30 de junio de 2010

Cambiar de casa es extrañar horrores

Fotografía de Érika Ruíz Vitela

Algunos me han dicho que al ser difícil de conseguir mi libro de crónicas, debería colgar al menos por acá ese texto sobre mis entrañables vecinos. Va entonces:


VECINOS ENVIDIABLES

Siempre uno acaba por asemejarse a sus enemigos
Jorge Luis Borges

Según Pascal “toda la desgracia de los hombres proviene de una sola cosa: el no saber quedarse solos en su habitación”. La famosa sentencia no es cierta en mi caso. Cada vez que me dispongo a disfrutar los placeres solitarios de mi hogar, aparece no la felicidad buscada, sino la presencia de algún vecino que perturba o interrumpe. Esta aparición toma múltiples formas de las cuales hago ahora sólo un raquítico recuento.

I. Noches en vela
Justo en el momento en que mi mujer y yo nos disponemos a ver Manhattan de Woody Allen (que logramos rentar luego de una larga cola en el Blockbuster de la esquina), la noche tiembla. Sí, parecería que un nuevo terremoto azota el piso de nuestro cuarto semioscuro, pero el temor desaparece y se convierte en desazón, cuando entendemos que no se trata de energías soterradas que buscan escapar del centro de la tierra, sino del hijo del vecino que ha decidido este fin de semana, en que sus padres se fueron de paseo, pasar una noche de pasión con su novia. Por alguna razón que no puedo comprender, el calenturiento adolescente supone que poner música a niveles ensordecedores irritará menos a sus vecinos, que escuchar sus quejidos amatorios el resto de la madrugada. Quien dijo que el insomnio es “la obstinación maníaca de nuestra inteligencia”, se olvidó que también puede derivarse de la estupidez ajena.

II. Demografía y ornitología
La vida está llena de iniquidades. Todos tenemos un vecino indeseable que nos hace perder los estribos, nos lleva al indecoroso anhelo de querer volvernos abogados e incluso practicar actos vandálicos contra su auto. En mi caso, no es uno sino un montón, o para ser más precisos, una familia entera de vecinos. En el primer piso vive Luis; frente a él, Juan; en el segundo piso, frente a mi departamento, Pepe; todos con los mismos apellidos. Esta suma de hermanos con nombres excepcionales tiene muchas peculiaridades, entre ellas me detengo en la más visible: adoran a los animales a tal grado que el edificio donde vivimos semeja un zoológico, sólo que con menor espacio entre las jaulas y mayores susceptibilidades. De esta singularidad —no la más desagradable— se deriva que la densidad demográfica del inmueble sea comparable a la de un vagón del metro estacionado por más de diez minutos en Centro Médico un viernes a las dos de la tarde. Pero más allá de que apenas haya espacio para respirar, el problema se resume en una cifra: 15 animales y 10 personas en apenas 5 departamentos de tamaño regular. ¿Hubo alguna vez once mil multitudes en la congestionada isla de Crusoe?
Una mañana al regresar de comprar el periódico, cuando apenas tenía un par de días de vivir en mi nuevo domicilio, me sorprendió escuchar una especie de gritos. Primero creí que eran niños hambrientos, luego pensé que se trataba de varias gatas en celo. Después no supe qué pensar. No sabía de dónde provenían pero quise averiguarlo. Fui recorriendo la cuadra arrastrado por el sonido y aunque al principio no quise creerlo, de pronto me percaté de lo peor: los estertores provenían de mi edificio, más precisamente de la azotea de mi edificio. Cada mañana a las once en punto comienza el canto de los pájaros. Se trata de tres cotorras o pericos (nunca he sabido en qué radica la diferencia) que, encerrados en una jaula para tender ropa, afinan su garganta a costa del tímpano del vecindario, quizá buscando compartir el gozo de ver la luz del día o acaso llamando a quien pueda compadecerse de su aprisionado destino. Pertenecen a Pepe, el más carismático de nuestros vecinos.
El escándalo diario (que dura aproximadamente dos horas y media) ha provocado innumerables quejas de otros habitantes de la calle. (A la mujer del 801, por ejemplo, le molesta que uno de los pericos repita el nombre de su hijo “Pedrito”, cada vez que ella lo llama para dejar de ver la tele y bajar a comer). Sin embargo, nadie sabe por qué la Delegación, siempre tan consecuente, metódica y sensata, no ha hecho nada al respecto.

III. Ladridos
El zoológico no termina ahí. Cada vez que debo realizar una incursión fuera de mi departamento, me muerdo la lengua. No es una expresión, lo digo de forma literal. Escuché alguna vez que si uno se muerde la lengua, los perros no te agreden. Atenido a tan pobre superstición, subo y bajo escalones a la mayor velocidad posible para evitar encontrarme con los perros de mis vecinos. Porque eso sí, en el edificio hay variedad. Luis tiene una french-puddle muy bien portada. Ladra, se cruza entre las piernas mientras uno camina y utiliza el espacio reservado para mi auto como mingitorio, pero fuera de eso, es una buena mascota. Su nombre: Genoveva.
Juan es dueño de un maltés que me odia y está escasamente alimentado. Cada vez que cruzo frente a él busca traspasar mi piel para conseguir algún hueso, ante lo cual, la esposa de Juan reacciona contundente y sin tapujos:
—Qué lindo Aguinaga, quiere jugar con el vecino.
Podría pensarse que nada es peor que un perro hambriento con nombre de futbolista, pero no es así. Y es que frente a mi departamento (para colmo) viven dos enormes dogos que se creen dueños del edificio. En dos patas cada uno supera mi estatura y son el terror del cartero y los plomeros, del repartidor de pizzas y los señores del gas. Una vez uno de ellos intentó morderme y le lancé un codazo. Desde entonces rara vez se atreven a desafiarme. Pero cuando lo hacen y los veo venir, huyo.

