31 de mayo de 2010

Adriana González Mateos sobre "Sentido de fuga"

Dejo aquí el texto que leyó Adriana González Mateos durante la presentación de mi libro Sentido de fuga. La ciudad el amor y la escritura.
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Sentido de fuga, de Jezreel Salazar
por Adriana González Mateos


Un hombre trata de empacar sus cosas en un maletín. Dobla pantalones, camisas, corbatas reducidas a un pequeño rollo, un after-shave, las bolas de los calcetines. Sigue con una mesa, la cama, el árbol cuyas ramas profundizan la ventana. Pese al afán perfeccionista con que confecciona sus dobleces, comprueba que ya no le cabe el trozo de banqueta por donde acaba de pasar un perro. Se siente impotente al contemplar el maletín: quizá en una esquina pueda acomodar aún el refrigerador. Atribuye virtudes redentoras a este ejercicio que cumple con rigor y seriedad: de alguna manera sus empaques salvan a la ciudad. Algo, sin embargo, lo incomoda. Quizá aún podría intentarlo, hallar la manera de incluir el anuncio espectacular que obstruye el horizonte. Afuera, maléfica y obstinada, la ciudad se multiplica, decidida a no engendrar jamás una calle igual a otra. El hombre se repone de su desaliento y toma la única decisión posible: vuelve a empezar.

            Tal vez algo así es el oficio del cronista, practicado por tantos en esta ciudad. Jezreel Salazar se empeña en definirlo como si no supiera que este género cambia de forma apenas alguien cree atrapar una de sus patas. Por eso sus definiciones se equilibran entre el rigor de un académico y la cautela de un ensayista amante del fragmento y de la miniatura. Un estudioso que acumula referencias y va construyendo a través de estas páginas su autoridad como experto en el tema, a la vez que reflexiona sobre su actividad como cronista, en un esfuerzo por darle un sentido. En el centro de este libro hay una convicción que se va afinando y reformulando pero podría resumirse en frases como éstas:

“Describir, inventar y leer la urbe es una forma de vivirla y habitarla. Es también un modo de concebirnos a nosotros mismos. Dice Gustavo Remedi: nos transformamos en los (espacios) que habitamos y construimos los espacios que reflejan lo que somos”. Por ello, escribir es un acto de resarcimiento. Provee señas, referencias, marcas interiores que vuelven habitable un exterior hostil. Al hablar de la ciudad y entablar una relación imaginaria con ella, la edificamos, e indirectamente, nos construimos a nosotros mismos” (111)

Durante tal construcción este cronista no se limita a recorrer la ciudad y a dar cuenta de lo que en ella sucede, pues emprende el paseo armado con los instrumentos de observación adquiridos en lugares como la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Son a la vez herramientas de observación y análisis, adornos y señas de identidad que permiten reconocerlo como un intelectual. Su caminata es la de un hombre culto que se complace en relacionar lo que ve con las palabras de Baudelaire o de Borges o de John Berger o de María Zambrano; la suya es una ciudad letrada. El esfuerzo por darle sentido a la ciudad es también el de construir para ella una armazón de referencias y relaciones intelectuales que la hagan reconocible, pero él entendería este reconocimiento como una lectura, diría que reconocer es leer, y leer es ubicar la ciudad dentro de una tradición intelectual a la vez latinoamericana y cosmopolita: no es un mero paseante, es un flaneur. El cronista de Jezreel Salazar ve, reconoce y lee la ciudad desde una ubicación de clase cuidadosamente construida en cada uno de los textos, que así definen también a sus lectores.

Una marca sobresaliente en la construcción de esta genealogía intelectual es su heterogeneidad, su decisión de mezclar a Rilke con Juan Gabriel. El cronista asiste tanto a una exposición de la escultura de Chillida como al Tecnogeist, encuentra que las prostitutas de la Merced son peripatéticas, remata la crónica de una fiesta de quince años con una cita de Lichtenberg. Ejerce así un humor basado en el colapso de las distinciones entre lo que alguna vez se llamó “alta cultura” y la cultura popular, en un permanente cuestionamiento de la relevancia actual de ambas, de su viabilidad como expresiones culturales vivas. Comprueba que las irreverencias del pasado son los monumentos de hoy, como en la crónica sobre la celebración del mural efímero de José Luis Cuevas en la Zona Rosa, un ejemplo más de cómo en esta ciudad lo que alguna vez fue móvil se transforma en piedra, como los prestigios culturales son fugaces y fluctuantes, como la irreverencia tiende a lo monumental.

