28 de noviembre de 2009

Chillida Leku

Otro par de citas, esta vez del escultor vasco Eduardo Chillida, extraídas del Diario de viaje que llevé mientras anduve por España:

Pasamanos o peldaños


Dejo acá cuatro citas que en estos días rondan mi cabeza como si se tratara no de oráculos, sino de los peldaños de una escalera por la cual salir de un cuarto tapiado. O como si fuesen los eslabones firmes de un pasamanos imaginario que acaso puedan transladarme a un sitio que me impida caer del todo, y al mismo tiempo sentir que sigue siendo posible volar:

1. “Si el hombre a veces no cerrara soberanamente los ojos, terminaría por no ver ya lo que vale ser mirado” (René Char)

2. "No olvidar que el error muchas veces se había convertido en mi camino. Siempre que no resultaba cierto lo que pensaba o sentía, entonces se producía una brecha. Y si antes hubiese tenido valor, ya habría entrado por ella. Más siempre sentí miedo del delirio y el error. Mi error, no obstante, debía ser el camino de una verdad: pues únicamente cuando me equivoco salgo de lo que conozco y entiendo. Si la verdad fuese aquello que puedo entender, terminaría siendo una verdad pequeña, de mi tamaño. La verdad tiene que estar en lo que jamás podré comprender” (Clarice Lispector)

3. “Di lo mejor de mí cuando me dejaron” (James Joyce)

4. "No tenemos ninguna razón para desconfiar de nuestro mundo, pues no está contra nosotros. Si tiene espantos, son nuestros espantos; si tiene abismos, esos abismos nos pertenecen; si hay peligros, debemos intentar amarlos. Y si orientamos nuestra vida solamente según ese principio que nos aconseja que nos mantengamos siempre en lo difícil, entonces lo que ahora se nos aparece todavía como lo más extraño, se hará lo más familiar y fiel nuestro... ¿Por qué excluir de la vida ninguna intranquilidad, ningún dolor, ninguna melancolía...?” (Rainer Maria Rilke)

27 de noviembre de 2009

Juan José Reyes sobre "Sentido de fuga"

Dejo aquí la reseña sobre mi libro Sentido de fuga. La ciudad el amor y la escritura que apareció en en Siempre! el pasado 9 de agosto de 2009.
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La ciudad inatrapable
Juan José Reyes

La ciudad, como antes los mares, tiene poder para que quienes cruzan por ella o la habitan no puedan controlar su impulso de interpretarla o al menos de registrar los hechos o los sueños o las sensaciones o los sentimientos que ella misma suscita. Es sitio de aventuras y de pasmos, de sobresaltos y monotonías, de dramas y de fiestas, de seguros amores, de traiciones, de corrupciones y de esperanzas, de aliento y camaradería, de susto y duelo, de deseos y cicatrices del deseo. Hacen crónica de la ciudad sobre todo los jóvenes escritores, remarcando su impulso de poseerla y su certeza de que es inatrapable y por eso mismo tan seductora.
Con este libro Jezreel Salazar, nacido en 1976 en la Ciudad de México, ganó el Premio de Crónica Urbana que cada año otorga la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Tal es un premio joven que rápidamente va ganando fuerza, a juzgar por los trabajos de sus ganadores (el primero de ellos es un libro espléndido de Magali Tercero). El de Salazar también es un magnífico conjunto de textos que muestran tanta sorpresa ante el mundo chilango como ilusión y desencanto, siempre desde una firme capacidad de expresar lo que se registra. Aquella firmeza da soltura a la prosa de Salazar, bien construida, fluida, en ocasiones brillante.
Y más allá del registro de los hechos, o más acá, desde el fondo mismo del autor y de esos hechos, surge una mirada que todo lo condensa y que muy probablemente puede ser compartida por todos los lectores o por un buen número de ellos. Escribe Salazar por ejemplo: “Sí, la ciudad es un dolor del que no podemos librarnos, un lazo que no poseemos pero del que formamos parte, la trampa de la que es imposible escapar: un sino, una condena. Como en la historia de Edipo, la amamos pero nuestro amor la llevará a la muerte. Somos sus hijos y estamos condenados al matricidio erigido sobre el deseo y el cariño. Es verdad. No le tenemos compasión”.
No nos tenemos compasión, pudo escribir el autor. Y no lo hacemos porque al parecer no podemos ya mirarnos en nuestro propio espejo. Cuando lo hacemos nos hallamos perdidos, solitarios en la muchedumbre… a menos que tomemos la palabra y emprendamos el camino del recuerdo de lo inmediato, como tan bien ha hecho el mismo Salazar.

