24 de marzo de 2010

Sesgos de la mirada

“Me entrego al desastroso juego
de mirar, dañándome los ojos”
Jaime Labastida.

A diferencia de los equilibristas que no deben mirar sino hacia el frente para evitar la caída del alambre, me parece que me he pasado buena parte de la vida mirando hacia atrás. A veces, incluso, esclavizado por el pasado. Sin miedo a la sal, diría. Supongo que eso muestra cierta inseguridad vital, como si repitiendo indefinidamente los recuerdos, uno se construyese una capa protectora, un refugio contra la existencia. En todo caso, se trata de una mirada que de un modo u otro adquiere tintes melancólicos: observa las huellas que mis pasos van dejando y las lamenta, se muestra por ello con excesiva conciencia de la pérdida. Casi como aquella frase de Miguel Saiz Álvarez: “Mientras subía y subía, el globo lloraba al ver que se le escapaba el niño”.

Esta tarde me asedian algunas preguntas: ¿Busco en el futuro lo que extravié antaño, lo que dejé guardado en un cajón años atrás, en medio de las experiencias más pueriles de mi infancia? ¿Será mi destino el mismo del ciudadano Kane, quien sólo al final de la vida logra percatarse del peso del pasado, de la facilidad para alejarse de aquello que más se anhela?, ¿Qué o quién será mi “Rosebud”?

Proust escribió que “toda mirada habitual es una necromancia y cada rostro que amamos, el espejo del pasado”. Hace no mucho, limpiaba mis lentes cuando de pronto, casi como por acto de magia, se partieron justo a la mitad. Supongo que fue a causa del cambio de temperatura o algo parecido, pero en ese momento lo que pensé es que se trataba de una señal, una suerte de adivinación. Me lo confirmó el hecho de que aquel día despedí a alguien en el aeropuerto.



Desde entonces tengo la impresión de que tengo una mirada sesgada. Como la de quien anda a tientas en una casa que se ha quedado sin luz. Mejor dicho: en la propia casa, sin luz. Todos los objetos familiares se tornan entonces, ajenos, desconocidos. Y no es difícil trastabillar. Kundera lo dice así: “En el presente caminamos, decidimos y actuamos en la niebla ... sólo cuando miramos hacia atrás las imágenes son claras”.



Observo por la ventana y la luz que cruza el cielo no tiene miedo de que los segundos la oscurezcan. Supongo que el trabajo de la luz no es permanecer sino iluminar. Darle corporeidad a los objetos. Bañar la vida.

17 de marzo de 2010

Prohibiciones

"Lo peligroso de las prohibiciones: que confiamos en ellas y no reflexionamos sobre cuándo habría que cambiarlas"
Elías Canetti

Renuencia

"Resistimos tanto que caemos en el error de creer que podemos resistirlo todo"
Elías Canetti

15 de marzo de 2010

Objetos, pintura, cajas

Desde hace tiempo tengo como fondo de pantalla de mi computadora un cuadro de mi amiga Adriana Armenta, a quien aprecio mucho. Nunca me había puesto a pensar qué simbolizaba la imagen hasta hoy en que los elementos que pueden apreciarse en ella aparecen con otro significado personal, como si me hablaran después de mucho tiempo de estar ahí, frente a mis ojos, sin que yo pudiera descifrarlos. Supongo que eso ocurre a menudo: no podemos ver lo que es tan visible para los demás, lo cual no estoy seguro si es efecto de una voluntad inconsciente o de una imposibilidad circunstancial, si depende de nuestros miedos y deseos, o si tiene que ver con los límites que en un momento específico condicionan nuestra percepción sobre lo real. De cualquier modo, resulta que de pronto veo el cuadro de otro modo, lo interpreto como si fuese una radiografía de lo que he vivido últimamente. Se trata, claro, de una lectura íntima, muy particular y quizá sin demasiado sustento, pero eso qué importa cuando aquí estoy simplemente compartiendo las debilidades de mi mirada y no los resultados de una búsqueda acabada en torno a cierta obra.


