16 de diciembre de 2009

Pasión y moral

No tengo respuestas, sólo preguntas. ¿Hay verdad en el deseo?, ¿hay verdad en el deseo cuando éste surge de la carencia? La cuestión me atormenta en estos días. Junto con otras: ¿Cuándo el deseo se vuelve lujuria? ¿Puede ser lo ilícito un ámbito que genere algo más sólido que ilusión pasional? ¿Qué tan válido es tomar decisiones morales a partir de lo que dicta el cuerpo? Oscar Wilde, con su genial encanto, nos dejaba sin salida ante estas cuestiones: “Dios castiga al hombre de dos maneras: negándole sus deseos y concediéndoselos”.

Supongo que mis dudas tienen que ver con cómo sobrevive o no la moral frente a la pasión. De pronto concibo la relación entre ambas como la de una telaraña sometida al viento. Poco a poco la pasión con su fuerza irrefrenable va creando pequeños orificios, huecos, a manera de poros, como si la moral fuese una piel a la cual la van atravesando un montón de dudas, sensaciones aparentemente profundas: es el deseo. ¿La erosión tiene fin? ¿Puede reconstituirse aquella membrana que nos daba dirección en el mundo, o algún sustento al menos?, ¿La pasión es un hueco, es un vacío? ¿Surge acaso del vacío? Clarice Lispector describe el asunto con la metáfora de la construcción que se desploma: “Como en un edificio donde, de noche, todos duermen tranquilos, sin saber que los cimientos fallan y que, en un instante no anunciado por la tranquilidad, las vigas van a ceder porque la fuerza de cohesión está lentamente disociándose un milímetro por siglo”.

Y claro, perderse por una pasión siempre es taquillero, puede elogiarse la insensatez de quemar naves, la maravilla de dejar todo el ayer, se trata de un vértigo a veces irrefrenable que nos saca de nosotros, nos vuelve otros, nos muestra un rostro diferente frente al espejo. El asunto es que puede tratarse de un reflejo banal, una máscara a su vez, una ilusión, y entonces, ya tarde, nos damos cuenta cómo el vértigo nos llevó al extravío insano, al daño gratuito. Por supuesto, estoy divagando. Quizá lo que busco decir es que el deseo no debería excluir la moral de por sí, que en todo caso el deseo debería volverse una pasión moral. Sólo así seríamos capaces de asumir las consecuencias de nuestros actos, cuando adquirimos claridad sobre los valores que elegimos y sustentamos (sean éstos los que sean). Hay que hacerle caso a Chesterton: “Sostengo que un hombre debe estar cierto de su moralidad por la sola razón de que ha de sufrir por ella”.

15 de diciembre de 2009

De la conversión

Necesito encontrar una forma de lidiar con el mal. No el mal de los otros, que se halla disperso alrededor, fuera de uno, a veces cerca o lejos; sino el mal propio, el que uno carga al interior: el rencor, la venganza, la traición. En mi caso tiene que ver con las cargas del pasado, los actos inconsecuentes, la culpa. Quisiera saber cómo se logra sanar ello. Quizá por eso me ha rondado tanto en los últimos meses, pero sobre todo en estos días, la idea de la conversión, acaso porque se trate de una forma de redención y perdón. La posibilidad de ser otro o recobrar aquello que fuimos. No es que uno deje del todo de ser quien fue, pero pareciera que cuando la inocencia se quiebra, se vuelve necesario, en algún momento, recobrarla de algún modo.

Obviamente no estoy hablando aquí del mal radical, aquel que emana de la voluntad fanática y consciente de destruir al otro simplemente por ser diferente. Me refiero al mal íntimo (que acaso no es uno sólo, pero cada quien poseemos), hablo de esos lados oscuros, destructivos, quizá demoniacos. Justo creo que, en principio, parte del camino está en no demonizar aquello que existe en uno mismo. “El primer paso a la esperanza es el reconocimiento del horror” escribió Heiner Müller. Y el horror no son los otros (como creyó Sartre); el infierno es uno mismo y para lidiar con él supongo que hay que aprender a amar las propias tinieblas. Dejar la superioridad moral de lado y comenzar a darle otra carga a los actos que uno mismo considera viles, despreciables o repugnantes en los otros, pero que cualquiera somos capaces de cometer en circunstancias determinadas. Entender que la equivocación y el desvarío son pesadas cargas, pero a fin de cuentas cargas humanas, que el mal es una pulsión negativa pero vital, un principio oscuro y quizá por lo mismo movilizador. Quizá sólo a partir de ahí puede comenzarse a afrontar el mal cometido y empezar a buscar puertas que nos saquen del averno.