IV. Otros especímenes
Además del perro pendenciero, la mujer de Juan (quien posee una voz muy dulce y una verruga en el cuello), tiene una pareja de canarios y otra de tortugas. Un día me confesó que vive ilusionada con que un día se reproduzcan. A mí me aterra pensarlo. ¿Acaso no se da cuenta que esto ya parece veterinaria? Pepe, además de alimentar guacamayas y perros, compra ratones blancos para su boa constrictor, que mantiene encerrada en una pecera gigante. Se nota que se siente solo desde que su esposa lo dejó. El hijo de Luis, además de trastornar el sueño de los vecinos y coleccionar afiches del más odiado equipo del futbol mexicano, tiene dos pescados: uno es amarillo y el otro azul. No dejan de pelearse. Yo sólo tengo un gato, que se la pasa todo el día arrancándose el pelo.
En el fondo —aunque lo ignoren— mis vecinos no carecen de buenas intenciones. Me parece que todo este afán por convertir nuestro hogar en una asociación protectora de animales tiene que ver con cierto pavor hacia la ciudad, sus lógicas alienantes y sus habitantes solitarios. El aislamiento y la paranoia urbana, en este caso, contribuyen a una especie de exilio interior: como el caracol que sólo encerrado en su concha es capaz de confrontar el mundo, mis vecinos practican el arte de la impostura. Simulan vivir en un espacio liberado de la topografía urbana donde son protegidos por los aullidos de la naturaleza, para poder sobrevivir al horror citadino. Aunque el amor a los animales tiene como reverso el odio al resto de los seres humanos, ¿quién no ha añorado hallar refugio en medio de la multitud? O por decirlo de otra manera, ¿quién no ha visto con envidia un edificio en cuyo techo anide una selva?

V. Encantos de la hospitalidad
Mis vecinos son amables, sólo que no tienen ocasión de demostrarlo. Su sociabilidad es contagiosa como en el caso de Luis, el inquilino del departamento dos, a quien le gusta “hablar de bulto”. Lo peor es que fue futbolista. Cada vez que me topo con él en las escaleras, está borracho. Siempre lo saludo. Obviamente, no por gusto. Luis es un hombre calvo y gordo. Vive con su esposa (una mujer que parece bisonte), su hijo (como ya se vio, finísima persona) y su suegra (también sin pelo).
La cordialidad vecinal es de admirarse. Tal es la comunicación que existe entre mis vecinos que siempre mantienen las puertas abiertas. No importa la hora, ni la circunstancia. Llegas del trabajo cansado y con ganas de dormir, y te encuentras con la esposa de Juan (la de la verruga) en camisón: tienes que saludarla. Avanzas dos pasos y ves a Luis ahogado en la escalera. Te hace la plática y te cuenta de los días en que fue campeón en la Segunda División. Subes con el sueño acumulado y entonces tienes que correr a tu puerta, saludar a Pepe (que cena en su comedor frente a la televisión), sacar las llaves, abrir y cerrar precipitadamente antes de que alguno de sus perros te olfatee, gruña y ataque. Ya del otro lado de la puerta no puedo evitar tener el siguiente pensamiento: “Eso me pasa por no dejarla abierta”.
Mis vecinos creen que siguen viviendo en una casa familiar. Tal es el motivo de las puertas sin llave. Son como los cuartos de un hogar tradicional: no se puede tener ni un rincón de intimidad. Al final de cada día siempre compruebo que Julio Torri tenía razón: “El trato social es a ratos como una terrible losa que abruma nuestra personalidad y acaba por deformarla”.

VI. Malentendidos
Como decía, mis vecinos son afables pero se les olvida o no lo saben. Por ejemplo, hace un mes que Juan no me saluda. Primero creí que como siempre anda de prisa, no tenía tiempo de detenerse a estrechar la mano. Pero después comprendí que se debía a que le reclamé por qué no me avisó que golpeó mi coche con su auto. A cualquiera le pasa en espacios tan reducidos, así que decidí no cobrarle el choque. Supongo que este último detalle lo ofendió.
Ayer me lo encontré cuando iba de salida. Yo venía bajando las escaleras. Él parecía tener alguna urgencia pues avanzaba detrás de mí, pegado a mí, respirándome en la oreja. Procedí a disminuir la velocidad pero él no se decidía a rebasarme. Al llegar a la planta baja por fin lo hizo. Abrió la puerta, salió, volvió el rostro para mirarme y cuando estaba yo a un metro, cerró la puerta. Con llave.