Jezreel Salazar, Sentido de fuga (La ciudad, el amor y la escritura). México, Universidad Autónoma de la Ciudad de México (Crónica Urbana), 2009; 180 pp.

24 de noviembre de 2009

Recuerdos de España


Me hubiera gustado recorrer ciertas calles españolas con un ipod pegado a la cintura. En los oídos, un jazz de Coltrane o la voz-imán de N. Simone. A través de los ojos, el río de imágenes corriendo de prisa. ¿Habrían sido otras las ciudades así vistas? No lo sabré. Pero ciertos matices de los rostros, de las casas, incluso del aire, se abrían acentuado –intuyo. Y quizá, sólo quizá, mi nostalgia sería menor, y no este río que avanza, imponderable, hacia el mar.

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España te exige un compromiso. Como diría Polo, ser un radical. Hablar de la vida desde el amor y viceversa. Pero ¿cómo ser radical, en medio de tantos matices? ¿Cómo no serlo cuando la vida tiene ese poder eficaz para volvernos insectos petrificados en una telaraña de humo?


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Preguntas que provoca el desplazamiento. ¿Cómo lee los nombres propios de mi país un ruso, un chino o un eslovaco? ¿Equivale “José” a “Fedor”? ¿”Eduardo” es tan común como “Lin” o “Chiang”? ¿Alguien tendrá la misma extrañeza al leer “Elizondo”, como yo la experimento al escuchar “Denisovich”?

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Abrir los brazos, soltarlo todo. La generosidad es un modo de liberación. ¿Cómo corresponder cuando las manos a uno le pesan tanto, cuando el miedo es el soberano del cuerpo interior, cuando uno sueña que no puede moverse, ni soltar un golpe, ni acceder a ningún tipo de defensa?
¿Cómo hablar de la vida luego de estar tanto tiempo aferrado al letargo? ¿Se puede adentrar uno al pasado como si fuese diáfano fluir y no el fragmentario discurrir de un sueño acaso pesadillesco y que nos despierta envueltos en sudor y enardecidos en medio del grito?

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Vi una luz. No. Una forma de la luz. Un tipo de iluminación distinta. En ella los objetos adquirían otra presencia. No exactamente la sensación onírica que todo lo matiza en suaves penumbras y nubes bajas. Se trataba de brillo y otra opacidad. En el Parque del Retiro ese quebrantamiento de mis ojos mexicanos vivió su esplendor al caer la lluvia, esa que empapó toda mi ropa recién lavada…

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Chorizo en salsa de vino. Un restaurante en Córdoba a media luz. Velas que salen de pronto por todos lados para iluminar cada una de las mesas y la escena en su conjunto. Los meseros se apresuran. Un corto en el restaurante ha propiciado que nos quedemos en penumbras. Como si el ambiente semi-iluminado de las calles penetrara este sitio. O, por el contrario, como si algún fenómeno sobrenatural nos arrebatase, nos transportara afuera, en medio de la calle, donde un sujeto que destila vino espera rebanar el alba mediante cuchillos. Mientras tanto, seguimos tú y yo, apeteciendo esa noche plagada de siluetas.

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Fui extraño, extranjero en aquel mundo. ¿Qué definía mi identidad en ese espacio ajeno? ¿Qué le daba continuidad a mis pasos en medio de territorios anónimos? Acaso algunos objetos que no dejaron de acompañarme: una mochila, mi cuaderno de apuntes, la cámara, mis zapatos… ¡ah!, y algo que no se separó nunca de la bolsa de mi pantalón: mi pasaporte. Siempre estuvo ahí, pegado al cuerpo, hasta convertirse en una extensión, una forma del sostén. Como el bastón (la tercera pierna de G. H.) que provee confianza más que fortaleza. Sí, el pasaporte en el bolsillo se convirtió pronto en otra cosa. Ya no la cartilla de identidad solamente, sino la seguridad prestada, el paliativo del extrañamiento. Un vínculo de mí mismo con otro lugar. La certeza de que, más allá del anonimato, poseía un rostro único, una huella digital inimitable, pero sobre todo, un origen, un lugar que esperaba mi regreso. De modo que cada vez que la soledad o la incertidumbre angustiaban mi pensamiento, el tic de acercar la mano al bolsillo de mi pantalón me tranquilizaba, y en cierta forma verdadera, simplemente me salvaba.

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Las monedas como una tiranía de la diferencia. El tipo de cambio reduce la fortuna de estar en otro lugar. La magia del extranjero, que vive el que pisa las calles ajenas, tiene precio. Un preciso valor, un costo injusto. Al llegar a casa esto se volverá más visible que nunca.

