30 de junio de 2010

Cambiar de casa es extrañar horrores

Fotografía de Érika Ruíz Vitela

Algunos me han dicho que al ser difícil de conseguir mi libro de crónicas, debería colgar al menos por acá ese texto sobre mis entrañables vecinos. Va entonces:


VECINOS ENVIDIABLES

Siempre uno acaba por asemejarse a sus enemigos
Jorge Luis Borges

Según Pascal “toda la desgracia de los hombres proviene de una sola cosa: el no saber quedarse solos en su habitación”. La famosa sentencia no es cierta en mi caso. Cada vez que me dispongo a disfrutar los placeres solitarios de mi hogar, aparece no la felicidad buscada, sino la presencia de algún vecino que perturba o interrumpe. Esta aparición toma múltiples formas de las cuales hago ahora sólo un raquítico recuento.

I. Noches en vela
Justo en el momento en que mi mujer y yo nos disponemos a ver Manhattan de Woody Allen (que logramos rentar luego de una larga cola en el Blockbuster de la esquina), la noche tiembla. Sí, parecería que un nuevo terremoto azota el piso de nuestro cuarto semioscuro, pero el temor desaparece y se convierte en desazón, cuando entendemos que no se trata de energías soterradas que buscan escapar del centro de la tierra, sino del hijo del vecino que ha decidido este fin de semana, en que sus padres se fueron de paseo, pasar una noche de pasión con su novia. Por alguna razón que no puedo comprender, el calenturiento adolescente supone que poner música a niveles ensordecedores irritará menos a sus vecinos, que escuchar sus quejidos amatorios el resto de la madrugada. Quien dijo que el insomnio es “la obstinación maníaca de nuestra inteligencia”, se olvidó que también puede derivarse de la estupidez ajena.

II. Demografía y ornitología
La vida está llena de iniquidades. Todos tenemos un vecino indeseable que nos hace perder los estribos, nos lleva al indecoroso anhelo de querer volvernos abogados e incluso practicar actos vandálicos contra su auto. En mi caso, no es uno sino un montón, o para ser más precisos, una familia entera de vecinos. En el primer piso vive Luis; frente a él, Juan; en el segundo piso, frente a mi departamento, Pepe; todos con los mismos apellidos. Esta suma de hermanos con nombres excepcionales tiene muchas peculiaridades, entre ellas me detengo en la más visible: adoran a los animales a tal grado que el edificio donde vivimos semeja un zoológico, sólo que con menor espacio entre las jaulas y mayores susceptibilidades. De esta singularidad —no la más desagradable— se deriva que la densidad demográfica del inmueble sea comparable a la de un vagón del metro estacionado por más de diez minutos en Centro Médico un viernes a las dos de la tarde. Pero más allá de que apenas haya espacio para respirar, el problema se resume en una cifra: 15 animales y 10 personas en apenas 5 departamentos de tamaño regular. ¿Hubo alguna vez once mil multitudes en la congestionada isla de Crusoe?
Una mañana al regresar de comprar el periódico, cuando apenas tenía un par de días de vivir en mi nuevo domicilio, me sorprendió escuchar una especie de gritos. Primero creí que eran niños hambrientos, luego pensé que se trataba de varias gatas en celo. Después no supe qué pensar. No sabía de dónde provenían pero quise averiguarlo. Fui recorriendo la cuadra arrastrado por el sonido y aunque al principio no quise creerlo, de pronto me percaté de lo peor: los estertores provenían de mi edificio, más precisamente de la azotea de mi edificio. Cada mañana a las once en punto comienza el canto de los pájaros. Se trata de tres cotorras o pericos (nunca he sabido en qué radica la diferencia) que, encerrados en una jaula para tender ropa, afinan su garganta a costa del tímpano del vecindario, quizá buscando compartir el gozo de ver la luz del día o acaso llamando a quien pueda compadecerse de su aprisionado destino. Pertenecen a Pepe, el más carismático de nuestros vecinos.
El escándalo diario (que dura aproximadamente dos horas y media) ha provocado innumerables quejas de otros habitantes de la calle. (A la mujer del 801, por ejemplo, le molesta que uno de los pericos repita el nombre de su hijo “Pedrito”, cada vez que ella lo llama para dejar de ver la tele y bajar a comer). Sin embargo, nadie sabe por qué la Delegación, siempre tan consecuente, metódica y sensata, no ha hecho nada al respecto.