VII. Sin parquímetro
A la menor provocación, un automóvil se estaciona en doble fila frente a mi edificio, lo que impide el tránsito normal y provoca la aparición instantánea de numerosos cláxones que intentan, con su mágico sonido, hacerlo desaparecer. La falta de lugar para estacionarse es uno de los grandes problemas de mi calle. Para colmo están construyendo una casa enorme del otro lado de la acera, que seguramente tendrá muchos autos. Esta nueva vivienda por cierto, nos ha traído a mi mujer y a mí muchos sobresaltos. Llevan más de un año (incluidos sábados y domingos) martilleando, sacando cascajo, cortando metal, instalando servicios, diseñando ventanas, puliendo pisos, colocando puertas y al parecer por fin están a punto de concluirla. Y ni así deja de causarnos algún estupor.
A la hora de terminar la fachada nos dimos cuenta que sólo había una pequeña entrada para automóviles, lo cual nos preocupó de inmediato. ¿Sólo un lugar de estacionamiento? Otro día que la puerta estuvo abierta vimos al fondo un espacio muy amplio donde podrían caber muchos autos, pero estaba en desnivel, como si fuese un patio trasero situado un piso más abajo. Imaginamos una rampa pero a ciencia cierta no entendíamos cómo iban a lograr llevar los coches hasta ese lugar. Por fin un día vimos cómo construían una pared que impedía el paso hacia el supuesto refugio de autos. Enseguida, mi mujer se alarmó e indignó:
—¿Cómo se les ocurre, cómo es posible que no hayan planificado más espacio para autos sabiendo que esta cuadra es tan complicada?
Al día siguiente otra vez nos asomamos: la pared ya no existía. Este fenómeno nos pareció de lo más extraño pero pensamos que los albañiles se habían equivocado o que los dueños habrían reconsiderado el asunto del estacionamiento. Tres días más tarde, otra vez la pared. No hallábamos explicación hasta que comprendimos que se trataba de un muro móvil que subía y bajaba y junto con él, un elevador para autos. El misterio estaba resuelto pero de inmediato estuvimos seguros que tendríamos como vecinos a unos narcos, a pesar de que a la casa le faltasen adornos en el techo, paredes coloridas y cercas electrificadas.
La disputa por lugares para estacionarse ha llegado a límites extremos. La señora Ángela (que fue quien nos vendió el departamento) nos advirtió que sus hermanos eran insoportables, pero en su momento no le dimos importancia. Creímos que el comentario tenía que ver con rencillas escolares o celos por el cariño de la madre. Apenas comenzamos a darnos cuenta de nuestro error cuando descubrimos el pasado jurídico de su familia. Luis demandó a Juan. Juan en mancuerna con Ángela, contrademandó a Luis: ganaron. Todo, a causa del estacionamiento. Y es que según las escrituras a cada departamento le corresponde un lugar para estacionarse. Antes de los procedimientos legales, Luis utilizaba dos lugares y Juan tres, mientras que Ángela dejaba por las noches su auto en la calle. Sin duda, mucho calor familiar.

VIII. No salga a trabajar, quédese en casa
Los problemas se agravan a causa del negocio que existe en la azotea del edificio. Suena inverosímil pero es verídico. Se trata de un taller donde se fabrica material para decoración, se dan cursos de repujado y se venden productos para todo tipo de manualidades. Esto obviamente acarrea una infinidad de personas desconocidas que, además de dejar sus autos frente a la cochera o en segunda fila, diariamente entran al edificio, suben y bajan las escaleras, tocan el timbre preguntando por la oficina de “Estiletes exclusivos” ante lo que no queda sino hacerse el desentendido, afirmar que la tienda se mudó o azotar la puerta con discreción.
El dueño del negocio es Pepe, sí, el vecino de los dogos, los periquitos clamorosos y la boa, quien además ejerce cada sábado un pasatiempo singular: a las seis de la mañana enciende su Harley-Davidson (que ocupa todo un lugar de estacionamiento) para irse a recorrer las carreteras de la República mexicana. (Entre semana hace lo mismo pero, por una extraña razón que desconozco, luego de dejar encendido el motor durante veinte minutos, lo apaga y regresa a su departamento). Más allá de cierta oligofrenia evidente, es muy buena persona.
A veces resulta incómodo el hecho de vivir debajo de un taller donde al mismo tiempo que se fabrican figuras de escayola y alabastrina, se busca darle a un pedazo de metal la forma de una rosa. Esta afirmación no tiene nada que ver con la cursilería que está en el fondo de tan excitante negocio, sino que se relaciona con ciertos detalles que pueblan el aire de eficaces distracciones. Entre ellas, ciertos ruidos en el techo que me hacen imaginar una de dos cosas: la frenética actividad de un canguro en plena huida o un hombre que busca, a martillazos, hacer un agujero en mi techo.
Estos sonidos soportables se anudan a otro que se repite cada cierto tiempo: los gritos de Pepe llamando a algún empleado que se encuentra en la planta baja. Claro que uno preferiría no escucharlo, pero no le hace, a Pepe no le importa. Él necesita que cierto material suba o baje de inmediato por el cubo de luz, mediante un sistema de poleas. Como este mecanismo es imperfecto y mis ventanas dan al dichoso cubo, no me queda sino escuchar (sumados a los alaridos oligofrénicos) los golpes de la canasta contra la pared y el cristal que, por suerte hasta el momento, siempre ha logrado soportar el peso de los cargamentos de marmolina, esténciles y pintura.
A veces concibo mi estancia en la acogedora sala de mi hogar (cuando estoy a punto de tomarme un café de grano recién preparado) como vivir en el centro de una pesadilla, con una ligera diferencia: poseo la conciencia perenne del despertar que siempre me recuerda que la realidad es la misma todos los días y así perdurará. Otras veces (cuando me llega el olor a resina o chapopote en pleno desayuno) desearía salir y agarrar a golpes a Pepe (o a Luis o a Juan). Pero el recuerdo de algunas persecuciones y ladridos de perros siempre me detiene. Mi histeria, por supuesto, no es culpa del vecino. Él tan sólo ha llevado la estrategia del caracol al extremo máximo. Y el que prefiera no trabajar en casa, que lance la primera piedra.

