24 de noviembre de 2009
Recuerdos de España
Me hubiera gustado recorrer ciertas calles españolas con un ipod pegado a la cintura. En los oídos, un jazz de Coltrane o la voz-imán de N. Simone. A través de los ojos, el río de imágenes corriendo de prisa. ¿Habrían sido otras las ciudades así vistas? No lo sabré. Pero ciertos matices de los rostros, de las casas, incluso del aire, se abrían acentuado –intuyo. Y quizá, sólo quizá, mi nostalgia sería menor, y no este río que avanza, imponderable, hacia el mar.
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España te exige un compromiso. Como diría Polo, ser un radical. Hablar de la vida desde el amor y viceversa. Pero ¿cómo ser radical, en medio de tantos matices? ¿Cómo no serlo cuando la vida tiene ese poder eficaz para volvernos insectos petrificados en una telaraña de humo?
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Preguntas que provoca el desplazamiento. ¿Cómo lee los nombres propios de mi país un ruso, un chino o un eslovaco? ¿Equivale “José” a “Fedor”? ¿”Eduardo” es tan común como “Lin” o “Chiang”? ¿Alguien tendrá la misma extrañeza al leer “Elizondo”, como yo la experimento al escuchar “Denisovich”?
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Abrir los brazos, soltarlo todo. La generosidad es un modo de liberación. ¿Cómo corresponder cuando las manos a uno le pesan tanto, cuando el miedo es el soberano del cuerpo interior, cuando uno sueña que no puede moverse, ni soltar un golpe, ni acceder a ningún tipo de defensa?
¿Cómo hablar de la vida luego de estar tanto tiempo aferrado al letargo? ¿Se puede adentrar uno al pasado como si fuese diáfano fluir y no el fragmentario discurrir de un sueño acaso pesadillesco y que nos despierta envueltos en sudor y enardecidos en medio del grito?
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Vi una luz. No. Una forma de la luz. Un tipo de iluminación distinta. En ella los objetos adquirían otra presencia. No exactamente la sensación onírica que todo lo matiza en suaves penumbras y nubes bajas. Se trataba de brillo y otra opacidad. En el Parque del Retiro ese quebrantamiento de mis ojos mexicanos vivió su esplendor al caer la lluvia, esa que empapó toda mi ropa recién lavada…
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Chorizo en salsa de vino. Un restaurante en Córdoba a media luz. Velas que salen de pronto por todos lados para iluminar cada una de las mesas y la escena en su conjunto. Los meseros se apresuran. Un corto en el restaurante ha propiciado que nos quedemos en penumbras. Como si el ambiente semi-iluminado de las calles penetrara este sitio. O, por el contrario, como si algún fenómeno sobrenatural nos arrebatase, nos transportara afuera, en medio de la calle, donde un sujeto que destila vino espera rebanar el alba mediante cuchillos. Mientras tanto, seguimos tú y yo, apeteciendo esa noche plagada de siluetas.
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Fui extraño, extranjero en aquel mundo. ¿Qué definía mi identidad en ese espacio ajeno? ¿Qué le daba continuidad a mis pasos en medio de territorios anónimos? Acaso algunos objetos que no dejaron de acompañarme: una mochila, mi cuaderno de apuntes, la cámara, mis zapatos… ¡ah!, y algo que no se separó nunca de la bolsa de mi pantalón: mi pasaporte. Siempre estuvo ahí, pegado al cuerpo, hasta convertirse en una extensión, una forma del sostén. Como el bastón (la tercera pierna de G. H.) que provee confianza más que fortaleza. Sí, el pasaporte en el bolsillo se convirtió pronto en otra cosa. Ya no la cartilla de identidad solamente, sino la seguridad prestada, el paliativo del extrañamiento. Un vínculo de mí mismo con otro lugar. La certeza de que, más allá del anonimato, poseía un rostro único, una huella digital inimitable, pero sobre todo, un origen, un lugar que esperaba mi regreso. De modo que cada vez que la soledad o la incertidumbre angustiaban mi pensamiento, el tic de acercar la mano al bolsillo de mi pantalón me tranquilizaba, y en cierta forma verdadera, simplemente me salvaba.
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Las monedas como una tiranía de la diferencia. El tipo de cambio reduce la fortuna de estar en otro lugar. La magia del extranjero, que vive el que pisa las calles ajenas, tiene precio. Un preciso valor, un costo injusto. Al llegar a casa esto se volverá más visible que nunca.
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¿Recobrar la inocencia perdida? ¿Es posible eso? Ser aquel y no éste, darle un giro a la respiración, abrir las manos y no sentir que abrazo con roces tibios... Desconocerse: eso me ocurre. Saberme rajado por el ayer y sus errores fatuos. Acaso por eso vuelvo, en la memoria, a aquel idilio que fue estar caminando por Toledo y entrar a su catedral; aquellos eran pasos que no traían consigo incertidumbre, anuncios insensatos, llaves perdidas. Recuerdo ahí, haber sentido un nudo de piedra atrás de la lengua y creer que era posible sacar el pecho para dejar que el silencio vibrase fuerte en el corazón. ¿Extravié aquello para siempre o tiene remedio? ¿El desamor es más que dicha postergada, constancia inolvidable de la culpa, huida con ojos febriles? Quisiera creer lo contrario.
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