31 de agosto de 2011
Noche chilena
Soñé que alguien me explicaba de otro modo lo que ocurre actualmente en Chile. “Las movilizaciones sociales –me decía– se deben a que hace cinco años se publicó un singular libro sobre erotismo”. El título era Afectos corporales y narrativas apocalípticas (o algo similar) y había sido escrito por una psicoanalista de edad avanzada cuyo nombre correspondía al de Camila Vallejo. “Los estudiantes organizaron lo del Besatón como un homenaje a esa obra heterodoxa que predica rebeldía y alienta a buscar una ética de las pasiones” –insistía mi elocuente interlocutor. Recorría entonces largas calles, entraba a innumerables librerías y revisaba los catálogos de bibliotecas de muchos pisos en busca de un ejemplar. Preguntaba a amigos y desconocidos sobre el enigmático libro: todos lo habían leído, hablaban maravillas, pero nadie poseía un volumen que prestarme, lo habían regalado o extraviado. Luego de un infructuoso recorrido por Santiago, finalmente encontraba una pinta sobre un muro ya corroído. Esto decía: “No hay utopías válidas si no incluyen la palabra deseo; la pasión política no es ajena al discurso del cuerpo” C.V.
21 de agosto de 2011
Cine y venganza. Las huellas de Edmond Dantès
Salvo que nos consideremos candidatos a beatificación o estemos en nuestros primeros años de edad, todos hemos sentido alguna vez la tentación de la venganza. Sobre todo si habitamos un país en donde se practican, a diario, múltiples mecanismos de discriminación económica, injusticia social y exclusión política o jurídica. Cada vez resulta menos extraño estar desamparados frente a la difamación, los atropellos y todo tipo de abusos y ultrajes. Como los personajes kafkianos, somos seres con fe en un mundo sin dioses. La dignidad o la reconciliación ya no forman parte de nuestra cultura política, las instituciones garantizan poco y, por el contrario, muchas veces quienes las representan (detrás de un escritorio, una ventanilla o un teléfono) nos resultan anónimos invasores de la privacidad o estafadores sistemáticos difíciles de esquivar; en suma, vivimos lo público como espacio de rapiña, en donde el individuo no tiene cabida. De ahí que nuestras prácticas cotidianas se vuelvan cada vez más defensivas. Si algún entomólogo fuese capaz de observar a través de un microscopio los símbolos que portamos todos los días, observaría nuestras ciudades repletas de caparazones y escondrijos, espinas y espadas. Frente al desdén o la maledicencia, frente a los privilegios o la hipocresía, enarbolamos el vocabulario de la sobrevivencia: “hay que protegernos”, “cuídate, por favor”, “es mejor no exponerse”, “no te dejes”, “lo único que te queda es el desquite”.
Cuando no existen caminos legales o legítimos para el resarcimiento, la tentación que se presenta es la de recorrer la senda inversa: ponernos del otro lado del poder, llevar a cabo un ajuste de cuentas personal, dejar de ser víctimas para convertirnos en victimarios, ejercer de cualquier modo una revancha física o simbólica. En nuestro imaginario aparecen, cada vez con mayor recurrencia, escenas en donde restauramos nuestra dignidad a través de un acto de represalia contra quien nos ha violentado previamente –lo cual además de corrosivo para el espíritu, es un deterioro de la propia voluntad y de la imagen que tenemos del espacio que compartimos con los otros. Por supuesto estoy hablando de cosas que al final terminan siendo contraproducentes. ¿Cómo justificar la posibilidad del envilecimiento mutuo, la impulsiva destrucción de la convivencia en aras del desagravio personal? Por más absurdo que parezca, nos hemos acostumbrado a actuar en beneficio de aquello que a mediano o corto plazo nos provocará perjuicios, terminamos atrapados en el remolino que estuvimos dispuestos a impulsar.
Pienso en todo esto porque de pronto me he dado cuenta que últimamente las películas que más me estimulan son aquellas que tienen como temática fundamental el asunto de la venganza, y en específico la relación entre venganza y culpa. Es como si en ese vínculo estuviera inscrita buena parte de nuestras decisiones cotidianas, como si ahí se hiciese evidente que somos cada vez más incapaces de reivindicar nuestra dicha más allá de la infelicidad ajena: “no dejo pasar a ese coche porque una cuadra antes un conductor no me dio el paso a mí”; “como estoy molesto porque no me habló antes, ahora yo no le devolveré la llamada”; “si no apoyan las cosas que pienso deben hacerse, menos escucharé los argumentos que tienen para no hacerlas”... y así hasta el infinito. Hablo de esas venganzas cotidianas y silenciosas que se vuelven motores vitales y le dan sentido a nuestros días, de esas venganzas que muchas veces son ejercicios de la crueldad.
