30 de noviembre de 2010

Elogio del palíndromo

Me ocurre muchas veces que tengo que explicar mis manías, lo cual no me resulta del todo extraño cuando me detengo a pensar en ellas: ¿quién puede justificar su gusto por caminar apretujado en medio de multitudes anónimas y amenazantes como las que invaden cualquier rincón de esta insondable ciudad?, ¿cómo volver razonable el ansioso delirio de armar rompecabezas no menores de 5,000 piezas en una época en que la impaciencia y la prisa dominan incluso nuestras conversaciones más íntimas? Es claro que resulta difícil argumentar de forma convincente para defender estos caprichos maniáticos que, por supuesto, no terminan ahí: me gusta coleccionar noticias insólitas (“ONU designa a embajadora para alienígenas”), leer los libros menos conocidos de los autores más renombrados (“Crónicas del volcán” de Jaime Sabines, por ejemplo), observar parejas en sus peleas públicas (de preferencia con grabadora en mano), o llegar tarde a una conversación y derivar conclusiones inverosímiles (pero coherentes) de lo apenas escuchado… Quien se atreva a decir que padezco una especie de amor a lo contraproducente y un gusto por la exageración y lo extravagante, es muy seguro que no esté equivocado. Y yo, por supuesto, no tendría por qué negarlo. Supongo que hay algo de pasión enfermiza de por medio en todo lo que hago. Decía Oscar Wilde que “la moderación es fatal” y que “nada ofrece mejores resultados que el exceso”. No sé si estoy de acuerdo con él, pero sin duda mi inconsciente actua siguiendo el sentido de sus palabras.

Hace unos días, un familiar me preguntaba por qué permanecía tanto tiempo sentado en el mismo lugar, frente al mismo cuaderno. Supongo que llevaba varias horas contemplándome. Le respondí, cortésmente, al visitante:

—Estoy intentando hacer un palíndromo.

Su patidifuso rostro me hizo comprender que debía iniciar, irremediablemente, la explicación de otro más de mis enigmáticos y casi esotéricos pasatiempos. Más que intentar una justificación racional del porqué alguien podría dedicar tres horas de su vida a darle existencia a una sola frase, opté por mostrarle algunos ejemplos de eso a lo que me refería:

—Un palíndromo es una frase que puede leerse lo mismo de izquierda a derecha que de derecha a izquierda: Amo la pacífica paloma / Yo dono rosas, oro no doy / Se laminan animales.

—Y eso ¿para qué sirve? –me espetó con un gesto de desprecio.

—En realidad para nada, le dije, salvo como un divertimento y un ejercicio intelectual; supongo que ayuda a comprender que uno puede encontrar asombro y placer en un simple juego de palabras.

—Bueno… ya me voy –me respondió luego de unos segundos incómodos. Se dio media vuelta, se despidió de mi hermana y le dejó un tono desabrido al resto de mi tarde. Ya de noche, tuve una pesadilla muy vívida en la cual dos sujetos, de rasgos similares, discutían de manera delirante, arrebatándose extrañas palabras que pronto descubrí eran palíndromos:

No deseo ese don –decía uno.

Amigo, no gima –buscaba tranquilizarlo el otro.

No traces en ese cartón –respondía, impositivo, el primero.

A ti, mi oso baboso imita –contestaba, desafiante, su interlocutor.

Sorberé cerebros –vociferaba, en tono de amenaza, el más irascible.

A la catalana banal, atácala –ordenaba, el último, dirigiéndose a un perro que se hallaba aburrido en medio de la conversación.

Al despertar pensé en el principal defecto de mi pariente (creer que la intolerancia es señal de educación) y decidí comenzar a escribir este texto, en parte para exorcizar la pesadilla retórica que interrumpió de forma dramática mi descanso, pero también movido por la sana intención de poner en papel lo que no pude decirle a mi insolente concuño, quien me dejó con todas las palabras en la boca cuando de manera intempestiva me dio la espalda. Supongo que esa es una de las ventajas de la escritura: nos regala segundas oportunidades (imaginarias), siempre indispensables ante las afrentas del mundo (real).