IX. El vecino misterioso
Un domingo amaneció sangre en el pasillo de la entrada. El rastro llevaba hasta la puerta del vecino de la planta baja. Lo he visto pocas veces pero cada una de ellas ha sido significativa. El día que lo conocí me pidió que moviera mi auto para poder estacionar el suyo al interior de la cochera. Yo estaba hablando por teléfono. Colgué, me puse los zapatos lo más veloz que pude, tomé las llaves, bajé dos pisos, encendí el auto que estaba estacionado frente a la puerta del garaje, me eché en reversa y entonces ocurrió algo inesperado. El vecino, en lugar de estacionarse dentro del garaje, colocó su auto donde estaba el mío y se metió rápidamente a su casa.
La segunda vez que lo vi me saludó no sólo como si no recordara aquel primer encuentro sino como si yo fuese su mejor amigo. Me dio un abrazo y me dijo la frase más ocurrente que se le vino a la cabeza: “¿Cómo te va? ¿Qué tal te ha ido?”. Y enseguida, se metió, veloz, a su casa.
Conforme pasó el tiempo, me acostumbré a saludarlo de lejos, tener breves y ocurrentes conversaciones y a mover mi automóvil para que acomodase el suyo. Nunca supe cuál fue la causa de la sangre en el pasillo. Pero pude comprobar que es el único inquilino que no tiene mascotas. Nuestra relación se mantuvo en ese estado hasta que ocurrió otro incidente durante un fin de semana del verano pasado. Estábamos planeando, mi mujer y yo, ir al cine. Abrimos el Tiempo Libre y decidimos ir a ver una película que empezaba dos horas más tarde. Como no tenía otra cosa que hacer, seguí hojeando la revista. Me sorprendió leer el siguiente anunció en la sección de Nortes:

ZZZZZZZZZZZZZZEDGAR RICO, Especialista en damas olvidadas por sus maridos, chiquito pero rinconero, atención especializada, auténtico gigolo mexicano, Richard Gere región 4. Fantasías, lluvia dorada, francés, griego, polaco, rumano, thailandés, vietnamita y guatemalteco, no hindú ni boliviano. Diente de oro. Domicilio propio con jacuzzi lleno de pepto, hoteles, voy a su casa. Tríos, cuartetos, quintetos y orquestas, también marimba chiapaneca con los pies. Se aplican inyecciones, se hace tru-tru y alaciados. Intestados. Divorcios rápidos. Paseo a su perro y lavo su auto. Nextel 2777270*3.
Pero lo que más me sorprendió e incluso me causó un poco de pudor fue ver la dirección al final del anuncio. Era la mía, el mismo edificio pero otro departamento. El de la planta baja. Desde entonces busco tratarlo de la manera más cordial que me es posible. Cada vez que me cruzo con él, lo ignoro.

Epílogo. Nuevos inquilinos
Los sucesos que he narrado parecerían a cualquiera una especie de suplicio, pero yo me he adecuado a vivir de esta manera desde que llegué a vivir a la Delegación Benito Juárez. Sin embargo, no cualquiera logra acostumbrarse al horror. Por eso no me preocupa que con los cambios sufridos en el vecindario lleguen miles de habitantes a instalarse al nuevo barrio, donde innumerables constructoras levantan en este preciso momento cientos de idénticos edificios, con habitaciones de tres por tres y sin cajones de estacionamiento. Confío en que las atmósferas del malentendido y los encantos de la hospitalidad que a diario vivo yo se repitan al infinito en las nuevas construcciones y sea éste el motivo que haga salir huyendo a los nuevos inquilinos, dejando colgados así los créditos a largo plazo que hoy otorgan prestamistas, usureros y otros personajes con mente inmobiliaria, dedicados a estafar al desesperado que, a costa de un cuarto de paredes porosas, dilapida sus pocos ahorros, sin saber que de ese modo ha hipotecado su felicidad pues tendrá que vivir al lado de un desalmado, un rufián o un idiota.

19 de junio de 2010

En la cama con Monsi

Caricatura por: Ulises Culebro

A las dos de la tarde me enteré de la muerte de Carlos Monsiváis (1938-2010). Poco después comencé a recibir mensajes y correos lamentando el hecho. Frente al tono pesaroso, recordé el sentido del humor de Monsiváis, esa picardía constante que le otorgaba cierto gesto infantil, como si estuviese cometiendo una travesura, a la hora de burlarse de la realidad. (Uno tenía que estar, en verdad, muy a las vivas, para dilucidar si decía las cosas de forma literal o en sus palabras se ocultaba alguna ironía, en donde uno podía terminar siendo el objeto de mofa). Por supuesto pensé que en lugar de homenajes, rostros serios y pésames inacabables, él habría preferido que se montase alguna parodia en su nombre, se proyectara alguna película de los Hermanos Marx o que Jis y Trino hicieran una grotesca tira cómica sobre su velorio.

Hace algunos años, al recibir uno de sus innumerables premios, dijo: “Mi vanidad está intacta, encerrada en una caja de caudales y no hay manera de sacarla… Desgraciadamente sólo traje palabras en mi contra y no puedo utilizarlas para no quedar mal con lo que han dicho de mí, pero en otra ocasión aclararé que todo es falso”. Años antes, en un coloquio dedicado a su obra, estas fueron sus palabras: “Me prometo admitir que no se ríen conmigo sino de mí. Me prometo ya no ser un voyeur con la condición de que me dejen meter mano”. Contra la costumbre nacional del melodrama y el llanto fácil, Monsiváis siempre apostó por el sentido del humor, el ansia vital del relajo, la ironía jocosa; sobre todo cuando se trataba de hablar de su propia persona.