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¿Recobrar la inocencia perdida? ¿Es posible eso? Ser aquel y no éste, darle un giro a la respiración, abrir las manos y no sentir que abrazo con roces tibios... Desconocerse: eso me ocurre. Saberme rajado por el ayer y sus errores fatuos. Acaso por eso vuelvo, en la memoria, a aquel idilio que fue estar caminando por Toledo y entrar a su catedral; aquellos eran pasos que no traían consigo incertidumbre, anuncios insensatos, llaves perdidas. Recuerdo ahí, haber sentido un nudo de piedra atrás de la lengua y creer que era posible sacar el pecho para dejar que el silencio vibrase fuerte en el corazón. ¿Extravié aquello para siempre o tiene remedio? ¿El desamor es más que dicha postergada, constancia inolvidable de la culpa, huida con ojos febriles? Quisiera creer lo contrario.

20 de noviembre de 2009

Dirección contraria

Anoche, la sensación del despojo. Cafetería afuera de la Universidad. Gritos acaso ensayados. Entregar la cartera con todas las señas de identidad. Caminan nerviosos y exaltados. "¿Quién se piensa poner gallito? A ver, a ver..." Ebriedad efusiva en el aire. Voz adrenalinosa. Sorprenderse ante el gesto revelador y éste sí, espontáneo: uno de ellos le arrebata el cigarro-a-medias a una chica. Cualquier cosa con tal de privar al otro, mostrar que dispone de ti. Un gesto burdo y risible, sin duda. Se van con las armas en alto. Se van también con una caja de donas glaseadas bajo el brazo.

Anoche, la imprevisión, sentirse espiado, expuesto. Alguien entró a mi correo. Como si no pudiera quedar atrás el sentido persecutorio. Llegué a casa y no pude dormir sino tres horas.

Luego del imperativo insomnio, volver a la vida, manejar sin licencia, poner cara de sentido-común. Termina la tarde y recibo un texto en mi celular que acaso no tranquiliza, pero alienta: "Pienso que caer no siempre es caer, a veces es sólo volar en dirección contraria".


Foto: Vladimir Saavedra

19 de noviembre de 2009

Presentación de "Sentido de fuga (La ciudad, el amor y la escritura)"

El próximo martes presentaré mi libro de crónicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Tengo un problema con ello: es un libro excesivamente personal, habla mucho de mis obsesiones y de mis delirios íntimos -lo cual no es muy propio para hacer crónica. Al mismo tiempo se me ha vuelto ajeno. Lo veo impreso y me parece que todas esas experiencias narradas ahí me han sido expropiadas. Para colmo, algunos de los textos me resultan ahora un tanto incómodos, plagados de insuficiencias y demasiado corregibles. Tengo la impresión de que en los días actuales no firmaría muchas de las cosas ahí escritas. No lo sé.

Rescato, no obstante, la pasión con la que fueron redactadas sus páginas. Alguien me ha dicho que en su conjunto el libro sustenta una mirada demasiado idílica. Es probable, pero no me importa. Hablo en la Advertencia de algo que en efecto aconteció: "Cautivado por esta urbe insólita, no tuve otro remedio que dejarme llevar por esa pulsión que une el registro voyeurista con el ademán crítico". Y ahora pienso que me gustaría construir mis relaciones siempre así, atento a mí mismo y a los otros. Hechizado con los ojos.

Si escribí e incluí textos tan malos como "Atmósferas oníricas" o tan excedidos como "Vecinos envidiables", en oposición hay otros que sigo apreciando (¿por cuánto tiempo más?). No me parecen desdeñables las crónicas sobre Cuevas o la titulada "Robinson en Donceles"; me gustan las dos que describen una lluvia de granizos y aquella que tiene como centro a ese monstruo sumergido llamado 'metro'. De entre tantas palabras rescato el siguiente texto, muy breve, que no es propiamente una crónica:

Del Amanecer

Sucede a veces que uno abre los ojos al despertar y la mirada es tan borrosa que el mundo pareciera ser otro, la luz nos habla con nombres distintos y los rostros y el perfil de los objetos no atinan a encontrar su nitidez, a tal grado que ya no dan ganas de volver a dormir y soñar. Uno siente que algo lo llama del otro lado de la puerta y se apura a levantarse, salir a verlo todo, y correr y correr en busca de cansancio; pero de pronto vemos cómo el horror renace en cada cosa hecho desidia, voraz rastrojo de sí misma, impenetrable misterio que no cambia. Y ya despiertos, la luz apaga nuestros ojos y no queda sino inventar un canto o un murmullo, una forma de caminar entre las ruinas o un simple silbido a través del cual los ojos vean no lo que existe fuera de nosotros, no el triste verdor ni la sal que nos llama en las espaldas, sino una luz amarillenta en cuya sombra los pies no hundan su pasado. Entonces es posible seguir, vivir un día más con la esperanza de encontrar aquella penumbra, aquella atmósfera borrosa en que los ojos se esmeraban para de vez en cuando, en un hallazgo formidable e incomunicable, clavar su brillo en una calle o en el color enigmático del cielo, y decir "por suerte he despertado", aunque el resto del día el ansia de regresar a la cama pese demasiado.