Si he de revelar el móvil de mi debilidad por el palíndromo, tendré que comenzar por decir que tiene que ver con la atracción que me provocan los espejos. Desde niño ha sido así. Recuerdo que cuando supe que los vampiros no podían reflejarse en los espejos, éstos me provocaron cierta aversión y temor, pero también fascinación y encanto. Lo mismo me ocurrió al leer la historia de Alicia a través del espejo de Lewis Carrol, la segunda parte de Alicia en el país de las maravillas: asumí que todo espacio reflejante implicaba una especie de pasaje hacia otro lugar, una suerte de fuga, un espacio de entrada y salida. Un escritor argentino, Andrés Neuman, ha dicho que “la literatura cumple la función de las puertas”, nos conduce al lugar preciso (nuestro mundo interior) y nos permite respirar estando ahí (abre ventanas). ¿Por qué hablo de superficies que reflejan, fugas y ventanas? Porque me parece que el palíndromo se relaciona precisamente con esos objetos, se ajusta a sus características y funciones. Intentaré explicarlo.

Un palíndromo es una suerte de juego de espejos. Al leer esta oración nos percatamos: Somos o no somoS. Es una frase, sí, pero es en realidad dos. Se trata de una frase que se duplica, como si estuviese frente a un espejo. El escritor cubano Guillermo Cabrera Infante, quien gustaba mucho de los juegos de palabras, incluye en su libro Tres tristes tigres, una página que simula ese efecto; en ella, las oraciones aparecen impresas de modo invertido, de modo que no pueden leerse salvo si colocamos el libro frente a un espejo. Al hacerlo, descubrimos la intención del autor: no sólo vemos lo escrito, sino también nos vemos a nosotros mismos leyendo (nos incorporamos así a la propia historia). Además de un lector implicado, en esa página Cabrera Infante hace explícita su poética, el tipo de obra que desea escribir: “ver un libro escrito todo al revés, donde la última palabra fuera la primera y a la inversa”, crear “una literatura en que las palabras significaran lo que le diera la gana al autor … que siempre que escribiera noche se leyera día”, de modo que interpretáramos al revés y con ello emprendiéramos un traslado “al otro mundo, a su viceversa, al negativo, a la sombra, del otro lado del espejo…” En las palabras de Cabrera Infante se halla la clave no sólo para entender su estilo, sino para comprender la dimensión estética que tienen los juegos de palabras en general: duplican la realidad y al hacerlo crean una realidad alterna a la cual se puede acceder, leyendo.

Guillermo Cabrera Infante, Tres Tristes Tigres, Barcelona, Seix-Barral, 1995.

Puestas así las cosas, digo entonces que amo los palíndromos porque me permiten cruzar hacia otros mundos. ¿Será esto cierto? Así como al reflejarnos en un espejo no obtenemos la imagen idéntica de nosotros mismos, sino una imagen alterada, una imagen “especular” que nos muestra invertidos, al leer un palíndromo el significado contenido en sus palabras también cambia. Aunque pareciera repetir lo mismo, decirlo dos veces, el hecho de que lo haga la segunda vez de manera invertida, le da al palíndromo una suerte de encanto particular. Más allá del significado literal de la frase, lo que adquiere mayor importancia es el modo en que es transmitido. Eso es lo que nos maravilla y seduce, que el lenguaje se refiera a sí mismo, remarcando su forma: Arde ya la yedra. / Origami: rima, giro. Se trata de un agregado: un sentido poético. Quizá ese sea “el otro lado del espejo”, la satisfacción que provoca la literatura, un placer acaso intelectual, pero tan vital como inevitable: todos en la infancia hemos jugado con las palabras. Esto se debe también a que son una forma de aprender la propia identidad: nos llevan a nosotros mismos (ya se sabe que todo placer es imposible sin autoconocimiento).

Como todo espejo, el palíndromo nos lleva de un modo u otro a conectarnos con nosotros mismos, a reconocer una parte importante de lo que somos: lenguaje dúctil, necesario, abierto, móvil, infinito. Pero también nos extrae de la realidad. Sólo así podemos explicarnos a Narciso, ese personaje mítico que inventó el espejo dándole el carácter de una superficie en movimiento, hallándolo en un río:

Narciso conoce su alma, pero no la forma de su alma; su cuerpo, pero no la forma de su cuerpo. Sabe que su rostro es hermoso, por el efecto que produce en los demás, por la satisfacción personal que este efecto le produce. Pero Narciso no conoce su rostro, su imagen. Un ansia de conocerse lo devora. Narciso se echa a andar en pos de su imagen. Recorre un camino. El camino es un río inmóvil. Distingue un río: el río es un camino que anda. Narciso no quiere perder el tiempo que, sabe, transcurre como el río que se ofrece a sus ojos. Y como anhela ver su imagen, precisamente, fuera del tiempo y del río que fluyen incesantemente, busca hasta encontrar esa parte de la corriente, que en virtud de una conformación especial, forma un remanso. Es éste un lugar en el río y, milagrosamente, fuera del río; en el tiempo y, milagrosamente, fuera del tiempo. Se inclina y el prodigio se hace. Narciso descubre el espejo (Xavier Villaurrutia).