III. Ladridos
El zoológico no termina ahí. Cada vez que debo realizar una incursión fuera de mi departamento, me muerdo la lengua. No es una expresión, lo digo de forma literal. Escuché alguna vez que si uno se muerde la lengua, los perros no te agreden. Atenido a tan pobre superstición, subo y bajo escalones a la mayor velocidad posible para evitar encontrarme con los perros de mis vecinos. Porque eso sí, en el edificio hay variedad. Luis tiene una french-puddle muy bien portada. Ladra, se cruza entre las piernas mientras uno camina y utiliza el espacio reservado para mi auto como mingitorio, pero fuera de eso, es una buena mascota. Su nombre: Genoveva.
Juan es dueño de un maltés que me odia y está escasamente alimentado. Cada vez que cruzo frente a él busca traspasar mi piel para conseguir algún hueso, ante lo cual, la esposa de Juan reacciona contundente y sin tapujos:
—Qué lindo Aguinaga, quiere jugar con el vecino.
Podría pensarse que nada es peor que un perro hambriento con nombre de futbolista, pero no es así. Y es que frente a mi departamento (para colmo) viven dos enormes dogos que se creen dueños del edificio. En dos patas cada uno supera mi estatura y son el terror del cartero y los plomeros, del repartidor de pizzas y los señores del gas. Una vez uno de ellos intentó morderme y le lancé un codazo. Desde entonces rara vez se atreven a desafiarme. Pero cuando lo hacen y los veo venir, huyo.

IV. Otros especímenes
Además del perro pendenciero, la mujer de Juan (quien posee una voz muy dulce y una verruga en el cuello), tiene una pareja de canarios y otra de tortugas. Un día me confesó que vive ilusionada con que un día se reproduzcan. A mí me aterra pensarlo. ¿Acaso no se da cuenta que esto ya parece veterinaria? Pepe, además de alimentar guacamayas y perros, compra ratones blancos para su boa constrictor, que mantiene encerrada en una pecera gigante. Se nota que se siente solo desde que su esposa lo dejó. El hijo de Luis, además de trastornar el sueño de los vecinos y coleccionar afiches del más odiado equipo del futbol mexicano, tiene dos pescados: uno es amarillo y el otro azul. No dejan de pelearse. Yo sólo tengo un gato, que se la pasa todo el día arrancándose el pelo.
En el fondo —aunque lo ignoren— mis vecinos no carecen de buenas intenciones. Me parece que todo este afán por convertir nuestro hogar en una asociación protectora de animales tiene que ver con cierto pavor hacia la ciudad, sus lógicas alienantes y sus habitantes solitarios. El aislamiento y la paranoia urbana, en este caso, contribuyen a una especie de exilio interior: como el caracol que sólo encerrado en su concha es capaz de confrontar el mundo, mis vecinos practican el arte de la impostura. Simulan vivir en un espacio liberado de la topografía urbana donde son protegidos por los aullidos de la naturaleza, para poder sobrevivir al horror citadino. Aunque el amor a los animales tiene como reverso el odio al resto de los seres humanos, ¿quién no ha añorado hallar refugio en medio de la multitud? O por decirlo de otra manera, ¿quién no ha visto con envidia un edificio en cuyo techo anide una selva?

