Resulta que las personas me observan en sitios y no me saludan. O lo contrario: se acercan a sujetos que al final resultan no ser yo. La sensación constante de estar en otra dimensión me persigue. Alguien me cuenta que estuvo a las mismas horas que yo en cierto lugar y ninguno de los dos cruzó los ojos con el otro. Habito un paraíso donde mis pares no existen, del que mis afines están excluidos. Sólo me rodean extraños.
También hay otras formas de la vida doble. Por ejemplo, el viernes fui a ver Somewhere, de Sofía Coppola en la Cineteca Nacional. Hace un rato una amiga me escribió que me vio aquel día, pero iba a lo lejos y yo estaba a punto de subir a mi automóvil. También me dijo que tuvo una sensación extraña, como si yo me hallara por alguna razón en otro mundo. Otra amiga más me vio en el mismo sitio, todavía en la sala, desde unas filas más atrás de donde yo observaba la cinta. Me llamó por mi nombre al terminar la película, pero no la escuché. Esperaba verme afuera, pero me esfumé rápido. Eso dijo. De todo esto yo no me percaté en un solo momento. No sé si yo soy el fantasmal o es el mundo que me rodea.
En algún lugar de la ciudad alguien, estoy seguro, revisa mis pasos, los imita o los mejora. Muchos me han hablado de mi doble. “Te vi en La Botica, pero no me pelaste cuando te hice señas”. Sé que soy despistado, pero suelo tener buena memoria y recuerdo haber estado en otro lugar, en algún lugar distinto de la ciudad. De pronto pienso que es esta ciudad la que me juega quimeras de la reproducción, la que me hace vivir este desdoblamiento, como si habitara en una superficie repleta de espejos. Un día, caminando sobre Insurgentes y San Luis Potosí, cerca del Mama Rumba, un hombre me gritó desde el otro lado de la calle, estacionó su coche en una esquina, dejándolo con las intermitentes encendidas, cruzó Insurgentes, corriendo hacia mí… temí lo peor. Al llegar y observar con detenimiento mi rostro, me dijo: “Ay, perdón, estaba segurísimo que eras alguien más. ¿No eres José Luis, verdad?”
Cuando me ocurren este tipo de cosas me siento perdido, como si hubiese extraviado algo. Como si el desdoblamiento imaginario me arrebatara una parte de la vida. Un día me ocurrió un encuentro extraño que ya he relatado en otro lugar. Fue en el metro, esa morada de la casualidad, es decir ese azaroso lugar donde vive y se cifra el destino. Ambos andenes se encontraban atestados de personas en espera de sus respectivos convoyes. Supongo que entre el calor y el hedor de los cuerpos arrejuntados, uno pierde toda referencia individual. La multitud desvanece las particularidades, la personalidad queda consumida. Por unos segundos pude verme, de frente, como en un espejo. Antes de la llegada del tren estaba ante mí, del otro lado de las vías, mi alter ego, dispuesto a desaparecer rumbo a Cuatro Caminos. Mientras me dirigía hacia Tasqueña, luego de perder su cuerpo entre la multitud y los vagones, imaginé a mi otro yo viviendo mi exacta vida en sentido contrario.
Cuando conoció esta historia, un amigo me mandó el siguiente relato:
* * *
El monstruo en el espejo
A Jez, el verdadero autor.
A Jez, el verdadero autor.
Entro al metro con una sensación borgeana en el estómago. Tengo el presentimiento de que me adentro en un laberinto y de que es posible que me pierda entre los túneles, o que mi tren quede atrapado en uno que constituya una circunferencia perfecta y me vea condenado a viajar eternamente. Pasando el torniquete me doy cuenta de que el laberinto es de caras, una marea de rostros en la que la propia identidad se pierde para dar paso al enjambre, una sola entidad moviéndose a su propio compás.
En el andén espero. Naturalmente, el tren está atrasado y eso me da oportunidad de observar a los de enfrente, que también aguardan nerviosos. Del otro lado está más vacío, una regla básica de la mala fortuna, como el pan que siempre cae del lado de la mermelada. Mi vista recorre de rutina las faces apuradas, ojos en los relojes y cabezas que se inclinan para dirigirse expectantes hacia la boca del túnel, invocando con su mirada magnética la aparición de los vagones. De pronto me detengo. Justo frente a mí, cara a cara… ¿podrá ser? Los lentes, la cola de caballo, el saco parchado… todo me delata: soy yo mismo. Me mareo. Pienso que mi mente exagera la desindividuación, que proyecta la identificación con la manada y la materializa en un cualquiera. Pero un nuevo vistazo no desaparece el espejismo, ahí está él, yo, negándome la duda. Tiene la misma expresión que el resto, se remuevo en su sitio, meto las manos a las bolsas, muevo una rodilla en dieciseisavos. Tan subsumido en su realidad que no me noto de este lado, observo al resto de sus compañeros de orilla, ignorante de ser objeto de más profundo examen. Mis mismos gestos los ve el que está del otro lado, el que entré con una sensación borgeana en el estómago. Veo, y él tras de mí, a una mujer sobresaliente, “Qué guapa” piensa. Siempre el mismo desencuentro, miles de féminas que son la misma por ser tan irreales como yo y el otro, carentes de estatuto ontológico hasta ser escupidos de vuelta por los torniquetes. Pero no hay tiempo para metafísica, se impaciento, toma el portafolios para apresurar la entrada a un espacio que aún no llega. Lo dejo de nuevo, no hay caso, otra vez el metro lo ha dejado plantado. Maldigo y desespera al mismo tiempo; ése que soy él se ríe sin que me entere, me creo tan divertido visto desde fuera que olvida su propia prisa. El reloj se mueve lentamente, y yo viéndolo, piensa que por lo menos los demás deberían ir al mismo ritmo.
Un silbato providencial lo distrae: las sierpes rodantes se acercan. Todavía alcanza a volverme a ver, calculando el sitio exacto en el que se detendrá la puerta. Subimos en direcciones opuestas, y tiene miedo de chocar consigo mismo entre la multitud. Al arrancar le viene la desagradable sospecha de que vive en sentido contrario, y que quizá sea el otro el que vaya en la dirección correcta. Yo, no me inmuto.
* * *
Mañana iré nuevamente al cine o saldré a recorrer calles en bicicleta, abriré un periódico sentado en un parque y voltearé a ver a los conductores de otros autos cuando me halle en el tráfico. Si vuelvo a encontrármelo, esta vez (quizá esta vez) lo increparé, le preguntaré qué es de su vida, cuál es el sentido de esta persecución, porqué las bifurcaciones y las réplicas. Y quizá con ello (tengo la esperanza) me abandone esta sensación de poseer dos vidas, esta ansia esquizofrénica en donde yo soy el único que siempre se halla fuera.
Ahora entiendo por qué no respondes cuando te he llamado al encontrarte por casualidad en la calle. La próxima vez, ¡házme caso José Luis!
ResponderEliminarUn saludo, n.
Jajaja. Te mando un abrazo Montse.
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