Juan Hidalgo. Narciso, 1990.

Como a Narciso, el palíndromo nos seduce porque de algún modo nos saca del tiempo real y del mundo cotidiano, tal es la virtud del juego: cambia, al menos por un instante, las reglas del mundo. Y en ese sentido, la actividad lúdica tiene una función restauradora; nos transfigura. Octavio Paz, al hablar de los métodos para llegar al éxtasis, es decir, para salir de uno mismo, se refería al amor, a la fiesta, al sexo, a las drogas, al sueño y a la poesía. En todos ellos el juego aparece como un vehículo esencial. Y también transgresor. En el palíndromo esto se conjuga. Hay algunos llenos de gracia, que incluso colindan con la frontera del absurdo: Ore paranoica grupera, daré purgación a rapero. / Amalia, la deseosa, asó ese Dalai Lama. Podría decirse que se trata de mecanismos del propio lenguaje para auto-renovarse, como cachetadas que lo despiertan de su tedio. En su cuaderno de apuntes, Elías Canetti escribió dos entradas que cuando las leí me remitieron de inmediato a los palíndromos, como si estuviese definiendo sus funciones. Esto escribió: “Manual para olvidar idiomas”, y en otra: “La rebelión del alfabeto”. Quizá de ahí la importancia del juego en general: impide la inmovilidad. O para decirlo con un dictum del propio Canetti: “En los juegos verbales desaparece la muerte”.

También debo decir, en medio de todo esto, que me gusta el azar. Vagar sin rumbo, apostar a un equipo de futbol desconocido, guiñar un ojo sin destino fijo. Sí, disfruto cuando la decisión no está del todo en las propias manos, porque es permitir que algo irracional, incontrolado, ajeno, entre en el propio futuro; como si los designios del destino fuesen más propensos cuando echamos a suerte la propia voluntad. Y eso lo encuentro también en el palíndromo. Me sorprenden algunos por su grado de complejidad o por su longitud: A Dafne, la romana moral enfada. / Somos nada, ya ve, o lodo o dolo, Eva y Adán somos. Y digo que me causan asombro porque entre mayor es el número de palabras que agregamos a un palíndromo, su significado tiende a sufrir alteraciones, pues son mayores las limitaciones que se tienen. En el palíndromo, la forma tiende a imponerse sobre el sentido. La necesidad de cumplir con el juego de este tipo de palabras (ser leídas en dos direcciones) impide planear a voluntad lo que se dirá. En realidad el significado suele ser azaroso por lo que no se puede narrar o describir algo de manera predeterminada. Mucho menos exponer o argumentar, aunque algunos palíndromos logren o simulen hacerlo: ¿Safari? Jamás. Oíd: Dios ama jirafas. De cualquier manera, siempre pareciera que no podemos controlar del todo su significado, como si algo se nos fugara.

He hablado de duplicidad, desplazamiento, éxtasis, azar, fuga, otro mundo… todo lo cual me remite a los viajes. La noción de la literatura como un viaje, como puerta a otra realidad, está presente en muchos libros, quizá sobre todo en aquellos autores que han escrito relatos de aventuras y cuentos fantásticos. Entre ellos, Julio Cortázar resulta muy significativo. El autor de Rayuela y creador, entre otras cosas, de ese lenguaje ficticio llamado glíglico, solía decir que “sólo en sueños, en la poesía, en el juego, nos asomamos a veces a lo que fuimos antes de ser esto que vaya a saber si somos”. Para alguien que llevaba un diario en el que registraba sus sueños, la vigilia sólo era una parte de la realidad. La otra debía ser explorada a través de la literatura, de ahí su famosa cinta de Moebius, un modo para acceder a la parte vedada de lo real, un vaso comunicante entre verdad y fantasía, un puente entre experiencia onírica y experiencia verídica. No por nada Cortázar llegó a plantear que él no escribía literatura fantástica sino todo lo contrario. Así lo expresó: “La realidad me parece fantástica al punto de que mis cuentos son para mí literalmente realistas”.