De ahí que me venga a la cabeza un posible ciclo de cine conformado por películas en donde se discutan las consecuencias de la venganza y la culpa. El ciclo podría denominarse “Heridas abiertas”, “Víctimas y victimarios” o “Las huellas de Edmond Dantès”, y como epígrafe podría llevar alguna de las siguientes frases: “La crueldad, como cualquier otro vicio, no requiere ningún motivo para ser practicada, apenas oportunidad” (George Eliot) o “Los dioses de la venganza obran en silencio” (Schiller).
Lo complicado sería, sin duda, la elección de películas, dada la infinidad de cintas que tratan el tema. Hay algunas que utilizan la venganza personal como pretexto para desarrollar películas de acción. Entre ellas vienen a mi mente: The Limey (El halcón inglés) de Steven Soderbergh, Revenge (Revancha) de Tony Scott, Taken (Venganza) de Pierre Morel, Death Sentence (Sentencia de muerte) de James Wan, Vengeance (Venganza) de Johnnie To, Payback (La revancha) de Brian Helgeland, Brave Heart (Corazón valiente) de Mel Gibson e incluso Batman Begins (Batman inicia) de Christopher Nolan. Algunas otras están construidas desde una perspectiva, a mi parecer, más atractiva, en donde las implicaciones psicológicas y sociales refieren a la imposibilidad no sólo del perdón sino de recuperar la identidad fracturada. Entre ellas me parecen significativas: Festen (La celebración) de Thomas Vinterberg, In the bedroom (Crimen imperdonable) de Todd Field y Memento (Amnesia) de Christopher Nolan. Otros acercamientos de interés, pero que no consideraría para el ciclo por salirse del enfoque buscado incluirían: V for Vendetta (V de Venganza) de James McTeigue, Fatal Attraction (Atracción Fatal) de Adrian Lyne, Sweeney Todd. The Demon Barber of Fleet Street (Sweeney Todd. El barbero diabólico de la calle Fleet) de Tim Burton, Carrie de Brian de Palma, o Kill Bill, vol. I y II de Quentin Tarantino.
¿Cómo justificar entonces la selección que propongo? ¿Cuáles serían los criterios posibles para reducir el espectro y constituir un conjunto con cierta unidad? Se me ocurre plantearlo de este modo. Habría que elegir aquellas películas en donde la venganza se convierte en un problema moral para el espectador. Si como dice Todorov, la venganza es una de las maneras en que el presente queda supeditado al pasado, el cuestionamiento que debería regir al ciclo sería: en momentos en que desaparecen las orientaciones éticas y las víctimas reclaman su derecho a cierta reparación o desagravio, ¿es válido “explotar aquel pasado de sufrimientos como una fuente de poder y de privilegios”? A partir de esto, las películas que elegiría para el ciclo, hasta el momento, serían las siguientes:
Dogville, de Lars von Trier
La tourneuse de pages (La cambiadora de páginas), de Denis Dercourt
Oldboy (Cinco días para vengarse), de Park Chan-wook
Trzy kolory: Bialy (Tres colores: Blanco), de Krzysztof Kieslowski
Relatos salvajes (Relatos salvajes), de Damián Szifron
Ping Pong, de Matthias Luthardt
En el ciclo también podría entrar alguna versión de El conde de Montecristo o de Hamlet, o cualquier otra de las películas que conforman la trilogía de Park Chan-wook: Chinjeolhan geumjassi (Señora venganza) o Boksuneun naui geot (Señor venganza)… pero a mi parecer un buen ciclo, entre más breve, mejor. Elegir es equivocarse, por supuesto, y siempre se puede volver. Habrá quien no esté de acuerdo y suelte improperios ante lo escrito en este texto. Frente a las exclamaciones de antemano adivinadas, me resguardo en las palabras de Alceo: “Si podemos olvidar esta ira, nos libraremos de la ruptura que roe los corazones”.