            Esta voluntad de mezcla y de impureza es rasgo definitorio de la crónica, que alberga lo mismo citas poéticas que trozos narrativos o apartes académicos o pasajes ensayísticos. Por eso es género idóneo para hablar de la ciudad, capaz de transformarse como ella en un permanente esfuerzo de antemano derrotado, el de dar sentido al caos, que siempre producirá monstruos capaces de escaparse. De esta carrera la crónica obtiene su vitalidad y el cronista el placer de refinar sus definiciones procurando precisar este género impreciso:

Al reflexionar sobre su propia labor, José Juan Tablada escribió que el estado habitual del cronista consiste en el desconcierto de la elección (l’embarras du choix): “su conciencia baraja un caos de placas impresionadas varias veces, donde los asuntos se yuxtaponen y se confunden”. Escritura nacida de un diálogo vital con el conflicto –conflicto social a la vez que caos interior-, la crónica busca decir lo que la realidad esconde en torno a sí misma. De ahí que leer sea como rescatar en los ojos de otro la luz que a uno a veces le hace falta. La crónica realiza esta labor a través de un proyecto dialógico donde las voces de la otredad inducen al diálogo posible. (81)

          De ahí su naturaleza fragmentaria. La ciudad se define como inabarcable, demasiado inmensa y compleja no sólo para el cronista, sino para sociólogos, politólogos, mercadólogos que en vano orquestan estrategias diseñadas para ejercer algún control sobre ella. La crónica se resigna a dar cuenta de un rincón y de un momento, del aspecto de algún participante, de la impresión fugaz. El cronos que forma su etimología la destina a ser pasajera e incompleta: "Tarea de la crónica: borrar las heridas de la ciudad. Sobre estas cicatrices es que la crónica erige su forma". (151)
 
            Por esa naturaleza dialógica y por este gusto por la cita y la referencia, la escritura del cronista se va volviendo a la vez personal, compartida con otros y anónima. Al decir con sus propias palabras inevitablemente usa las de alguien más. Si en la ciudad más enorme la experiencia única es vivida a la vez por cientos de miles de personas, la voz del cronista se despoja de los rasgos que lo atan a lo individual para reconocerse como parte de una multitud. Sus experiencias más íntimas, como fumar mota en las islas, se reflejan en las miríadas de espejos que son los ojos de los otros que han repetido los mismos actos en los mismos sitios. Mirada personal sobre la ciudad que trata de hacer habitable, la crónica es el registro de una experiencia colectiva.

            Se ha hablado mucho de la ciudad y de la escritura, pero poco del amor. Jezreel Salazar apenas lo menciona, aunque lo use para titular el libro. Allá por la página 124, “bajo el templete de un banco, una mujer espera las caricias de mis manos frías”. Apenas si hay otras dos o tres pinceladas por el estilo, aplicadas más por oficio literario que por necesidades de lo que se narra. Quizá, como quería Borges, en una adivinanza la única palabra prohibida es la que alude al misterio que se oculta. Quizá la complejidad de la crónica y el caos de la ciudad son dos metáforas tímidas, apenas aproximadas de la experiencia amorosa. El libro acaba siendo una desviada, tímida declaración de amor a la ciudad, a la vez que un recuento de su vida cotidiana. Jezreel Salazar evita los temas consagrados por otros cronistas: no asiste a marchas políticas, no pretende hacer un relato de la sociedad que se organiza ni de los acontecimientos que marcan la historia de la urbe. En cambio, relata los sinsabores del trato con sus vecinos, sus andanzas en busca de un empleo, dando a la crónica un giro hacia lo íntimo. El registro de las cicatrices de la ciudad se esmera en esta búsqueda de las dolencias comunes y corrientes que afligen a los simples mortales en un día cualquiera, ésas que se vuelven invisibles de tan obvias pero constituyen la vida de sus habitantes y el latido de su cultura. La crónica se convierte en una lupa que detecta lo desdeñado por otros cronistas, lo que muchos novelistas no se molestan en mirar, lo demasiado trivial para los poetas. Un diario de la vida en la ciudad que quizá sería desdeñado por muchos editores amantes de los géneros consagrados, pero se va convirtiendo en una necesidad vital de quienes la vivimos, la amamos y la padecemos todos los días.

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