Cortázar tiene un cuento significativo, no por haber sido escrito de forma palindrómica pero sí por utilizar a los palíndromos como recurso para dar forma a la trama. Se trata de “Lejana. Diario de Alina Reyes”. En ese texto podemos ver palíndromos tan sugerentes como éste: “Átale, demoníaco Caín, o te delata”. Pero lo que produce mayor extrañeza tiene que ver con el argumento. Una mujer llamada Alina Reyes tiene conciencia de que existe alguien igual a ella, otra Alina, que mantiene una vida opuesta a la suya del otro lado del mundo. Se trata del relato de un encuentro con el doble, pero también de una posesión y de un intercambio. Tal encuentro entre ambas Alinas ocurre, luego de un viaje, en el puente que une a la ciudad de Budapest (ciudad doble por excelencia, pues está conformada por Buda y Pest, dos regiones divididas por el río Danubio). Es bien sabido que Cortázar era un escritor de textos al mismo tiempo lúdicos y fantásticos. En este cuento lo que llama la atención es que la entrada al mundo fantástico está dada por las palabras: la experiencia de algo incomprensible es provocada por el lenguaje. Como si Cortázar quisiera decirnos que no podemos leer la realidad de una sola manera, sino que en el lenguaje se encierra siempre una realidad doble que debemos asumir. Cortázar nos plantea cómo en la lengua está ya inscrita la experiencia de la otredad. ¿Y qué mejor manera de mostrar esto que ocupando el palíndromo, que es una frase en cuya forma está ya dada esta ambivalencia y esta doble realidad del lenguaje?

Si lo fantástico era para Cortázar “el derecho al juego, a la imaginación y a la magia”, los juegos de palabras representan la posibilidad que te da la fantasía de establecer un viaje hacia lo que nos es extraño (y a veces nos provoca temor). Ahora me viene a la mente, de nuevo, mi concuño: ¿habrá sentido miedo o desidia de usar el lenguaje de un modo desconocido? “Salir de sí”, fugarse o viajar, implica siempre cierta comunión, búsqueda de otro… dejarse llevar por el azar de la vida, lo cual es además de un acto de libertad, un privilegio. Observo un ave que pasa por la ventana desde donde escribo estas páginas. Su vuelo me lleva a otra época, a un lugar donde la experiencia del palíndromo (la experiencia de desdoblarse) me resultó muy evidente. Recuerdo estar parado en el andén del metro Centro Médico, leyendo a Cortázar y esperando el transbordo de vagón, cuando apareció del otro lado el temido doble que a todos nos acecha. Muchas veces me han dicho que me vieron en una calle discutiendo con algún prójimo, en una mezcalería ignota departiendo con amigos, estacionándome en una esquina que nunca he conocido. Y siempre he creído que es aquel al que vi ese día parado en un andén, el que me releva en aquellos instantes en que alguien re-quiere verme o me evoca. ¿Sería esto a lo que se referían los surrealistas al hablar de azar objetivo?

En cualquier caso, el palíndromo, esa simetría lúdica y lúcida, funciona con la lógica del juego y el placer, y es eso una virtud: mientras lo leemos nos permite escapar de toda noción pragmática de la vida. Ocurre lo mismo al escribirlo. Sí, uno puede tardarse 3 horas o más entablando una lucha con el lenguaje para escribir acaso un solo palíndromo, pero la satisfacción, debo confesarlo, es formidable, o como le gustaba decir a un amigo de la primaria: “morrocotuda”. Y es que para crear este tipo de frases no hay recetas. Simplemente se requiere paciencia, un poco de ingenio, gusto por jugar con las palabras y aprender a pensar en dos sentidos (de izquierda a derecha y viceversa, o de los extremos hacia el centro y viceversa). En verdad se trata de una labor un tanto complicada, de la que no se puede hablar sino a partir de la propia experiencia. Después de maquinar algunas horas conseguí escribir varios palíndromos, la mayoría por desgracia fallidos. De los rescatables, algunos resultaron graciosos a pesar de ser autoritarios: “ama a tu puta ama”. Otros parecían sacados de una película infantil: “Noel es ese León” o de una obra teatral pretenciosa y sin humor voluntario: “Sairón, no rías”. No obstante logré uno que justo habla de esa dificultad de escribir palíndromos y de la satisfacción de producirlos. Con ese me conformo y concluyo: “fue terrible el birrete, ¡uf!”

Ahora sí. Me voy a practicar mis pasiones enfermizas.