Puestas las cosas así, con ánimo antisolemne dejo acá este texto, estrictamente anecdótico, que relata unas de las últimas veces que vi a Monsiváis.


* * *

Así estuvo la reunión de Monsiváis con los ensayistas antologados en La conciencia imprescindible ocurrida en octubre del año pasado. En principio debo confesar que organizar el asunto fue un suplicio. Uno nunca sabía sino hasta el último momento si se concretaría la ansiada cita con el susodicho y entonces había que luchar, llamada tras llamada, para lograr la confirmación. Así que mi papel fue el de estar en la complicada situación de mediar entre los ensayistas y los desplantes de Monsi y su caótica agenda. Obviamente, para refrendar su propia tradición, nuestro cronista cambió los planes. No hubo una comida, sino dos sesiones de monsimanía en su propio cuarto, qué digo, en su propia cama. Emulando a Madonna, el suceso pudo haberse llamado “En la cama con Monsi”. Aquí el recuento.


Primer jueves

Llegamos a la Portales a las 6 de la tarde. Ximena ya estaba en la puerta, esperando entrar. Le dije que era necesario hablar fuerte en el interphone para que la escucharan y realmente le abrieran. Pasamos casi de inmediato. Lo primero que se respira es el fuerte olor a gato que impregna toda la casa. Ya en la sala, escuchamos una voz un poco ronca: “Pasen” y entramos a la habitación. Hago las presentaciones correspondientes y los cuatro que habíamos asistido nos sentamos, un poco estupefactos, sobre la cama. Observo su vestimenta: pants grises, bata de tela, felposita, zapatos crocs morados, calcetines rojos y una playera. En una silla, detrás de una mesita llena de libros, él es quien comienza la conversación que por lo demás fue muy fluida y al mismo tiempo muy cercana, estando ahí en un espacio tan íntimo. Básicamente quería saber quiénes eran aquellos que se ocuparon de eso que, según él, malamente puede llamarse su “obra”.

–¿Y tú que eres tan tímida, qué estudias en el Colmex? La maestría en traducción, pero apenas estoy empezando –le respondió Karla, quien le había llevado unas flores que por supuesto tuvimos que sacar del cuarto para prevenir las alergias posibles.
–¿Y estás en Buenos Aires por una pasión? Te ves enamorado –diagnosticó, con buen olfato, a Toriz, quien no pudo negarlo.

Poco a poco todo se fue relajando y, claro, disfrutamos escucharlo hablar de mil y una cosas como suele hacer, aunque al principio se enfocó mucho en Monterrey, en parte porque nuestra regia, feroz reportera y activista, lo bombardeó con preguntas:
–¿Pero entonces no crees que AMLO la cagó cuando apoyó a Juanito? –Sí, pero AMLO es lo único que hay.
–¿Qué está pasando en el país que ya les vale a los políticos lo que se diga sobre ellos, como si no tuvieran sus decisiones ninguna repercusión en contra de su propio futuro político? –El cinismo se apoderó del ámbito político cuando cayeron en cuenta que nada había sustituido a la opinión pública sino balbuceos aislados.

Y él a su vez quería saber chismes de allá:
–¿Cuál crees que haya sido la razón de que me pidieran en El Norte que cambiara mi columna de los domingos a los sábados?
–¿Conoces la casa de Mauricio Fernández? (No, yo no me llevo con ellos). Tiene una colección impresionante de pintura mexicana. ¿Puedes creer que vendió hace poco una Frida en 7 millones? ¿Alguien como él necesita ese dinero? Yo no entiendo cómo se puede uno deshacer de algo así.

Oye, Carlos –le pregunto: ¿y cómo es que te llevas con Slim?, ¿de dónde surgió esa amistad? Lo conozco de hace muchos años. Somos amigos de juventud. Cuando se trata de números, Slim es una mente aparte, te cita cantidades de memoria, hace cuentas imaginarias y en eso es buenísimo. En arte es otra cosa: ¡imagínate, compra por catálogo!
Y ¿cómo es que te puedes codear con ellos? –pregunta Ximena, desconfiada. –Así, en corto, se los digo: me da morbo ver cómo viven.

Más adelante, la plática cambia de giro. Si Monsiváis se emociona cuando habla de política y coleccionismo, también la literatura lo apasiona.
–No me interesa –dijo Toriz, a lo que Monsiváis respondió, un tanto paternal:
–Pues haces mal porque Victoria Ocampo es una gran escritora.
–Como si no lo escuchara, Toriz siguió: El que sí me parece excepcional es Wilcock, Rodolfo Wilcock, un escritor argentino amigo de Bioy Casares…
–Bioy me parece, cada vez más, un escritor un tanto detestable. Tiene un humor vulgar, de estanciero vulgar –sentenció el Monsi.

Y claro, ya entrado en materia, no me fue difícil sacarle un chisme.
–¿Cómo terminó tu relación con Paz? –Muy bien, sin problemas. –¿Pero estuviste distanciado algún tiempo? –Fue un periodo muy corto. Poco antes de morir Paz me dijo que sólo lamentaba dos pérdidas, dos distanciamientos definitivos: Elena Garro y Carlos Fuentes. –¿Es cierto que el artículo que publicó Krauze en Vuelta, en que critica la obra de Fuentes y que fue la causa de esa enemistad, fue dictado por Paz? –No, Paz no lo dictó, en todo caso lo habrá impulsado. –Yo no entiendo eso, dice Toriz, esa vanidad absoluta, la necesidad de apagar a otros para volverse estrella uno. –En eso Paz era implacable –afirma CM.

