
En el cuadro se aprecian, entre otros, tres elementos muy bien definidos: una copa, un corazón roto y una flecha que se proyecta de forma vertical acompañando a una serie de pequeños rectángulos apilados. Este recuadro me causa estupor. En los últimos meses en que he dejado de hacer tantas cosas, la imagen de los objetos que ascienden unos sobre otros, de forma acumulativa, me remite de inmediato a todos los pendientes que hoy mi vida tiene: llamadas no hechas, textos por escribir, situaciones que afrontar. Es como si hablara de una de esas obsesiones que me acompañan: crear infinidad de listas sobre cualquier tópico, gusto, interés o actividad diferida (“el vértigo de las listas” diría Eco).
La copa, que suele aludir al ansia etílica, no anuncia en mi lectura eso: en realidad creo que habla del espacio que abre el vino para compartir con otros la vida, es decir, me remite a la amistad, al diálogo que propicia comunión, al simple disfrute de estar con alguien más. Claro que acá, la copa aparece con una fisura visible, un quiebre peligroso. Simboliza una imposibilidad, tan clara en estos días. Y también me remite, por supuesto, a esa canción de Andrés Calamaro (¿la compuso José Feliciano?) llamada “La copa rota” y que incluye estos versos: “No se apure compañero si me destrozo la boca/ no se apure que es que quiero con el filo de esta copa/ borrar la huella de un beso, traicionero que me dio”.

En el cuadro también aparece una mancha de pintura, escurriéndose desde lo alto, impregnando con su pálida presencia el color mostaza del fondo. Una mancha, sí, que pareciera alguien hubiese buscado borrar, sin conseguirlo. Por el contrario: es como si hubiese reaparecido sobre los restos de otra mancha, anunciando la imposibilidad de hacerla invisible. Hay acá una borradura, una imperfección adrede. Algo escurre y no puede ser contenido. Como el llanto. O las afrentas: por más que buscamos desvanecerlas, no desaparecen. Acaso por ello muchos, cuando hablan de sus recuerdos, recuperan la imagen de los fantasmas. El ayer como algo borroso, que nos persigue. El pasado como un ejercicio del acecho. Funes, paranoico.

Además, hay un par de cajas. Delineadas en blanco y abiertas por uno de sus lados. No tienen la apariencia de realidad, sino de un objeto bocetado, un ensayo de algo que está ahí, abierto, quizá esperando ser repleto, llenado de algún modo. ¿Un lugar donde esconderse?, ¿el espacio donde pueden guardarse aquellos instantes perdidos llamados “secretos”? No lo sé, pero hoy siento, de un modo un poco insensato, que mi vida está cifrada en este cuadro.
La realidad adquiere realce cuando es vista en perspectiva: todos los elementos hasta ahora descritos se hallan pintados sobre otra caja, está sí, real, pero no armada. Cuando las cajas se encuentran en ese estado siempre me remiten a las mudanzas. ¿Por qué será?

¿Y el corazón partío?
ResponderEliminarHemingway planteaba en su "teoría del iceberg" que lo más importante de una historia debe mantenerse oculto...
ResponderEliminarNo sé porque pensé que tenías una mac...
ResponderEliminarYa pronto Gaby. Estoy justo, también, en ese proceso de mudanza...
ResponderEliminarme gusta leerte, aunque sea de vez en cuando. un abrazo. abdel
ResponderEliminarGracias Abdel. Te mando un abrazo.
ResponderEliminar