V. Encantos de la hospitalidad
Mis vecinos son amables, sólo que no tienen ocasión de demostrarlo. Su sociabilidad es contagiosa como en el caso de Luis, el inquilino del departamento dos, a quien le gusta “hablar de bulto”. Lo peor es que fue futbolista. Cada vez que me topo con él en las escaleras, está borracho. Siempre lo saludo. Obviamente, no por gusto. Luis es un hombre calvo y gordo. Vive con su esposa (una mujer que parece bisonte), su hijo (como ya se vio, finísima persona) y su suegra (también sin pelo).
La cordialidad vecinal es de admirarse. Tal es la comunicación que existe entre mis vecinos que siempre mantienen las puertas abiertas. No importa la hora, ni la circunstancia. Llegas del trabajo cansado y con ganas de dormir, y te encuentras con la esposa de Juan (la de la verruga) en camisón: tienes que saludarla. Avanzas dos pasos y ves a Luis ahogado en la escalera. Te hace la plática y te cuenta de los días en que fue campeón en la Segunda División. Subes con el sueño acumulado y entonces tienes que correr a tu puerta, saludar a Pepe (que cena en su comedor frente a la televisión), sacar las llaves, abrir y cerrar precipitadamente antes de que alguno de sus perros te olfatee, gruña y ataque. Ya del otro lado de la puerta no puedo evitar tener el siguiente pensamiento: “Eso me pasa por no dejarla abierta”.
Mis vecinos creen que siguen viviendo en una casa familiar. Tal es el motivo de las puertas sin llave. Son como los cuartos de un hogar tradicional: no se puede tener ni un rincón de intimidad. Al final de cada día siempre compruebo que Julio Torri tenía razón: “El trato social es a ratos como una terrible losa que abruma nuestra personalidad y acaba por deformarla”.

VI. Malentendidos
Como decía, mis vecinos son afables pero se les olvida o no lo saben. Por ejemplo, hace un mes que Juan no me saluda. Primero creí que como siempre anda de prisa, no tenía tiempo de detenerse a estrechar la mano. Pero después comprendí que se debía a que le reclamé por qué no me avisó que golpeó mi coche con su auto. A cualquiera le pasa en espacios tan reducidos, así que decidí no cobrarle el choque. Supongo que este último detalle lo ofendió.
Ayer me lo encontré cuando iba de salida. Yo venía bajando las escaleras. Él parecía tener alguna urgencia pues avanzaba detrás de mí, pegado a mí, respirándome en la oreja. Procedí a disminuir la velocidad pero él no se decidía a rebasarme. Al llegar a la planta baja por fin lo hizo. Abrió la puerta, salió, volvió el rostro para mirarme y cuando estaba yo a un metro, cerró la puerta. Con llave.

VII. Sin parquímetro
A la menor provocación, un automóvil se estaciona en doble fila frente a mi edificio, lo que impide el tránsito normal y provoca la aparición instantánea de numerosos cláxones que intentan, con su mágico sonido, hacerlo desaparecer. La falta de lugar para estacionarse es uno de los grandes problemas de mi calle. Para colmo están construyendo una casa enorme del otro lado de la acera, que seguramente tendrá muchos autos. Esta nueva vivienda por cierto, nos ha traído a mi mujer y a mí muchos sobresaltos. Llevan más de un año (incluidos sábados y domingos) martilleando, sacando cascajo, cortando metal, instalando servicios, diseñando ventanas, puliendo pisos, colocando puertas y al parecer por fin están a punto de concluirla. Y ni así deja de causarnos algún estupor.
A la hora de terminar la fachada nos dimos cuenta que sólo había una pequeña entrada para automóviles, lo cual nos preocupó de inmediato. ¿Sólo un lugar de estacionamiento? Otro día que la puerta estuvo abierta vimos al fondo un espacio muy amplio donde podrían caber muchos autos, pero estaba en desnivel, como si fuese un patio trasero situado un piso más abajo. Imaginamos una rampa pero a ciencia cierta no entendíamos cómo iban a lograr llevar los coches hasta ese lugar. Por fin un día vimos cómo construían una pared que impedía el paso hacia el supuesto refugio de autos. Enseguida, mi mujer se alarmó e indignó:
—¿Cómo se les ocurre, cómo es posible que no hayan planificado más espacio para autos sabiendo que esta cuadra es tan complicada?
Al día siguiente otra vez nos asomamos: la pared ya no existía. Este fenómeno nos pareció de lo más extraño pero pensamos que los albañiles se habían equivocado o que los dueños habrían reconsiderado el asunto del estacionamiento. Tres días más tarde, otra vez la pared. No hallábamos explicación hasta que comprendimos que se trataba de un muro móvil que subía y bajaba y junto con él, un elevador para autos. El misterio estaba resuelto pero de inmediato estuvimos seguros que tendríamos como vecinos a unos narcos, a pesar de que a la casa le faltasen adornos en el techo, paredes coloridas y cercas electrificadas.
La disputa por lugares para estacionarse ha llegado a límites extremos. La señora Ángela (que fue quien nos vendió el departamento) nos advirtió que sus hermanos eran insoportables, pero en su momento no le dimos importancia. Creímos que el comentario tenía que ver con rencillas escolares o celos por el cariño de la madre. Apenas comenzamos a darnos cuenta de nuestro error cuando descubrimos el pasado jurídico de su familia. Luis demandó a Juan. Juan en mancuerna con Ángela, contrademandó a Luis: ganaron. Todo, a causa del estacionamiento. Y es que según las escrituras a cada departamento le corresponde un lugar para estacionarse. Antes de los procedimientos legales, Luis utilizaba dos lugares y Juan tres, mientras que Ángela dejaba por las noches su auto en la calle. Sin duda, mucho calor familiar.