¿Cómo definiría mi infierno personal? Quizá con otra pregunta: ¿cuánto se puede vivir escondiendo algo que pesa o avergüenza? Alan Pauls hablaba en una ocasión sobre el síndrome del impostor: el temor a ser desenmascarado, a ser descubierto. Eso es algo que tuve mucho tiempo. Sé que al principio el ocultar una parte de la vida puede ser hasta emocionante, pero con el tiempo deja de serlo y se vuelve cruda tortura, desazón, desencanto de uno mismo. Y claro, todo lo que se oculta resurge como síntoma: una mueca en la mirada, luchar contra el renacido insomnio, prender sencillamente un cigarrillo –señales casi imperceptibles, pero contundentes. ¿Cómo hacer para no multiplicarlas y acumular una sobre otra?

En su Diario de duelo, Roland Barthes se pregunta si el duelo que vive por la muerte de su madre constituye una enfermedad. “¿De qué quieren que me cure? ¿Para encontrar qué estado, qué vida?”. En una anotación se responde que no se trata de volver a ser el mismo, de restituir la salud perdida, sino que se trata de dar a luz a un ser moral, a un sujeto de valor, a partir de la experiencia vivida. Sus palabras me remiten de nuevo a una noción religiosa: la clave no está en ‘recuperarse’ y ‘superar’ el pasado, sino en resucitar, en volvernos otros. Otra vez la idea de la conversión. En San Juan 14,3 se enuncia así: “Quien busca renacer, resucita”.


Hay muchas historias de conversión que llaman mi atención. Las que me vienen a la mente ahora provienen del cine. En La misión de Roland Joffé, un cazador de esclavos, el capitán Rodrigo de Mendoza (encarnado por Robert De Niro), cumple una penitencia por haber matado a su hermano, a causa de una traición filial. Todo ocurre en el siglo XVIII, durante la época de las reformas borbónicas, cuando los jesuitas estaban por ser expulsados del imperio español y a las Misiones les llegaba la hora de la desaparición. La escena en la cual el traficante de esclavos arrastra un bulto que contiene su armadura y sus armas, en medio de acantilados selváticos y lodosos, hasta llegar a la Misión en que se refugiaban los indígenas guaraníes, resulta muy simbólica. Cuando parece que recibirá como castigo la venganza de uno de los indígenas (anteriormente víctimas predilectas de Mendoza para el comercio esclavista), en lugar de ello el guaraní corta con el cuchillo el bulto que viene cargando: es el otro el que literalmente lo libera del peso de su pasado y de sus culpas. Con el tiempo el ex mercenario se volverá padre jesuita.

Muchas otras historias de conversión no eclesiástica resultan atractivas por el tratamiento tan sutil que plantean sus directores, sobre todo pensando que en todas ellas la voluntad de cambio ocurre en situaciones límite. En La vida de los otros de Florian Henckel, un espía evita delatar a quienes según la moral del régimen ejercen actividades subversivas. La razón: lo han cautivado justo esas pasiones sediciosas (la literatura, la música…), a grado tal que termina, de algún modo, recibiendo el castigo que les habría correspondido a los que protege. Algo similar ocurre en una hermosa película de Eytan Fox, Caminando sobre el agua, donde la conversión surge de la amistad y es doble (de ideología política y de preferencia sexual), y en donde a la memoria del Holocausto judío se le otorga una alternativa de solución redentora, no basada en la venganza o la lógica de la victimización. Por otra parte en la opera prima de Nicole Kassell, The Woodsman (tan mal traducida como Un crimen inconfesable), la conversión se da en una escena que deja al espectador al mismo tiempo perturbado y conmovido: a punto de reincidir, un pederasta se detiene ante el relato de una niña que está dispuesta a satisfacerlo… como lo hace con su padre. Es en ese preciso momento cuando la conciencia del mal provoca la conversión.

Supongo que escribo esto para convencerme de que uno puede recobrar paraísos extraviados, para decirme que es posible volver a casa. ¿Cómo saldar las culpas, entonces? ¿Cómo lidiar con ese pasado en que padecí el síndrome de la impostura? Hay una escena recurrente en las películas de Wong Kar-Wai que me parece fascinante y acaso ofrece alguna respuesta. Tal escena, en todas sus variantes, sintetiza buena parte de su propuesta estética: un hombre con un secreto inconfesable debe ir a un lugar sagrado (las ruinas de Angkor Vat de Camboya en Deseando amar, el faro de Ushuaia al sur de Argentina en Happy Together o ese lugar ficticio en el que se recuperan los recuerdos perdidos en 2046) para dejarlo ahí, liberarse del secreto, no necesariamente contándolo al mundo. Me parece que hay una ética de la discreción en eso. Para Wong Kar-Wai, la búsqueda de redención es religiosa, no psicoanalítica: soltamos el lado oscuro del pasado a través de la confesión privada y el llanto liberador, y en esa experiencia el futuro reverdece.