6 de agosto de 2011
El juego de la luz
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"Espectro" por Nely Maldonado |
"A mí el aire sutil de mi gran ciudad me descubrió de nuevo (como si esta vez lo hiciera sólo para mis sentidos) todo un mundo de alegría serena cuyo valor esencial estaba en la realización perenne del equilibrio: equilibrio del trazo y el punto, de la línea y el color, de la superficie y la arista, del cuerpo y el contorno, de lo diáfano y lo opaco. El contraste de las sombras húmedas y las luminosidades de oro me envolvía en la caricia suprema que es el juego de la luz" (Martín Luis Guzmán)
21 de julio de 2011
Contra las "Obras completas" de Monsiváis
"Gatourna" de Francisco Toledo
El 17 de marzo de 2007 recibí un generoso correo electrónico de Juan Villoro. Unos días antes le había regalado mi libro La ciudad como texto. La crónica urbana de Carlos Monsiváis. Ahora que Monsiváis ha cumplido un año de muerto, lo que dice Villoro sobre unas posibles Obras Completas de Monsiváis me parece preciso. Aquí sus palabras:
Estimado Jezreel:
Acabo de leer tu libro, con gran gusto. Se trata, sin duda, de una referencia muy necesaria para seguir a Monsiváis. Uno de los desafíos de su escritura es la forma en que circula. Ha recopilado un pequeño porcentaje de todo lo que ha escrito y no lo ha ordenado de manera temática. Su probado desinterés en construir una Obra lo honra como persona -alguien más dedicado al presente que a construir su estatua-; sin embargo, esto hace que sus textos sean una galaxia dispersa. Me preocupa que entren de manera indiscriminada en unas Obras Completas. Varias veces he hablado del asunto con el propio Monsiváis, pero evade la necesidad de reunir sus trabajos de manera orgánica y temática con las bromas que lo han hecho famoso. Tu libro centra su producción en uno de sus aspectos decisivos. Gracias a tu mirada, se ordena la concepción urbana de Monsiváis. Creo que es la lectura -la recepción- de Monsiváis lo que le dará lógica retrospectiva a su estética de la multiplicidad y del fragmento, fenómeno a fin de cuentas muy benjaminiano. Tu libro es un momento decisivo de ese ejercicio.
Me parece que encuentras el tono justo para transitar del análisis social a la literatura. Mezclas con habilidad las referencias de teóricos como Berman, Sarlo, García Canclini, Reguillo, Benjamin y otros, con poetas y narradores. Naturalmente, me dio mucho gusto verme incluido en esa selección.
En fin, disfruté mucho la lectura de tu libro, que me parece esencial.
Felicidades.
Un abrazo
Juan Villoro
Como afirma Villoro, parece peligroso realizar una edición de sus Obras completas, no sólo porque el proyecto sería abrumador y posiblemente inacabable, sino porque temo que la consecuencia inmediata sería dejar de leerlo. Ahí está el caso de Alfonso Reyes, cuyas Obras completas (editadas por el Fondo de Cultura Económica) fueron al mismo tiempo una consagración y un alejamiento del público lector. En ese sentido hay que considerar que Monsiváis ejercía una autocrítica despiadada, lo que le impedía llevar muchos de sus textos periodísticos al formato de libro; unas Obras completas irían en contrasentido a este empeño por la autocrítica y el cuidado de la forma. Además, estaba en el carácter rebelde de Monsiváis ese afán de no dejar una obra concluida, sino todo lo contrario; Monsiváis buscaba dar cuenta de la contemporaneidad a través de una obra fragmentaria, fugaz y siempre modificable.
En “Monsiváis después de Monsiváis”, un texto publicado días después de su muerte, Rafael Lemus escribía lo siguiente:
No vale la pena hacerse ilusiones: ni siquiera el trabajo más meticuloso logrará reunir la mayor parte de la obra de Monsiváis. Sencillamente no hay manera porque más o menos la mitad de su legado es intangible […] En vida Carlos Monsiváis no necesitó ordenar sus escritos en un corpus coherente y unitario para construir una de las obras más destacadas de la cultura mexicana; ¿por qué habría de necesitarlo en la muerte? […] ¿No sería mejor librarlo del trato reservado a los Grandes Autores Nacionales y dejar que su obra se conserve y propague a través de, digamos, antologías sesgadas e inventivas?
Concuerdo, en esto, con Lemus. Si algún día se editan sus Obras completas, será ya un modo de traicionar el espíritu que animó a Monsiváis a ser lo que fue: uno de nuestros mayores heterodoxos.
26 de junio de 2011
Mi madre y "La aldea"

Cuando le cuento a mi madre que haré un viaje, lo que viene a su mente son anécdotas ilustrativas: “mi amigo X tenía planeado un viaje completísimo a Europa, había comprado boletos de avión, reservado hoteles, contratado tours…, pero una semana antes a su esposa le detectaron problemas en el corazón, tuvo que cancelarlo todo, perdió mucho dinero, hubo que operarla, imagínate si se hubieran ido y se ponía mal allá…” Desde niño era así, mi madre siempre me planteaba los peores escenarios posibles, como si el mundo fuese un lugar en donde sólo excepcionalmente las desventuras no ocurrían.