Ya cuando nos íbamos, Monsiváis agradeció que le hubieran dedicado horas de lectura. Lo agradezco infinitamente, cómo decirles, les agradezco ad infinitum y más allá…

Caricatura por: Loredano


Segundo jueves

Uf, me chocaba ese papel al que me sometió CM. Supongo que era una forma de pagar por mis propias obsesiones monsivaítas. Como siempre, el cronista se dio a desear. A diferencia de la semana anterior en que Monsiváis confirmó con 24 horas de antelación (lo que le dio tiempo a Ximena de agarrar un camión desde Monterrey hasta el DF), esta vez, después de varias llamadas y continuas postergaciones de su parte, nos dijo apenas cuatro horas antes, que sí, que cayéramos a su casa a las 5:30 pm. Así lo hicimos y claro, ya no pudo sorprendernos que otras dos personas tuvieran cita a la misma hora: Marta Lamas y un señor que venía de Puebla con algún encargo. Pasaron al mismo tiempo Marta y el poblano; a los 5 minutos salió éste último. Con Marta estuvo como 25 minutos, lo cual nos dio la oportunidad para fisgonear a gusto sus libros, su lugar de trabajo y esa sala que por momentos me parece salida de una serie televisiva (¿Los Locos Adams?).

Una estancia donde resulta imposible sentarse, sillones descuajeringados por los rasguños de los gatos, papeles sobre libros que contienen fotos y boletos de avión y manchas descoloridas… La mesa de centro es inverosímil: se trata de una maqueta, asumo que de Teresa Nava, cubierta de vidrio. Sobre ella, un tomo de las obras de James Agee se balancea en frágil equilibrio sobre varias revistas y periódicos.

En un mueble que se encuentra al costado del sillón, uno de los múltiples felinos que dominan la habitación despierta consternado por nuestra presencia. Huye corriendo dejando ver su no muy cómodo pero sí muy propicio aposento: dormía sobre The Cat’s Bible. “No podía ser más oportuno”, afirma Vicente Alfonso mientras se encamina hacia el escritorio de quien, sin saberlo, es la víctima de nuestra hambre voyerista. Los ojos recorren los famosos cuadros que Cuevas hizo en torno a las gafas monsivaítas. A su lado un cuadro con el dibujo de un par de perros, las palabras iniciales de Pedro Páramo y la firma de Juan Rulfo. Observo también colgada la fotografía de lo que parecen ser las paredes de una mina sobre la que se yerguen varias escaleras endebles repletas de obreros enlodados. Leo la dedicatoria: “para mi amigo Carlos, de Sebastián Salgado”. Paty emula sonidos gatunos para acercarse a los breves monstruos y resulta sorprendida cuando uno de ellos salta de entre los discos rumbo al patio. En eso vemos salir a Marta Lamas: “Ya pueden pasar”.

Entramos a la habitación cuya respiración resulta rítmica: un purificador de aire exhala y crea una atmósfera más benéfica para los pulmones del habitante central de este aleph inconcebible. Viste un pijama detrás de la misma mesita, que esta vez parece el sueño de un saltimbanqui o un equilibrista: aún más repleta de libros que la semana anterior. Comienza con Alberto:

–Entonces eres dramaturgo. ¿Y cómo ves el teatro hoy en México? Debo confesar que yo no voy ya, me aburro. En mis tiempos había un director muy bueno al que comparaban con Shakespeare, con Beckett, un tal Gurrola…
–Bueno no, me parece una comparación excesiva. Gurrola fue importante en su momento, pero para nada un Shakespeare.
–Pero yo lo leí –afirma Monsiváis–, te lo juro, yo vi una reseña que sostenía eso.
No podemos sino soltar la risotada.

A Vicente le pregunta sobre algunos periodistas de Torreón. En efecto los conoce, pero le sorprende que CM los ubique. Sale entonces el tema de la literatura policiaca, que practica el propio Vicente. Comentan sobre James M. Cain, uno de los mejores autores del género: El cartero siempre llama dos veces, Pacto de sangre… Monsiváis le recomienda que lea El gran reloj de Kenneth Fearing y recuerda que la adaptación para cine de El sueño eterno de Raymond Chandler fue hecha por Faulkner. Al salir de la casa de Monsiváis, Vicente recordará, por fin el título que quiso citarle al maestro y que ahora lo aflige. Nos ocurre lo mismo a todos los que nos hallamos frente a Monsiváis: uno piensa que es especialista en una cosa y resulta que Monsiváis recuerda mejor que ninguno, ciertos nombres y obras. ¿Habrán sido los nervios? Paty no logra acordarse del título de un cuento de Clarice Lispector, Zazil olvida uno de sus grupos favoritos, Alberto tiene en la punta de la lengua tal drama, pero nada, a todos se nos escapan las palabras, que Monsiváis de inmediato completa. “En lo único en que soy realmente bueno es en las trivias” –afirma.

Con Zazil, nuestra locutora de radio, habla sobre La Lupe, la estrafalaria cantante cubana quien en su momento superaba por mucho la fama de Celia Cruz. –Lo que no he podido conseguir son los dos últimos discos que hizo antes de morir, en los cuales grabó canciones cristianas –confiesa CM. La plática fluye saltando de un lugar a otro.
–¿Y qué música escuchas más?
–Jazz, ahora escucho mucho jazz.
–Y de cine actual, ¿qué director te gusta? –No muchos.
–¿Lars von Trier? -intervengo.
–Sí, pero Los idiotas me pareció realmente horrenda. De una crueldad infame.
–¿Y Wong Kar–Wai?
–No pude con 2046, eso sí ya me rebasa, pero los vestidos que aparecen en In the mood for love constituyen una estética perdurable.
–¿Qué dirías de Lispector? Dicen que Clarice era de una belleza extraña y fascinante.
–Oye, y ¿cómo le haces para encontrar un libro en tu biblioteca? ¿Tienes alguna clasificación?
–Más o menos. Casi siempre encuentro no el libro que buscaba, sino el que necesitaba.