René Char lo dijo a su manera: “Mantén cara a los demás lo que a solas te prometiste. Allí está tu contrato”. Cuando se vive una tristeza profunda derivada de secretos y simulaciones, quizá el ideal sea el de la transparencia: vivir de forma tal que todo lo íntimo pueda volverse público. Si en algún momento del pasado no fue así, comenzar a hacerlo en lo inmediato. Sería ésta una manera en que la escisión entre ser y parecer no se ahondase, de que ese abismo (que es herida) vaya acercando sus paredes.

En el fondo mi deseo es creer que cuando dos logran compasión, sentir el dolor del otro, acaso pueden renacer y salvarse.

Costos demoníacos

No dejar de escuchar los demonios interiores, ya no como alicientes sino como previsoras alertas. Es decir: andar con cautela. Cuando Sócrates se refería a algún demonio (daemon) no hablaba desde la tradición judeocristiana tan concentrada en la culpa. Se refería a aquella suerte de voces interiores que constituían intermediaciones entre los hombres y los dioses. En cualquier caso podían asumirse como advertencias frente a los posibles actos que nos alejasen del bien, de la virtud. “Difícil es luchar contra el deseo, lo que éste quiere el hombre lo paga con el alma”, escribió Heráclito. No me queda duda de que, a pesar de los aprendizajes, el costo es carísimo y la rehabilitación demasiado larga.

14 de diciembre de 2009

Tarde

Ambivalencia de estar. Búsqueda sin hallazgos. Confusión.

Para vivir otra vida

Me encantaría ver un ciclo de cine que llevase como tema la idea de volverse otro, la cuestión de la conversión. El argumento de las películas que se incluirían tendría la siguiente línea de acción básica: alguien tiene una intención destructiva (hacerle daño a otro) o la representa, pero por algún suceso inesperado su percepción del mundo se modifica y termina no sólo comprendiendo el espacio vital del otro, sino incluso tomando su lugar o convirtiéndose en él. Acá una lista de las películas que imagino en ese ciclo, el cual podría titularse “Volverse otro (Conversiones)”:

Walk on water (Caminando sobre el agua), de Eytan Fox
Das Leben der Anderen (La vida de los otros), de Florian Henckel
The mission (La misión), de Roland Joffé
Dances with wolves (Danza con lobos), de Kevin Costner
The crying game (Juego de lágrimas), de Neil Jordan
The Woodsman (Un crimen inconfesable), de Nicole Kassell

12 de diciembre de 2009

Sin lugar

No veo salvación. Observo con horror el mundo. Me cuesta trabajo la presencia de los otros, aquellos que habitan en sus universos intactos.

10 de diciembre de 2009

Tertuliano y el perdón

“¿Quieres ser feliz por un instante? Véngate. ¿Quieres ser feliz para siempre? Perdona” (Tertuliano)

Todorov, Arendt y el perdón

De los opuestos, venganza y perdón son disonantes pero difíciles de asir en la práctica cotidiana. Algo parecido a lo que ocurre con la culpa y la responsabilidad. Al reflexionar sobre los usos que le damos al pasado Todorov hacía una distinción entre la memoria literal y la memoria ejemplar. La primera “convierte en insuperable el viejo acontecimiento, desemboca a fin de cuentas en el sometimiento del presente al pasado. El uso ejemplar, por el contrario, permite utilizar el pasado con vistas al presente, aprovechar las lecciones de las injusticias sufridas para luchar contra las que se producen hoy día, y separarse del yo para ir hacia el otro”. Hannah Arendt dice algo igual de significativo. Según su visión mientras la venganza mantiene la conexión con el acto, el perdón nos libera de aquel. "El acto de perdonar es la única reacción (…) no condicionada por el acto que la provocó y por tanto, liberadora de sus consecuencias, tanto para el que perdona como para el perdonado". Repetírmelo una y otra vez.

Albor

“Como en el cielo, toda negrura engendra inevitablemente luz” (Luis Britto García).

9 de diciembre de 2009

Vida nueva

Para Barthes, encontrar una Vita Nova supone “discontinuar” las inercias, trabajar en contra de los impulsos que nos llevaron a la pérdida de la conciencia moral. Según él, para lograrlo, hay dos vías que son contradictorias entre sí:

“1) Libertad, Dureza, Verdad (volver a lo que yo era)” o
“2) Laxismo, Caridad (acentuar lo que yo era)”.

Aún no me queda claro cuál es el camino por el que ando.