Ahora veo que era su manera de mantenerme “dentro”, su método para que no emigrara, no a otro lugar, sino a otra forma de pensamiento. No creo que lo hiciera concientemente. Más que necesidad de control, me parece que opera en ella un mecanismo de preservación: si no volteamos a ver el mundo, acaso podamos prevalecer en nuestro estado de excepción, en nuestro edén privado, al interior de nuestra cofradía religiosa. Para mi madre y para el resto de mi familia, convencidamente protestantes, el mundo no es otra cosa que una constante amenaza.
Quizá por ello es que cuando vi la película The Village (La aldea, 2004) de M. Night Shyamalan me pareció tan significativa. Un grupo de amigos deciden aislarse de la civilización y construyen un mundo aparte, con normas morales rígidas que impidan que “el mal” (el asesinato, la traición, el dolor) vuelva a herirlos. Al interior de un reserva ecológica, viven de manera austera, sin tecnología moderna, en las condiciones de una sociedad rural típica del siglo XVIII. Para evitar que sus hijos y sus nietos salgan al mundo, inventan una ficción radical: la aldea en la que viven está rodeada por un bosque mágico en el que habitan creaturas peligrosas capaces de aniquilar a quien las desestime. Frente a una situación crítica, la ficción comienza a tambalearse y “el mal” vuelve a ingresar al paraíso prefabricado. Lo que más llama la atención es la forma en que está narrada esta fábula moral: poco a poco, la trama va develando el misterio y la realidad de los hechos que, como espectadores, desconocemos. De hecho, quien logra romper las trabas morales al interior de la película resulta ser quien carece de vista, la personaje ciega, como si sólo a partir de una anomalía fuese posible ver la verdad. Y eso es acaso lo que me fue ocurriendo a mí mismo frente a mi familia: fui descubriendo, lentamente, que la ficción que me habían contado no sólo era muy limitada, sino que me hacía difícil observar el mundo y disfrutar la vida.
El proceso no ha sido sencillo. Pasé mi infancia y mi adolescencia bebiendo límites y miedos: formas de la ceguera. Esto, en principio, me impidió ser arrojado, me enseñó a contenerme; inhibió y limitó mi mirada. Además, me dificultó incorporarme a cualquier otro círculo que no fuese el de mi comunidad religiosa originaria (cada vez que lo intentaba sentía como si le fuese infiel). Después, fue cambiando mi percepción. Me sentí cada vez menos integrado a mi ambiente familiar: resultó que las restricciones excesivas me llevaron a la asfixia y a la necesidad de romper ataduras. Desde entonces, todas mis decisiones han girado en torno a transgredir ciertas convenciones (las de mi familia) y encontrar modos de escapar de los miedos y sus consecuencias. Desde haber estudiado una carrera relacionada con las humanidades, hasta romper promesas personales (pasando por no escribir en géneros canonizados o por buscar estar siempre en los linderos de las disciplinas), he vivido intentando escapar de la aldea. En todo caso, violando preceptos impuestos por alguna tradición o autoridad.
Por supuesto esto es algo con lo que sigo lidiando y que no siempre logro manejar con astucia. A veces me descubro huyendo de cosas realmente necesarias, indispensables y de gran valor. Otras, me veo abrazando horrores cuya naturaleza no comprendo, pero a los que me acerqué en mis ansias de fuga. Supongo que buena parte de esa “liberación” a la que me refiero, me hizo darle un valor extremo a la transgresión y me llevó a sentirme incluso como una especie de disidente; lo cual, visto con objetividad, es una mala broma. Cualquiera que vea el modo en que vivo puede asumir, con justo criterio, lo contrario.
A final de cuentas, día con día me veo en la disyuntiva constante de no querer pertenecer y sin embargo, necesitar sentirme incluido… en lo que sea: una reunión, un congreso, una familia. La intención de mi madre, tan parecida a la ficción de La aldea, tenía como fondo intentar preservarme en estado de inocencia. No salir nunca de ahí. Muchas veces, en medio del chismorreo o la maledicencia (e incluso en medio de otros actos menos respetables), me veo buscando lo mismo, como si toda mi vida fuese una suma de mecanismos para volver, como si siempre hubiese querido regresar a ese lugar sin amenazas. No obstante, a estas alturas sé que la inocencia no es algo que uno extravía en el pasado o pueda heredar, sino una condición que en todo caso, se conquista, luego de haber lidiado con todo tipo de impurezas, amenazas y heridas. A veces me gustaría que mi madre explorara el bosque que rodea su aldea.
Y sí, me gustaría que entendiera lo que significan para mí esas palabras de José Emilio Pacheco que dicen “He inventado una selva pero me falta un árbol que la pueble”.

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