son desplazadas rápidamente por otro tipo de contenidos. Acaso se debe a que el carácter funesto y social del evento arranca a muchos de su egocentrismo habitual y, si hubo quien los intenta, no fructifican los memes. Son sustituidos por información, aunque no siempre precisa. “Urge ayuda: faltan manos y víveres en Xochimilco.” Con el paso de las horas, el mensaje se reproduce en el mundo virtual hasta el cansancio. A las nueve de la noche alguien lo mira por vez primera y decide ir a ayudar, cuando desde seis horas antes, el Periférico está atascado por la innumerable movilización de vehículos, víveres y brigadistas dispuestos a llegar a la zona.

Así como las redes, en un inicio, potencian el desorden, también posibilitan la organización. A los pasos físicos, los acompañan sus reproducciones espectrales en la red: tweets, hashtags, grupos de Facebook, apps destinadas a comunicarse en tiempo real. Pienso en los ingenieros que a través del Hashtag #RevisaMiGrieta hacen valoraciones veloces a partir de fotografías que les envían de los miles de inmuebles que han sido afectados por la marea destructiva del temblor. También aparecen muchas páginas y plataformas construidas colectivamente que concentran y actualizan información sobre centros de acopio, donativos, brigadas urgentes, hospitales, albergues, listas de personas desaparecidas… Y surgen, por otra parte, colectivos como @brigadasculturalesmx o la Brigada feminista, que se forman de manera independiente y veloz, para realizar distintas acciones en solidaridad con las víctimas y mantienen una conexión constante entre lo que observan en las calles y lo que producen las nuevas tecnologías.

En las horas posteriores al terremoto, es claro que el movimiento sísmico no sólo logra impulsar la recuperación de unas calles que en los últimos años se hallaban secuestradas por la violencia y la impunidad; también resignifica la experiencia y los usos de la interacción digital. Al activismo con cubrebocas, cascos y palas, lo acompaña el activismo con celulares, pantallas y programas. Surgen en cuestión de horas un sinnúmero de espacios y mecanismos a través de los cuales la sociedad comienza a conectarse y a recuperar el poder de decir y hacer. Los grupos de WhatsApp que antes se destinaban a cuestiones laborales o de amistad, pronto se vuelven medios de intercambio de información, solicitudes de ayuda con ímpetu de intervenir y auxiliar.

Una herramienta destaca entre todas y comienza a ser usada de manera cada vez más amplia. Lo que Facebook, Periscope o Twitter no logran, Zello lo consigue de mejor modo: información veraz y colaboración efectiva. Se trata de un walkie talkie que funciona en línea, sin limitación de distancia y con posibilidad de generar múltiples canales. “Tengo una clínica en Atizapan, contamos con insulina, gasas e inyecciones, pero necesitamos saber dónde se requieren y quién pueda transportarlas”. “Tenemos exceso de comida preparada en el acopio de la Cibeles; necesitamos moverla a otro lugar en donde sí se necesite”. “Estoy cargando una pick-up con polines para reforzar edificios afectados, contáctenme pasa saber a dónde los llevo. Mi celular es…” Poco a poco surgen coordinadores digitales que permiten conectar necesidades y demandas: “Motociclistas que se ofrecieron en Ciudad Satélite: vayan a clínica de Atizapan a recoger insulina y llévenla a Chimalpopoca. Pueden recogerlos con el señor…” La avalancha de intercambios resulta descomunal.

Los heroísmos del día se producen en muchos casos desde el anonimato. El que forma parte de una valla humana o el que manda mensajes en la red, no tiene claro los nombres o las historias de aquellos con los que convive, pero difícilmente olvidará que participó con otros de estos hechos. La invisibilidad del yo produce, como hace tiempo no lo hacía, acción colectiva. Y constata que la sociedad rebasa por mucho el quehacer lento, atrofiado e insuficiente de las autoridades y sus burocracias. Basta comparar las plataformas oficiales frente a las que surgen por la iniciativa de miles de jóvenes, para vislumbrar cuáles tienen como función permitir que la sociedad se comunique y cuáles sólo buscan legitimar la (in)acción gubernamental.


III.

A partir de un cierto punto, las verdades se hacen añicos y ciertos deseos adquieren realidad. En un rincón de la colonia Roma, debajo de los escombros de un edificio de seis pisos, un joven escribe mensajes de texto a amigos y familiares. “Estoy atrapado cerca de la escalera de emergencia”. Gracias a eso, tras horas de angustia, Óscar logra ser rescatado. En medio de los pequeños triunfos de una sociedad que decide hacer uso creativo de las nuevas tecnologías, se viven momentos de euforia civil, pero también desencantos notables: el número de muertos aumenta y los esfuerzos colectivos son obstaculizados por la lógica institucional de la opacidad y su intento por concluir precipitadamente los trabajos de rescate. Conforme pasan las horas, se refuerza el rumor de que la maquinaria pesada entrará a remover los restos de las edificaciones caídas. El reino de los cuchicheos aparece y opera entonces la lógica del complot: cuando no hay transparencia discursiva, la sociedad tiende a identificar lo no dicho con creencias previas: las instituciones no son confiables, traman algo en contra nuestro. Y a veces, eso es real. ¿No sería factible que se aceleren las decisiones por miedo a que, ya harta de la corrupción y de la ineptitud políticas, una multitud sea capaz de organizarse? En todo caso, se refuerza la sensación de que la autoridad está al margen y que opera con una lógica distinta a la de la sociedad. Quiero creer que un fenómeno es cierto: al final las redes han dejado de ser, al menos por unos días, simulación de una realidad expropiada o espacio para la trivialidad. Se han convertido en otra cosa: el lugar donde la verdad se hace añicos y ciertos deseos adquieren realidad. A partir de un cierto punto: 1:14 pm.


IV.

A esta hora y de otros modos, la ciudad sigue moviéndose.



[Nota: este texto se publicó en Confabulario (suplemento del periódico El Universal) el 23 de septiembre de 2017.]