VIII. No salga a trabajar, quédese en casa
Los problemas se agravan a causa del negocio que existe en la azotea del edificio. Suena inverosímil pero es verídico. Se trata de un taller donde se fabrica material para decoración, se dan cursos de repujado y se venden productos para todo tipo de manualidades. Esto obviamente acarrea una infinidad de personas desconocidas que, además de dejar sus autos frente a la cochera o en segunda fila, diariamente entran al edificio, suben y bajan las escaleras, tocan el timbre preguntando por la oficina de “Estiletes exclusivos” ante lo que no queda sino hacerse el desentendido, afirmar que la tienda se mudó o azotar la puerta con discreción.
El dueño del negocio es Pepe, sí, el vecino de los dogos, los periquitos clamorosos y la boa, quien además ejerce cada sábado un pasatiempo singular: a las seis de la mañana enciende su Harley-Davidson (que ocupa todo un lugar de estacionamiento) para irse a recorrer las carreteras de la República mexicana. (Entre semana hace lo mismo pero, por una extraña razón que desconozco, luego de dejar encendido el motor durante veinte minutos, lo apaga y regresa a su departamento). Más allá de cierta oligofrenia evidente, es muy buena persona.
A veces resulta incómodo el hecho de vivir debajo de un taller donde al mismo tiempo que se fabrican figuras de escayola y alabastrina, se busca darle a un pedazo de metal la forma de una rosa. Esta afirmación no tiene nada que ver con la cursilería que está en el fondo de tan excitante negocio, sino que se relaciona con ciertos detalles que pueblan el aire de eficaces distracciones. Entre ellas, ciertos ruidos en el techo que me hacen imaginar una de dos cosas: la frenética actividad de un canguro en plena huida o un hombre que busca, a martillazos, hacer un agujero en mi techo.
Estos sonidos soportables se anudan a otro que se repite cada cierto tiempo: los gritos de Pepe llamando a algún empleado que se encuentra en la planta baja. Claro que uno preferiría no escucharlo, pero no le hace, a Pepe no le importa. Él necesita que cierto material suba o baje de inmediato por el cubo de luz, mediante un sistema de poleas. Como este mecanismo es imperfecto y mis ventanas dan al dichoso cubo, no me queda sino escuchar (sumados a los alaridos oligofrénicos) los golpes de la canasta contra la pared y el cristal que, por suerte hasta el momento, siempre ha logrado soportar el peso de los cargamentos de marmolina, esténciles y pintura.
A veces concibo mi estancia en la acogedora sala de mi hogar (cuando estoy a punto de tomarme un café de grano recién preparado) como vivir en el centro de una pesadilla, con una ligera diferencia: poseo la conciencia perenne del despertar que siempre me recuerda que la realidad es la misma todos los días y así perdurará. Otras veces (cuando me llega el olor a resina o chapopote en pleno desayuno) desearía salir y agarrar a golpes a Pepe (o a Luis o a Juan). Pero el recuerdo de algunas persecuciones y ladridos de perros siempre me detiene. Mi histeria, por supuesto, no es culpa del vecino. Él tan sólo ha llevado la estrategia del caracol al extremo máximo. Y el que prefiera no trabajar en casa, que lance la primera piedra.