Luego de una hora de plática, nos despide. Mientras firma algunos de sus libros, alguien le pregunta: ¿Y qué opinas del libro de ensayos que escribimos sobre ti?
–La idea de mí mismo me espanta, me parece escuchar hablar de alguien que no soy yo.
–¿Y no te gustaría alguna vez conocer a ese otro yo que te resulta tan ajeno? –le pregunto.
–Por todo lo que dicen de mí en el libro, me hacen pensar que quizá debería leer, antes de morir, a ese desconocido del que hasta ahora no tenía la más remota idea, ya sea para adelantar mi suicidio o confirmarlo.

Caricatura por: Hernández

Sueños ajenos

De noche, uno vive vidas que no imagina. Supongo que en el ámbito de los sueños, no resultan extrañas las coincidencias ni la ubicuidad. De cualquier modo me pregunto si pueden derivarse conclusiones del mundo onírico.

Últimamente he sido protagonista de varios sueños ajenos. Hace no demasiado mi cuñada me llamó por teléfono para contarme que me había soñado estando en la playa, vestido como todo un sportsman (lycras, tenis, playera ajustada...) y que le hablaba sobre las múltiples actividades físicas que había estado realizando en las fechas recientes, como si fuese un body-builder total, un verdadero metrosexual al que le interesan las dimensiones corporales, el tamaño del bikini de su chica, la tonalidad de los músculos, el brillo y color de la piel…

Totalmente alejado de esta imagen resulta otro de los sueños en donde aparezco. Éste me lo contó mi hermana, Helem, hace un par de semanas. Básicamente me soñó “muy feliz”, con rostro alegre, luego de practicar rituales heterodoxos y esotéricos, al interior de una iglesia protestante. (¿Subconsciente ansiedad transgresora?)

Otro amigo, Marco, me llamó ayer para contarme la súbita visita nocturna que le hice. Soñó que íbamos a cenar a un lugar llamado “La Cueva”. Se comía bien, según recuerda, y estaba ubicado en Coyoacán, el lugar en donde ahora vivo de manera temporal. Al terminar de cenar, salíamos a caminar pero lo hacíamos de un modo singular: en lugar de ir sobre la acera, avanzábamos colgados de las rejas de las casas. De acuerdo a lo que me dijo, lo más significativo del sueño es que yo no tenía lentes. Como si me hubiera despojado de una máscara.

Aunque no logro conciliar las distintas imágenes de mí mismo que se hallan presentes en estos sueños (¿fisicoculturista-religioso carente de miopía?), no me resisto a pensar que aquellas vidas posibles acaso serían menos monótonas, y quizá más provechosas, que la que en estos días busco sobrellevar.

11 de junio de 2010

Métodos


I. Para no ganar en los naipes:

Cultivar un secreto como se cultiva una derrota.

II. Para sobrevivir terremotos:
Preferir primeros pisos por sobre el atractivo morboso de las azoteas.

III. Para evitar la asfixia:
Apaciguar polvaredas.

IV. Para aliviar los complejos de estatura:
Acudir a sitios que marcaron nuestra infancia.

V. Para quitarse un peso de encima:
Procurar una tumba ajena o, en su defecto, acudir a la peluquería.

VI. Para vivir en otro país:
Anteponer un "no" a cada noticia leída en el periódico.

VII. Para recuperar el sueño:
Trabajar en días de asueto.

VIII. Para perderse en la ciudad:
Tener una Guía Roji como libro de cabecera.

IX. Para estar en contacto con la realidad:
Apagar el celular.

X. Para añorar vidas pasadas:
Prender la televisión a cualquier hora, leer un blog (el que sea), o simplemente mudarse de casa.

9 de junio de 2010

8 de junio de 2010

Fatiga

Hay noches en que el color de las cosas se destiñe por culpa de una mirada o un brazo que se aleja fríamente. Es como si el aire fuese una fina espuma que asfixia, arena de un reloj que caducó hace tiempo. Surge entonces como un compás de espera cuya longitud no termina, el rin-tin-tín de un teléfono a lo lejos, un mensaje de texto incomprensible. Uno percibe, así, aromas en el aire, poros de luz que se dispersan mientras el sol se pone, astucia de las horas idas. Pensamos que de a poco la voluntad toma su rumbo; que alcanzar con las manos los objetos que buscamos, es saber lo que queremos. Sin embargo, la inmediatez nos dice que no es cierto, que aquello que creímos valedero no tiene peso ni consistencia, y entonces sólo cabe abrazar la almohada, perforar un pañuelo, abrir la regadera y esperar que alguna sensación nos haga despertar o, en su defecto, recorrer la sábana dentro de la que pacta el cuerpo, para dormir con un sueño grave, voraz, infatigable.