En el cuadro se aprecian, entre otros, tres elementos muy bien definidos: una copa, un corazón roto y una flecha que se proyecta de forma vertical acompañando a una serie de pequeños rectángulos apilados. Este recuadro me causa estupor. En los últimos meses en que he dejado de hacer tantas cosas, la imagen de los objetos que ascienden unos sobre otros, de forma acumulativa, me remite de inmediato a todos los pendientes que hoy mi vida tiene: llamadas no hechas, textos por escribir, situaciones que afrontar. Es como si hablara de una de esas obsesiones que me acompañan: crear infinidad de listas sobre cualquier tópico, gusto, interés o actividad diferida (“el vértigo de las listas” diría Eco).

La copa, que suele aludir al ansia etílica, no anuncia en mi lectura eso: en realidad creo que habla del espacio que abre el vino para compartir con otros la vida, es decir, me remite a la amistad, al diálogo que propicia comunión, al simple disfrute de estar con alguien más. Claro que acá, la copa aparece con una fisura visible, un quiebre peligroso. Simboliza una imposibilidad, tan clara en estos días. Y también me remite, por supuesto, a esa canción de Andrés Calamaro (¿la compuso José Feliciano?) llamada “La copa rota” y que incluye estos versos: “No se apure compañero si me destrozo la boca/ no se apure que es que quiero con el filo de esta copa/ borrar la huella de un beso, traicionero que me dio”.


En el cuadro también aparece una mancha de pintura, escurriéndose desde lo alto, impregnando con su pálida presencia el color mostaza del fondo. Una mancha, sí, que pareciera alguien hubiese buscado borrar, sin conseguirlo. Por el contrario: es como si hubiese reaparecido sobre los restos de otra mancha, anunciando la imposibilidad de hacerla invisible. Hay acá una borradura, una imperfección adrede. Algo escurre y no puede ser contenido. Como el llanto. O las afrentas: por más que buscamos desvanecerlas, no desaparecen. Acaso por ello muchos, cuando hablan de sus recuerdos, recuperan la imagen de los fantasmas. El ayer como algo borroso, que nos persigue. El pasado como un ejercicio del acecho. Funes, paranoico.


Además, hay un par de cajas. Delineadas en blanco y abiertas por uno de sus lados. No tienen la apariencia de realidad, sino de un objeto bocetado, un ensayo de algo que está ahí, abierto, quizá esperando ser repleto, llenado de algún modo. ¿Un lugar donde esconderse?, ¿el espacio donde pueden guardarse aquellos instantes perdidos llamados “secretos”? No lo sé, pero hoy siento, de un modo un poco insensato, que mi vida está cifrada en este cuadro.

La realidad adquiere realce cuando es vista en perspectiva: todos los elementos hasta ahora descritos se hallan pintados sobre otra caja, está sí, real, pero no armada. Cuando las cajas se encuentran en ese estado siempre me remiten a las mudanzas. ¿Por qué será?

14 de marzo de 2010

Infiernos imaginarios

Habría que hacer un ciclo de cine que tratara el tema de los celos. Se me ocurren varios títulos para el mismo: "Posesiones afectivas", "Las dudas de Otello", "Infiernos imaginarios". Creo que este último es el que más me gusta. El ciclo llevaría el siguiente epígrafe, sacado del libro Celos, de Catherine Millet: "¿No es la insuficiencia de los hechos reales la que reclama, como compensación, que demos cuerpo a los sueños?". O también podría quedar esa otra frase de Albert Camus, una reflexión incluida en su novela La caída: "Los celos físicos son un producto de la imaginación y al propio tiempo constituyen un juicio que uno hace de sí mismo".



Acá, las películas que se me han ocurrido hasta el momento para el ¿dichoso? ciclo:

L’ Enfer (El Infierno), de Claude Chabrol
Él, de Luis Buñuel
Celos, de Arcady Boytker
L'innocente (El inocente), de Luchino Visconti
The Tragedy of Othello: The Moor of Venice (La tragedia de Otello), de Orson Welles