IX. El vecino misterioso
Un domingo amaneció sangre en el pasillo de la entrada. El rastro llevaba hasta la puerta del vecino de la planta baja. Lo he visto pocas veces pero cada una de ellas ha sido significativa. El día que lo conocí me pidió que moviera mi auto para poder estacionar el suyo al interior de la cochera. Yo estaba hablando por teléfono. Colgué, me puse los zapatos lo más veloz que pude, tomé las llaves, bajé dos pisos, encendí el auto que estaba estacionado frente a la puerta del garaje, me eché en reversa y entonces ocurrió algo inesperado. El vecino, en lugar de estacionarse dentro del garaje, colocó su auto donde estaba el mío y se metió rápidamente a su casa.
La segunda vez que lo vi me saludó no sólo como si no recordara aquel primer encuentro sino como si yo fuese su mejor amigo. Me dio un abrazo y me dijo la frase más ocurrente que se le vino a la cabeza: “¿Cómo te va? ¿Qué tal te ha ido?”. Y enseguida, se metió, veloz, a su casa.
Conforme pasó el tiempo, me acostumbré a saludarlo de lejos, tener breves y ocurrentes conversaciones y a mover mi automóvil para que acomodase el suyo. Nunca supe cuál fue la causa de la sangre en el pasillo. Pero pude comprobar que es el único inquilino que no tiene mascotas. Nuestra relación se mantuvo en ese estado hasta que ocurrió otro incidente durante un fin de semana del verano pasado. Estábamos planeando, mi mujer y yo, ir al cine. Abrimos el Tiempo Libre y decidimos ir a ver una película que empezaba dos horas más tarde. Como no tenía otra cosa que hacer, seguí hojeando la revista. Me sorprendió leer el siguiente anunció en la sección de Nortes:

ZZZZZZZZZZZZZZEDGAR RICO, Especialista en damas olvidadas por sus maridos, chiquito pero rinconero, atención especializada, auténtico gigolo mexicano, Richard Gere región 4. Fantasías, lluvia dorada, francés, griego, polaco, rumano, thailandés, vietnamita y guatemalteco, no hindú ni boliviano. Diente de oro. Domicilio propio con jacuzzi lleno de pepto, hoteles, voy a su casa. Tríos, cuartetos, quintetos y orquestas, también marimba chiapaneca con los pies. Se aplican inyecciones, se hace tru-tru y alaciados. Intestados. Divorcios rápidos. Paseo a su perro y lavo su auto. Nextel 2777270*3.
Pero lo que más me sorprendió e incluso me causó un poco de pudor fue ver la dirección al final del anuncio. Era la mía, el mismo edificio pero otro departamento. El de la planta baja. Desde entonces busco tratarlo de la manera más cordial que me es posible. Cada vez que me cruzo con él, lo ignoro.

Epílogo. Nuevos inquilinos
Los sucesos que he narrado parecerían a cualquiera una especie de suplicio, pero yo me he adecuado a vivir de esta manera desde que llegué a vivir a la Delegación Benito Juárez. Sin embargo, no cualquiera logra acostumbrarse al horror. Por eso no me preocupa que con los cambios sufridos en el vecindario lleguen miles de habitantes a instalarse al nuevo barrio, donde innumerables constructoras levantan en este preciso momento cientos de idénticos edificios, con habitaciones de tres por tres y sin cajones de estacionamiento. Confío en que las atmósferas del malentendido y los encantos de la hospitalidad que a diario vivo yo se repitan al infinito en las nuevas construcciones y sea éste el motivo que haga salir huyendo a los nuevos inquilinos, dejando colgados así los créditos a largo plazo que hoy otorgan prestamistas, usureros y otros personajes con mente inmobiliaria, dedicados a estafar al desesperado que, a costa de un cuarto de paredes porosas, dilapida sus pocos ahorros, sin saber que de ese modo ha hipotecado su felicidad pues tendrá que vivir al lado de un desalmado, un rufián o un idiota.

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