28 de mayo de 2014

Dolor de infancia

En los últimos meses brotan de mi memoria imágenes un tanto perturbadoras: una escena violenta en el segundo piso de la casa de mi infancia, el llanto inesperado de mi abuela al lavar los platos del desayuno, una bofetada en plena cena familiar, los comentarios mezquinos de una tía sobre sus hijos... Descubro que tantos recuerdos siempre se tocan en algún punto; más allá de la coyuntura en que ocurrieron los sucesos a los que remiten, todos esos fragmentos de memoria se conectan, directamente, con el excesivo conservadurismo de la familia de la cual provengo.

Pienso que si hay algo que define a la derecha es su apego a la censura. En mi caso, el silencio era una malla invisible que lo envolvía todo, desde algunos usos lingüísticos que no tenían cabida incluso entre adultos (las groserías como dialecto propio del averno), hasta ciertas prácticas sociales que no poseían buena prensa entre quienes me inculcaban el amor al prójimo (los aplausos, el baile o el alcohol apelaban tanto a la felicidad que resultaban sacrilegios intolerables en la casa de Dios). Quizá también por ello la oposición entre mi vida familiar y mi vida escolar-social fue una herida que no ha terminado de cerrar.

El acallamiento impuesto (y aprendido) invadía situaciones, a fin de cuentas, muy concretas; durante años no supe las razones de la desaparición de mi abuelo, por ejemplo. Una parte de mi formación ocurrió en medio de esa atmósfera, en medio de conversaciones que siempre implicaban zonas innombrables de la realidad: ciertas fricciones familiares me eran indescifrables, no comprendía el sentido de muchas prohibiciones (los árboles de navidad, para poner un caso) y otros círculos sociales no sólo me resultaban ajenos (y deseables), sino que se hallaban envueltos en un fuerte tabú. Un día mi abuela me sentenció: "si llegas a casarte, hazlo con cualquiera, menos con una mujer católica". En esas palabras estaba contenido el sentido de su apertura (y el alcance de su amor cristiano) hacia los otros.

Supongo que no sería equivocado decir que en mi familia el respeto a la diferencia es una preocupación inexistente, o por lo menos, un sentimiento difícil de percibir. Recuerdo las diatribas y bromas repetidas contra aquellos que provenían de tradiciones extrañas, tantos comentarios en contra del cabello que aún mantengo largo, el juicio sumario contra cualquier actitud que tuviese olor libertario. Por ello no me resulta extraño que en mi familia, en general, no se valoren los viajes, ni la diversidad culinaria, ni la lectura de textos distintos a la Biblia aceptada. Es como si viviesen en una suerte de encierro. Supongo que ciertos sectores del protestantismo responden a una tradición defensiva en medio de la historia de persecuciones que debieron sobrevivir. Pero hacer de ese pasado el sentido de la propia identidad tiene mucho de sumisión ideológica, de cerrazón irracional y de insuperable vergüenza. Muchas veces me he sentido así: alguien que lidia con resentimientos que sus padres adquirieron y que le resultan del todo incomprensibles. Como si la incapacidad de lidiar con el pasado hubiese dictado que, en venganza, las generaciones posteriores tuviésemos que sufrir sin remedio un sin-sentido.

Pero yo venía diciendo que la disidencia, al interior de las cuatro paredes de mi historia familiar, simplemente no es bien vista. En mi familia todavía está presente la idea de que sólo es legítima una moral (la suya) y que no vivir, actuar o pensar de acuerdo a los modelos heredados, es simple estupidez o herejía. En muchas de las frases que escucho estando en reuniones familiares detecto no sólo la implícita jerarquía moral de quien habla, sino la imposibilidad de concebir y respetar otras formas de relacionarse con los otros, con la trascendencia, con uno mismo...

A veces, estando rodeado de ellos, me resulta difícil valorar, quién, de entre mis familiares, resulta el más conservador: algunos padecen de homofobia, otros de sectarismo religioso; unos defienden, sin pudor, la cultura de la impunidad y del oportunismo que envilece al país; los que han logrado escapar un poco de tanta indignidad, resultan incapacitados para ser empáticos con otros. Yo sufro de esos males y lidio con esas facturas. En mi herencia siempre hubo un núcleo malsano.

Hace poco soñé que todas estas cosas las comentaba con uno de mis familiares. Creo que era con uno de mis primos. Le soltaba en una frase lo que en el fondo no he podido decir: "Si uno quiere pensar por sí mismo, debe salirse, huir de esta familia". Al despertar me di cuenta lo triste y desencantado que había resultado aquel sueño.

Y sin embargo, ahora lo sé, no todo es horror, abismo, deterioro. Buena parte de mi familia posee una inocencia que no he visto en otros lados, un sentido de la bondad que se halla en proceso de extinción. Simplemente son incapaces de ver todo lo que yo percibo porque un velo les cubre los ojos; es cierto que casi no actúan con mala intención. Y eso es algo que todavía no logro comprender: cómo puede, de la virtud, surgir tanto reduccionismo y discurso acrítico, tanta amputación y solemnidad...

De mi memoria surgen todos los síntomas de aquel universo atroz, irremediable e inútil, pero debo decir que hay mucho de emoción vital  en ese ayer, un sentido nostálgico que no se detiene.

El paraíso que perdí no era perfecto, pero su atmósfera anhelada me atormenta.

4 comentarios:

  1. Escribir sobre la familia es un laberinto, dicen.

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  2. Sí, la familia es un laberinto indescifrable.

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  3. Que fuerte Jez. Es doloroso y complicado aceptar -y lidiar con y tratar de escapar a- esas herencias familiares. Cada uno tenemos las propias y me parece que conforme pasa el tiempo más punzantes se vuelven. Al menos, escribir siempre clarifica y sana. Besos y abrazos, M.

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  4. Tienes toda la razón, Montse. En cuestión de sentimientos, el tiempo lo redimensiona todo y la escritura lo decanta y le da sentido.

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