[Publicado en Palabrijes, núm. 05, primavera 2010, pp. 6-9]

15 de noviembre de 2010

Lost in... Somewhere


Resulta que las personas me observan en sitios y no me saludan. O lo contrario: se acercan a sujetos que al final resultan no ser yo. La sensación constante de estar en otra dimensión me persigue. Alguien me cuenta que estuvo a las mismas horas que yo en cierto lugar y ninguno de los dos cruzó los ojos con el otro. Habito un paraíso donde mis pares no existen, del que mis afines están excluidos. Sólo me rodean extraños.

También hay otras formas de la vida doble. Por ejemplo, el viernes fui a ver Somewhere, de Sofía Coppola en la Cineteca Nacional. Hace un rato una amiga me escribió que me vio aquel día, pero iba a lo lejos y yo estaba a punto de subir a mi automóvil. También me dijo que tuvo una sensación extraña, como si yo me hallara por alguna razón en otro mundo. Otra amiga más me vio en el mismo sitio, todavía en la sala, desde unas filas más atrás de donde yo observaba la cinta. Me llamó por mi nombre al terminar la película, pero no la escuché. Esperaba verme afuera, pero me esfumé rápido. Eso dijo. De todo esto yo no me percaté en un solo momento. No sé si yo soy el fantasmal o es el mundo que me rodea.

En algún lugar de la ciudad alguien, estoy seguro, revisa mis pasos, los imita o los mejora. Muchos me han hablado de mi doble. “Te vi en La Botica, pero no me pelaste cuando te hice señas”. Sé que soy despistado, pero suelo tener buena memoria y recuerdo haber estado en otro lugar, en algún lugar distinto de la ciudad. De pronto pienso que es esta ciudad la que me juega quimeras de la reproducción, la que me hace vivir este desdoblamiento, como si habitara en una superficie repleta de espejos. Un día, caminando sobre Insurgentes y San Luis Potosí, cerca del Mama Rumba, un hombre me gritó desde el otro lado de la calle, estacionó su coche en una esquina, dejándolo con las intermitentes encendidas, cruzó Insurgentes, corriendo hacia mí… temí lo peor. Al llegar y observar con detenimiento mi rostro, me dijo: “Ay, perdón, estaba segurísimo que eras alguien más. ¿No eres José Luis, verdad?”

Cuando me ocurren este tipo de cosas me siento perdido, como si hubiese extraviado algo. Como si el desdoblamiento imaginario me arrebatara una parte de la vida. Un día me ocurrió un encuentro extraño que ya he relatado en otro lugar. Fue en el metro, esa morada de la casualidad, es decir ese azaroso lugar donde vive y se cifra el destino. Ambos andenes se encontraban atestados de personas en espera de sus respectivos convoyes. Supongo que entre el calor y el hedor de los cuerpos arrejuntados, uno pierde toda referencia individual. La multitud desvanece las particularidades, la personalidad queda consumida. Por unos segundos pude verme, de frente, como en un espejo. Antes de la llegada del tren estaba ante mí, del otro lado de las vías, mi alter ego, dispuesto a desaparecer rumbo a Cuatro Caminos. Mientras me dirigía hacia Tasqueña, luego de perder su cuerpo entre la multitud y los vagones, imaginé a mi otro yo viviendo mi exacta vida en sentido contrario.


Cuando conoció esta historia, un amigo me mandó el siguiente relato:

* * *

El monstruo en el espejo

A Jez, el verdadero autor.

