9 de junio de 2010

Autoengaño

Qué se le va a hacer: confiar en uno mismo no trae, de por sí, dividendos duraderos.

Desengaño

Qué se le va a hacer: graves son las decepciones que se lleva uno cuando tiene a alguien en tan alta estima.

8 de junio de 2010

Fatiga

Hay noches en que el color de las cosas se destiñe por culpa de una mirada o un brazo que se aleja fríamente. Es como si el aire fuese una fina espuma que asfixia, arena de un reloj que caducó hace tiempo. Surge entonces como un compás de espera cuya longitud no termina, el rin-tin-tín de un teléfono a lo lejos, un mensaje de texto incomprensible. Uno percibe, así, aromas en el aire, poros de luz que se dispersan mientras el sol se pone, astucia de las horas idas. Pensamos que de a poco la voluntad toma su rumbo; que alcanzar con las manos los objetos que buscamos, es saber lo que queremos. Sin embargo, la inmediatez nos dice que no es cierto, que aquello que creímos valedero no tiene peso ni consistencia, y entonces sólo cabe abrazar la almohada, perforar un pañuelo, abrir la regadera y esperar que alguna sensación nos haga despertar o, en su defecto, recorrer la sábana dentro de la que pacta el cuerpo, para dormir con un sueño grave, voraz, infatigable.

5 de junio de 2010

Errancias y un oasis

I.
Equivocaciones que no importarán son las que nos permiten hablar de cómo lo que daña, encamina.

II.
Al salir de "La Purísima", nos dirigimos a una fiesta en un departamento sobre República de Cuba. Al llegar ahí, cuatro o cinco vatos que se hallaban en la puerta nos impidieron el ingreso: "uy, para entrar, calcúlenle unas 5 horas". Estábamos por irnos cuando uno de ellos nos dijo: "caíganle con $100 y pueden pasar con sus chelas". Otro más, con atuendo de la Morelos, reviró: "A ver, a ver, pásenme cinco varitos por piocha y entran". Ya nos íbamos cuando uno salió y nos dijo al oído: "no, no se vayan, ya entren... es más, si quieren ir por un pomo, no hay bronca, yo los meto". Con dificultades y disculpas, logramos escabullirnos y salir del edificio. En esta ciudad, hasta los eventos más privados se han vuelto oportunidad para el ultraje. Terminamos bebiendo nuestro six-pack de barrilitos en Garibaldi...

III.
Errar no es el peor de los derroteros; quizá hace más ardua la tarea de vivir, pero también nos vuelve más humanos.

IV.
En la ciudad de México hallar un domicilio es casi siempre una encrucijada insalvable. Recorremos las vialidades nocturnas con señas que parecieran referirse a otra urbe. Por todas partes hay indicios de que el extravío es ya condición citadina: letreros contradictorios, carriles que se transitan en sentidos opuestos, grúas que impiden el paso, avenidas primarias clausuradas, cubetas que funcionan como impuestos para el improbable estacionamiento. Seguimos sin encontrar la dichosa fiesta... Vamos por la ciudad como transitando un limbo. Es como ir manejando en una carretera inverosímil, es encontrar una bifurcación pero en lugar de optar por un camino, elegir ambos, y más adelante otra encrucijada y lo mismo. De modo que uno piensa que siempre avanza hacia su objetivo y en realidad se encuentra en un espacio congelado, como en una fotografía donde el pasado siempre se repite, carente ya de todo sentido.

Fotografía de Érika Ruíz Vitela

V.
Un muchacho de aprox. 23 años entra a la casa en estado de ebriedad plena. Llega con la anfitriona y le reclama: "¿Qué no pensabas invitarme?, ¿es que ya no me quieres?" Luego de una breve pero acalorada discusión, se tranquiliza. El baile, con sus funciones sudoríficas, apacigua, al parecer, lo que en un inicio se anunciaba como irreversible tragedia. Dando tumbos y trastabillando, el susodicho simula seguir el ritmo, pacta con otra música, ajena a la que se escucha en el lugar. Comienza el slam y alguien lo carga para que dé una voltereta. Las piernas no le responden y cae de rostro contra el suelo. Al recobrar el sentido, me pregunta, lúcido: "¿sabes de quién es esta fiesta?"

VI.
En el DF intentar alcanzar una meta o llegar a otro es una búsqueda imprudente o insensata, regida por un destino que no es sino implacable azar. La dicha, aquí, es una carrera de obstáculos diseñada por un Dios cruel.

VII.
En todo paisaje inhóspito siempre existen oasis salvadores, paréntesis de vida que hacen factible seguir recorriendo vastas dunas desérticas. Ayer fue un rostro lo que me impidió hundirme en la sed y el desánimo. Una mujer, sentada en la barra del bar "El Perico", entonó una canción entrañable, al ritmo de un piano mal afinado. Se trataba de una canción de Olga Guillot. Lo que perturbó mi atención fue la expresión de su rostro, los ojos cerrados, la voz desgañitándose por un desamor vivo. Imaginé que cada semana el ritual se repetía desde hacía años. Llegaba al bar, pedía un güisquito y ya, alcanzando la desinhibición necesaria, entonaba la misma canción que la mantenía anclada a ese dolor perdurable. Me avergonzó un poco que en medio de una urbe plagada de malos presagios, me reconfortara su sufrida emoción. Y es que cantaba como si el dolor todavía tuviese algún sentido, en medio de tanta errancia.

1 de junio de 2010

Burlado

Vencer a un tonto nos humilla
Nicolás Gómez Dávila


Una situación indignante: sentirse burlado. Me refiero a cuando alguien te usa como objeto de mofa, en lugar de compartir contigo la maravilla del humor, las múltiples posibilidades de la risa. Me ocurrió apenas hace unos días, estando en casa, dispuesto a ver una película. Recibí una llamada telefónica por demás infantil y pedestre, que me hizo sentir ingrato, poco atento y olvidadizo. No podía recordar a la persona que llamaba, a quien supuestamente habría conocido en una fiesta reciente. "De aquí, tendré que ir directo al psicólogo", me dijo la chica. Entre la ofuscación y el azoro, no entendí, sino hasta más tarde, que había sido sujeto de una broma.

Entonces es cuando sobreviene la sensación del ridículo: resulta humillante que otros se "diviertan" a tus costillas y, peor aún, bajo la máscara del anonimato. Hay en todo esto mucho de soberbia disfrazada de tontería: ocurre cuando te tratan como inferior, como a alguien con quien se puede ser mezquino, un ser que merece el desprecio de la burla (la exclusión del entendimiento, la afrenta del engatusamiento absurdo). Me recuerda de inmediato la crueldad de los niños de primaria, tan aptos para denigrar a quienes se muestran apenas un poco diferentes o menos avezados. ¿Cómo puede alguien ufanarse de ello?, ¿cómo escapar de esa crueldad natural, es decir, sin conciencia ni madurez? La única respuesta que yo encuentro es que sólo a partir de la absoluta inocencia es posible salir del paso.

Otra cuestión que me preocupa: ¿es posible el resarcimiento de la burla? Claro: las disculpas y el perdón todo lo mitigan. Pero ya sabemos que en el anonimato, la impunidad se vuelve no sólo posible sino perdurable. Queda grabada como una marca indeleble, como un destello fijo en la mirada.