Hace un mes murió Helen Escobedo, escultora precisa que colaboró en la creación de un lugar mágico: el Espacio Escultórico, ubicado en la zona cultural de Ciudad Universitaria. Dejo aquí dos fragmentos que de algún modo la evocan. El primero proviene de un texto publicado hace unos meses y cuyo título evidencia mi frecuente paseo por ese sitio: "Breves incursiones al espacio escultórico". El segundo es una evocación en otro registro, pero con el mismo sentido de extrañeza que suelo tener al recorrer los espacios diseñados por HE. Dicen que uno siempre regresa a sus pasiones obsesivas. Este es el caso.
En la escultura de Helen Escobedo*
Envueltos en las madejas de la irrealidad, caminan hacia un paraje desierto –oasis tibio en medio de una ciudad ruidosa, atroz, imposible. Todavía no se cumple la mitad del día, pero el cisma de los cuerpos ya anuncia el fulgor y la celebración del tacto.
(Ella te provee de aliento, anima la proximidad, le da sentido a tus señales abasteciéndolas de significado, color, sonrisas. Su presencia te provoca ardor íntimo, lucidez, ansia de dicha).
Alrededor de sus cuerpos se erige una burbuja que los envuelve irreconocibles, los separa del resto de las cosas. Lugar extraño y a la vez familiar, los brazos son puerta afectiva, páramo donde nadie falta. Apenas se conocen; sin embargo, los vocablos sobran cuando las miradas hablan de la perpetuidad de los instantes.
(Observas hacia el cielo: dos muchachos han trepado por los bordes de hierro y emiten un olor acre y dulce –la mariguana que no requieres para palpar el dorso del cosmos que roza tu cuerpo).
Sumergidos al interior de un esqueleto amarillo y rojizo, una escultura rectangular los contiene. Como si el exterior reprodujera el estado interior de sus cuerpos, los colores y las superficies se multiplican: el deseo es siempre ansia de repetición.
(Has cruzado un umbral del que es difícil volver. Existe un punto de fuga por el que se calcina el pasado y se decanta el porvenir: estás ahí, mirándolo. Frente a tus ojos un cuerpo emite aire, danza contrario a la brisa invernal. Acechas su voluptuosidad tímida, bebes un virus inédito, su piel te quema las manos).
Alguien observa a lo lejos dos cuerpos irrefrenables: ciegos, viven, por el momento, un paréntesis de la vida.
(Para diluir su ausencia, le escribes estas palabras).
Territorio del aliviane. El espacio escultórico**
Como siempre, voy en busca de vértigo y contemplación. Entro al espacio escultórico en Ciudad Universitaria. Camino por el círculo que envuelve los restos expelidos por el volcán. Elijo una columna y escalo. Me acuesto sobre la roca triangular y desde ese centro de gravedad, escucho el rumor de la ciudad. Cual mar, su eco viene como el oleaje: ritmo repetido. El tráfico y fluir citadinos tienen el sonido de una constante carrera sin destino. Fuera de todo ese sinsentido me hallo en medio de un centro de sosiego. Ojo del huracán, este espacio devuelve la calma. Es un receso, letargo provisional, lo sé. Sin embargo es suficiente para hallar desahogo.
Contrasta con los coches, el canto de las aves y los insectos que pasan alrededor mío. El espacio escultórico, en medio de la incertidumbre, de tiempo en tiempo se ha vuelto un oasis de libertad. Me levanto. Siento cómo el viento violenta mi cabello. Rompe el silencio —quebranta la quietud de quedas oquedades. Coloco mis pies sobre la orilla y siento el vértigo de caer. La forma en que el vacío te llama. Entonces miro hacia arriba. No hay sol que aliente ese salto. Las nubes plagan el cielo. Está por llover. Salgo de ahí. Resisto un día más y regreso a otro vértigo, en medio del humo de los coches.
*Fragmento de "Breves incursiones al espacio escultórico", en Los bastardos de la uva, año. 1, vol. 1, abril-junio de 2010.
**Incluido en Sentido de fuga. La ciudad, el amor y la escritura, México, UACM, 2009.
No hay comentarios:
Publicar un comentario