Entro al metro con una sensación borgeana en el estómago. Tengo el presentimiento de que me adentro en un laberinto y de que es posible que me pierda entre los túneles, o que mi tren quede atrapado en uno que constituya una circunferencia perfecta y me vea condenado a viajar eternamente. Pasando el torniquete me doy cuenta de que el laberinto es de caras, una marea de rostros en la que la propia identidad se pierde para dar paso al enjambre, una sola entidad moviéndose a su propio compás.
En el andén espero. Naturalmente, el tren está atrasado y eso me da oportunidad de observar a los de enfrente, que también aguardan nerviosos. Del otro lado está más vacío, una regla básica de la mala fortuna, como el pan que siempre cae del lado de la mermelada. Mi vista recorre de rutina las faces apuradas, ojos en los relojes y cabezas que se inclinan para dirigirse expectantes hacia la boca del túnel, invocando con su mirada magnética la aparición de los vagones. De pronto me detengo. Justo frente a mí, cara a cara… ¿podrá ser? Los lentes, la cola de caballo, el saco parchado… todo me delata: soy yo mismo. Me mareo. Pienso que mi mente exagera la desindividuación, que proyecta la identificación con la manada y la materializa en un cualquiera. Pero un nuevo vistazo no desaparece el espejismo, ahí está él, yo, negándome la duda. Tiene la misma expresión que el resto, se remuevo en su sitio, meto las manos a las bolsas, muevo una rodilla en dieciseisavos. Tan subsumido en su realidad que no me noto de este lado, observo al resto de sus compañeros de orilla, ignorante de ser objeto de más profundo examen. Mis mismos gestos los ve el que está del otro lado, el que entré con una sensación borgeana en el estómago. Veo, y él tras de mí, a una mujer sobresaliente, “Qué guapa” piensa. Siempre el mismo desencuentro, miles de féminas que son la misma por ser tan irreales como yo y el otro, carentes de estatuto ontológico hasta ser escupidos de vuelta por los torniquetes. Pero no hay tiempo para metafísica, se impaciento, toma el portafolios para apresurar la entrada a un espacio que aún no llega. Lo dejo de nuevo, no hay caso, otra vez el metro lo ha dejado plantado. Maldigo y desespera al mismo tiempo; ése que soy él se ríe sin que me entere, me creo tan divertido visto desde fuera que olvida su propia prisa. El reloj se mueve lentamente, y yo viéndolo, piensa que por lo menos los demás deberían ir al mismo ritmo.
Un silbato providencial lo distrae: las sierpes rodantes se acercan. Todavía alcanza a volverme a ver, calculando el sitio exacto en el que se detendrá la puerta. Subimos en direcciones opuestas, y tiene miedo de chocar consigo mismo entre la multitud. Al arrancar le viene la desagradable sospecha de que vive en sentido contrario, y que quizá sea el otro el que vaya en la dirección correcta. Yo, no me inmuto.

Hugo López Araiza Bravo
8 de septiembre de 2009

* * *

Mañana iré nuevamente al cine o saldré a recorrer calles en bicicleta, abriré un periódico sentado en un parque y voltearé a ver a los conductores de otros autos cuando me halle en el tráfico. Si vuelvo a encontrármelo, esta vez (quizá esta vez) lo increparé, le preguntaré qué es de su vida, cuál es el sentido de esta persecución, porqué las bifurcaciones y las réplicas. Y quizá con ello (tengo la esperanza) me abandone esta sensación de poseer dos vidas, esta ansia esquizofrénica en donde yo soy el único que siempre se halla fuera.

7 de noviembre de 2010

Michaux, ¿un diario?


No sé si Henri Michaux escribió un diario. De ser así, me encantaría leerlo. Estuve revisando El pulso de las cosas, un libro que me regaló Sergio Ugalde. Al pasar sus hojas me fui percatando del estilo sencillo y confesional que tienen algunos de sus poemas, un estilo tan cercano al que encontramos en algunos diarios. Además, están ahí los temas y recursos constantes del diarista. Entre otros:

1. La dificultad para nombrar la enfermedad:
“Volviendo la espalda, partí. No dije nada. Yo tenía el mar en mí, el mar eternamente a mi alrededor. ¿Qué mar? He aquí lo que me sería bien difícil precisar”.

2. La impostura del doble:
“El que está solo, por la noche, se vuelve contra la pared para hablarte. Conoce las cosas que te animaban. Viene a compartir contigo su día. Ha mirado con tus ojos. Ha escuchado con tus oídos. Tiene siempre algo que contarte”.

3. La escritura aforística:
“Los años pasaron a nuestro favor, no contra nosotros”.

4. Las referencias a la memoria como implacable destino:
“Árida, mi vida se reanuda. Pero no me repongo. Mi cuerpo se dilata en tu cuerpo delicioso y en mi pecho hay antenas plumosas que me hacen sufrir con el viento de la retirada. La que ya no es regresa, y su ausencia devastadora me invade y me engulle”.

5. Los momentos de impaciencia o delirio:
“Dime , ¡cuál es el secreto de todo esto?”

6. El apunte epistolar y la reflexión lírica:
“Te escribo desde el fin del mundo. Es necesario que lo sepas. A menudo tiemblan los árboles. Recogemos las hojas. Tienen una increíble cantidad de nervaduras. ¿De qué sirve? Nada queda entre ellas y el árbol”.

7. El diálogo con la ausencia:
“¿No me responderás algún día?”

8. La escritura como redención de la culpa:
“También existen movimientos subterráneos, y en la casa cóleras que vienen a enfrentarte, como seres despiadados que quisieran arrancarte confesiones”.

Tengo una amiga que traduce a Michaux, quizá ella sepa si alguna vez escribió un libro que pueda sumar a mi colección de diarios.