26 de junio de 2011

Mi madre y "La aldea"


Cuando le cuento a mi madre que haré un viaje, lo que viene a su mente son anécdotas ilustrativas: “mi amigo X tenía planeado un viaje completísimo a Europa, había comprado boletos de avión, reservado hoteles, contratado tours…, pero una semana antes a su esposa le detectaron problemas en el corazón, tuvo que cancelarlo todo, perdió mucho dinero, hubo que operarla, imagínate si se hubieran ido y se ponía mal allá…” Desde niño era así, mi madre siempre me planteaba los peores escenarios posibles, como si el mundo fuese un lugar en donde sólo excepcionalmente las desventuras no ocurrían.

Ahora veo que era su manera de mantenerme “dentro”, su método para que no emigrara, no a otro lugar, sino a otra forma de pensamiento. No creo que lo hiciera concientemente. Más que necesidad de control, me parece que opera en ella un mecanismo de preservación: si no volteamos a ver el mundo, acaso podamos prevalecer en nuestro estado de excepción, en nuestro edén privado, al interior de nuestra cofradía religiosa. Para mi madre y para el resto de mi familia, convencidamente protestantes, el mundo no es otra cosa que una constante amenaza.

Quizá por ello es que cuando vi la película The Village (La aldea, 2004) de M. Night Shyamalan me pareció tan significativa. Un grupo de amigos deciden aislarse de la civilización y construyen un mundo aparte, con normas morales rígidas que impidan que “el mal” (el asesinato, la traición, el dolor) vuelva a herirlos. Al interior de un reserva ecológica, viven de manera austera, sin tecnología moderna, en las condiciones de una sociedad rural típica del siglo XVIII. Para evitar que sus hijos y sus nietos salgan al mundo, inventan una ficción radical: la aldea en la que viven está rodeada por un bosque mágico en el que habitan creaturas peligrosas capaces de aniquilar a quien las desestime. Frente a una situación crítica, la ficción comienza a tambalearse y “el mal” vuelve a ingresar al paraíso prefabricado. Lo que más llama la atención es la forma en que está narrada esta fábula moral: poco a poco, la trama va develando el misterio y la realidad de los hechos que, como espectadores, desconocemos. De hecho, quien logra romper las trabas morales al interior de la película resulta ser quien carece de vista, la personaje ciega, como si sólo a partir de una anomalía fuese posible ver la verdad. Y eso es acaso lo que me fue ocurriendo a mí mismo frente a mi familia: fui descubriendo, lentamente, que la ficción que me habían contado no sólo era muy limitada, sino que me hacía difícil observar el mundo y disfrutar la vida.

El proceso no ha sido sencillo. Pasé mi infancia y mi adolescencia bebiendo límites y miedos: formas de la ceguera. Esto, en principio, me impidió ser arrojado, me enseñó a contenerme; inhibió y limitó mi mirada. Además, me dificultó incorporarme a cualquier otro círculo que no fuese el de mi comunidad religiosa originaria (cada vez que lo intentaba sentía como si le fuese infiel). Después, fue cambiando mi percepción. Me sentí cada vez menos integrado a mi ambiente familiar: resultó que las restricciones excesivas me llevaron a la asfixia y a la necesidad de romper ataduras. Desde entonces, todas mis decisiones han girado en torno a transgredir ciertas convenciones (las de mi familia) y encontrar modos de escapar de los miedos y sus consecuencias. Desde haber estudiado una carrera relacionada con las humanidades, hasta romper promesas personales (pasando por no escribir en géneros canonizados o por buscar estar siempre en los linderos de las disciplinas), he vivido intentando escapar de la aldea. En todo caso, violando preceptos impuestos por alguna tradición o autoridad.

Por supuesto esto es algo con lo que sigo lidiando y que no siempre logro manejar con astucia. A veces me descubro huyendo de cosas realmente necesarias, indispensables y de gran valor. Otras, me veo abrazando horrores cuya naturaleza no comprendo, pero a los que me acerqué en mis ansias de fuga. Supongo que buena parte de esa “liberación” a la que me refiero, me hizo darle un valor extremo a la transgresión y me llevó a sentirme incluso como una especie de disidente; lo cual, visto con objetividad, es una mala broma. Cualquiera que vea el modo en que vivo puede asumir, con justo criterio, lo contrario.

A final de cuentas, día con día me veo en la disyuntiva constante de no querer pertenecer y sin embargo, necesitar sentirme incluido… en lo que sea: una reunión, un congreso, una familia. La intención de mi madre, tan parecida a la ficción de La aldea, tenía como fondo intentar preservarme en estado de inocencia. No salir nunca de ahí. Muchas veces, en medio del chismorreo o la maledicencia (e incluso en medio de otros actos menos respetables), me veo buscando lo mismo, como si toda mi vida fuese una suma de mecanismos para volver, como si siempre hubiese querido regresar a ese lugar sin amenazas. No obstante, a estas alturas sé que la inocencia no es algo que uno extravía en el pasado o pueda heredar, sino una condición que en todo caso, se conquista, luego de haber lidiado con todo tipo de impurezas, amenazas y heridas. A veces me gustaría que mi madre explorara el bosque que rodea su aldea.

Y sí, me gustaría que entendiera lo que significan para mí esas palabras de José Emilio Pacheco que dicen “He inventado una selva pero me falta un árbol que la pueble”.

2 comentarios:

  1. Muchas gracias por compartir tu experiencia aldeana... A todos en algún momento nos sirve darnos cuenta que hay más a un lado nuestro, siempre, siempre un poco más. Y quizá no todo es tan extraño como suponemos. Saludos desde Guadalajara!

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  2. Se me enchinó la piel. Siempre he creído que la inocencia es un gran defecto. Ahora que te leo me convenzo de que, efectivamente, la inocencia se conquista. Yo he tratado de conquistarla también para regresar y, desde ahí, escapar de la idea de que la felicidad es un mal presagio que, tal parece, es lo que me heredó mi familia, mi madre. Gracias por compartir este texto.
    Abrazote

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