5 de junio de 2010

Errancias y un oasis

I.
Equivocaciones que no importarán son las que nos permiten hablar de cómo lo que daña, encamina.

II.
Al salir de "La Purísima", nos dirigimos a una fiesta en un departamento sobre República de Cuba. Al llegar ahí, cuatro o cinco vatos que se hallaban en la puerta nos impidieron el ingreso: "uy, para entrar, calcúlenle unas 5 horas". Estábamos por irnos cuando uno de ellos nos dijo: "caíganle con $100 y pueden pasar con sus chelas". Otro más, con atuendo de la Morelos, reviró: "A ver, a ver, pásenme cinco varitos por piocha y entran". Ya nos íbamos cuando uno salió y nos dijo al oído: "no, no se vayan, ya entren... es más, si quieren ir por un pomo, no hay bronca, yo los meto". Con dificultades y disculpas, logramos escabullirnos y salir del edificio. En esta ciudad, hasta los eventos más privados se han vuelto oportunidad para el ultraje. Terminamos bebiendo nuestro six-pack de barrilitos en Garibaldi...

III.
Errar no es el peor de los derroteros; quizá hace más ardua la tarea de vivir, pero también nos vuelve más humanos.

IV.
En la ciudad de México hallar un domicilio es casi siempre una encrucijada insalvable. Recorremos las vialidades nocturnas con señas que parecieran referirse a otra urbe. Por todas partes hay indicios de que el extravío es ya condición citadina: letreros contradictorios, carriles que se transitan en sentidos opuestos, grúas que impiden el paso, avenidas primarias clausuradas, cubetas que funcionan como impuestos para el improbable estacionamiento. Seguimos sin encontrar la dichosa fiesta... Vamos por la ciudad como transitando un limbo. Es como ir manejando en una carretera inverosímil, es encontrar una bifurcación pero en lugar de optar por un camino, elegir ambos, y más adelante otra encrucijada y lo mismo. De modo que uno piensa que siempre avanza hacia su objetivo y en realidad se encuentra en un espacio congelado, como en una fotografía donde el pasado siempre se repite, carente ya de todo sentido.

Fotografía de Érika Ruíz Vitela

V.
Un muchacho de aprox. 23 años entra a la casa en estado de ebriedad plena. Llega con la anfitriona y le reclama: "¿Qué no pensabas invitarme?, ¿es que ya no me quieres?" Luego de una breve pero acalorada discusión, se tranquiliza. El baile, con sus funciones sudoríficas, apacigua, al parecer, lo que en un inicio se anunciaba como irreversible tragedia. Dando tumbos y trastabillando, el susodicho simula seguir el ritmo, pacta con otra música, ajena a la que se escucha en el lugar. Comienza el slam y alguien lo carga para que dé una voltereta. Las piernas no le responden y cae de rostro contra el suelo. Al recobrar el sentido, me pregunta, lúcido: "¿sabes de quién es esta fiesta?"

VI.
En el DF intentar alcanzar una meta o llegar a otro es una búsqueda imprudente o insensata, regida por un destino que no es sino implacable azar. La dicha, aquí, es una carrera de obstáculos diseñada por un Dios cruel.

VII.
En todo paisaje inhóspito siempre existen oasis salvadores, paréntesis de vida que hacen factible seguir recorriendo vastas dunas desérticas. Ayer fue un rostro lo que me impidió hundirme en la sed y el desánimo. Una mujer, sentada en la barra del bar "El Perico", entonó una canción entrañable, al ritmo de un piano mal afinado. Se trataba de una canción de Olga Guillot. Lo que perturbó mi atención fue la expresión de su rostro, los ojos cerrados, la voz desgañitándose por un desamor vivo. Imaginé que cada semana el ritual se repetía desde hacía años. Llegaba al bar, pedía un güisquito y ya, alcanzando la desinhibición necesaria, entonaba la misma canción que la mantenía anclada a ese dolor perdurable. Me avergonzó un poco que en medio de una urbe plagada de malos presagios, me reconfortara su sufrida emoción. Y es que cantaba como si el dolor todavía tuviese algún sentido, en medio de tanta errancia.

1 de junio de 2010

Burlado

Vencer a un tonto nos humilla
Nicolás Gómez Dávila


Una situación indignante: sentirse burlado. Me refiero a cuando alguien te usa como objeto de mofa, en lugar de compartir contigo la maravilla del humor, las múltiples posibilidades de la risa. Me ocurrió apenas hace unos días, estando en casa, dispuesto a ver una película. Recibí una llamada telefónica por demás infantil y pedestre, que me hizo sentir ingrato, poco atento y olvidadizo. No podía recordar a la persona que llamaba, a quien supuestamente habría conocido en una fiesta reciente. "De aquí, tendré que ir directo al psicólogo", me dijo la chica. Entre la ofuscación y el azoro, no entendí, sino hasta más tarde, que había sido sujeto de una broma.

Entonces es cuando sobreviene la sensación del ridículo: resulta humillante que otros se "diviertan" a tus costillas y, peor aún, bajo la máscara del anonimato. Hay en todo esto mucho de soberbia disfrazada de tontería: ocurre cuando te tratan como inferior, como a alguien con quien se puede ser mezquino, un ser que merece el desprecio de la burla (la exclusión del entendimiento, la afrenta del engatusamiento absurdo). Me recuerda de inmediato la crueldad de los niños de primaria, tan aptos para denigrar a quienes se muestran apenas un poco diferentes o menos avezados. ¿Cómo puede alguien ufanarse de ello?, ¿cómo escapar de esa crueldad natural, es decir, sin conciencia ni madurez? La única respuesta que yo encuentro es que sólo a partir de la absoluta inocencia es posible salir del paso.

Otra cuestión que me preocupa: ¿es posible el resarcimiento de la burla? Claro: las disculpas y el perdón todo lo mitigan. Pero ya sabemos que en el anonimato, la impunidad se vuelve no sólo posible sino perdurable. Queda grabada como una marca indeleble, como un destello fijo en la mirada.