24 de abril de 2012

La asfixia

No recuerdo el color del caballo, pero sí el golpe contra el coche y mi padre intentando salir de ahí, hundido ahí, en la negra sangre que la tarde le inyectaba al cielo de aquel día desgraciado.

Tiendo a bloquear los detalles de los momentos más infelices o humillantes que he sufrido, pero no los de esa mañana infinita en que dos caracoles aparecieron en las hojas de la planta que adoraba mamá; aquel helecho de gruesas nervaduras moteado con tonos vívidos y amarillentos. No me llamó la atención la velocidad inmóvil de su prisa, sino los destellos que emitían sus cascarones cafés salpicados de rayas blancas. Destellos que eran parecidos a los que, en ciertas circunstancias, las gafas de mi padre proyectaban sobre mis ojos. Como cuando me cargaba y le daba vueltas al mundo, o a mi cuerpo, en el patio de la casa familiar, y yo me sentía un ser alado, un navío a punto de despegar, cuya ancla eran mis brazos unidos a los brazos de mi padre, que en esos instantes me parecían la única salvación posible, la existencia en su más pura realidad.

Pero vino el estremecimiento, aquel caballo, la velocidad con que ocurren los hechos verdaderos, mi padre dentro y la asfixia.