En fin, es un libro que habla de mí. De eso que vi y fui. De lo que en ciertos ratos sigo siendo. Me acompañarán Adriana González Mateos y J. M. Servín. Espero no sean comedidos.

17 de noviembre de 2009

Ribeyro y la felicidad


Han sido días de pesadumbre y agotamiento. La fuerza vital se me escapa y tengo que luchar contra mí mismo, sin armas, para levantarme y dar unos pasos, o abrir un libro mientras me alimento residualmente.

Por supuesto, ha desaparecido casi por completo el hábito de la escritura. Estas que escribo son palabras de vuelta. Escribir es siempre regresar. No obstante, a pesar de la nulidad de todas estas horas perdidas, a veces uno se encuentra con ciertas salidas que se vuelven perdurables hallazgos. Apenas antenoche encontré un libro que me es desde ya entrañable. Se trata del diario de Julio Ramón Ribeyro, un excelente cuentista peruano. Un hombre con mi naturaleza. Muchas de las cosas que escribe me contienen: su terror a los sometimientos de las relaciones sociales, su mirada sobre el mundo femenino, la tentación genial del fracaso, sus formulaciones acabadas y equívocas. Por supuesto que su sentido del análisis introspectivo me es completamente ajeno y envidiable.

Entre las páginas de su diario encuentro estas palabras que hablan de un paraíso inescrutable y perdido, muy semejante al que vivo: “lo que deseamos se nos da, pero muy pocas veces en el momento oportuno […] Es terrible pensar que uno se priva de tantas cosas bellas y definitivas –en el sentido de que pueden definir una vida– por una falta de concordancia entre diversas situaciones. La felicidad, desde esta perspectiva, no es otra cosa que la coincidencia del mayor número de circunstancias favorables”.

11 de noviembre de 2009

Dulce María y el alzheimer

No sé quién es Dulce María. Revisando mi celular he encontrado su teléfono y su nombre. No la recuerdo. No entiendo si se trata de una alumna, de una conocida ocasional o un contacto de chamba. Pasa de la media noche. No me he atrevido a llamarle, pero ha despertado mi curiosidad y de algún modo me perturba. Me habla (o anuncia) el olvido.

Muchas veces he sentido que mi vida emocional es superior a mis años. Como si estuviese yo adelantado a mi propio deterioro físico. Una especie de vejez pre-fechada. "Dulce María", su nombre me dice que padeceré alzheimer. Un miedo mayor. En el mejor de los casos hipocondria. Pero sí, un niño-viejo que no está en corcondancia con su mundo. Recuerdo esa sensación muy acendrada mientras estaba con L. Eso fue hace casi quince años. Escribí entonces un relato o algo que buscaba serlo y que le di a leer a ella y a sus padres. Éstos últimos me dijeron: "es como si lo hubiese escrito un viejo experimentado". Por supuesto, una exageración. Pero eso. Un destiempo en todo caso. No siempre fue así.

Me parece que he vivido en contra de esa sensación que me acechaba de niño: la inocencia, por no decir, la estupidez. Lo percibí después, pero cuando niño simplemente un mojigato, un sincero y honesto morro que no entendía ninguna lógica del mundo. Mi tragedia ha sido vislumbrar esa condición y combatirla, volverme disidente de mí mismo.

Hay una escena que recuerdo bien y me avergüenza, pero revela lo que voy diciendo. Fue un año antes de entrar a la primaria. Al salir del salón, la maestra dijo: "Regreso enseguida. Nadie puede hablar mientras yo no esté", y salió. Inmediatamente un par de compañeras comenzaron a platicar y yo las interpelé con una arrogancia ignorante: "¿Qué no escucharon a la maestra? Las va a castigar". Su respuesta fue obvia, pero para mí incomprensible: "No se dará cuenta a menos que tú le digas". Desde mi perspectiva era un hecho que ella, la maestra, lo veía y sabía todo. La prohibición era realidad sin remedio, sólo para mí. Por eso nunca fui un niño rebelde.

Contra esa inocencia se erigió mi carácter. Y ahora siento que he madurado, y no sólo eso: envejecido. De ahí el miedo a perder mis facultades, a volverme senil prematuramente. Por eso el temor, el alzheimer. Por eso ese nombre, Dulce María, palpita como una anunciación. Pero no tomo el teléfono: 1040.4577.