8 de diciembre de 2009

Inquietud

El duelo sería mejor porque ahí la certeza aparece como algo total, por aquello ante lo que ya no se tiene miedo (puesto que lo peor ya ha ocurrido y es irreversible). En cambio, esta duda, las perplejidades cotidianas, los titubeos constantes y la fragilidad de la vida en su conjunto, pareciera no tener fin. La pérdida sí, se vuelve aceptable; pero sola, la herida, no es la paz de los sepulcros. Si tan solo la inquietud fuese seña de esperanza y no de sospecha.

6 de diciembre de 2009

Tarde dominical con Angélica María

En medio de horas tristes, veo una película malísima. Lleva por título "Cinco de chocolate y uno de fresa" y es protagonizada por Angélica María y Fernando Luján. El argumento es pobrísimo, pero el resumen que trae la miniguía de Cablevisión lo intensifica y hasta lo vuelve atractivo: "Una novicia come unos hongos especiales y cambia de personalidad actuando como una alocada joven sicodélica". Navegando la red me encuentro un agregado jocoso: "Unas monjas superiores que la vieron cambiar no dan crédito a lo que ven sus ojos". Puestas las cosas así, resulta casi obvio que haya sido filmada en 1968 y que José Agustín participara en el proyecto. Con ojos permisivos y relajientos, pueden realmente disfrutarse algunas de las escenas que incluye la cinta:

1) Angélica María y sus secuaces toman Radio Mil a punta de pistola (las armas son de juguete). La protagonista aprovecha para cantar una canción cuyo estribillo más memorable es el siguiente: "Tal vez me entregues tu amor y tu corazón... en prisión".

2) Para entrar a la Sociedad protectora de animales y "liberar" a diversas especies (entre ellas un mono, varios flamingos y una vaca) Angélica María se pone a ladrar.

3) Luego de secuestrar y pedir rescate por el Presidente de la Asociación de Banqueros, Angélica María devela el lugar de la casa de seguridad. Al colgar, el jefe de policía ordena: "Hay que conseguir permiso para bombardear el Desierto de los leones; esa cabaña debe ser la guarida de una organización criminal internacional".

4) Todas aquellas en las cuales Angélica María encarna a la mujer maravilla autóctona: vestidos brillantes, botas amarillas y capas rojas o de colores.

Al terminar de ver la película, pienso que el cine mexicano al menos sirve para consolar las tardes agüitadas. Para mayor admiración dejo acá el nombre del director: Carlos Velo (también director de "El medio pelo", "Pedro Páramo" y "Felipe II y el Escorial"). Además, un video en que puede apreciarse la audacia (entre ridícula y fascinante) de la imaginación mexicana:

28 de noviembre de 2009

Chillida Leku

Otro par de citas, esta vez del escultor vasco Eduardo Chillida, extraídas del Diario de viaje que llevé mientras anduve por España:

Pasamanos o peldaños


Dejo acá cuatro citas que en estos días rondan mi cabeza como si se tratara no de oráculos, sino de los peldaños de una escalera por la cual salir de un cuarto tapiado. O como si fuesen los eslabones firmes de un pasamanos imaginario que acaso puedan transladarme a un sitio que me impida caer del todo, y al mismo tiempo sentir que sigue siendo posible volar:

1. “Si el hombre a veces no cerrara soberanamente los ojos, terminaría por no ver ya lo que vale ser mirado” (René Char)

2. "No olvidar que el error muchas veces se había convertido en mi camino. Siempre que no resultaba cierto lo que pensaba o sentía, entonces se producía una brecha. Y si antes hubiese tenido valor, ya habría entrado por ella. Más siempre sentí miedo del delirio y el error. Mi error, no obstante, debía ser el camino de una verdad: pues únicamente cuando me equivoco salgo de lo que conozco y entiendo. Si la verdad fuese aquello que puedo entender, terminaría siendo una verdad pequeña, de mi tamaño. La verdad tiene que estar en lo que jamás podré comprender” (Clarice Lispector)

3. “Di lo mejor de mí cuando me dejaron” (James Joyce)

4. "No tenemos ninguna razón para desconfiar de nuestro mundo, pues no está contra nosotros. Si tiene espantos, son nuestros espantos; si tiene abismos, esos abismos nos pertenecen; si hay peligros, debemos intentar amarlos. Y si orientamos nuestra vida solamente según ese principio que nos aconseja que nos mantengamos siempre en lo difícil, entonces lo que ahora se nos aparece todavía como lo más extraño, se hará lo más familiar y fiel nuestro... ¿Por qué excluir de la vida ninguna intranquilidad, ningún dolor, ninguna melancolía...?” (Rainer Maria Rilke)

27 de noviembre de 2009

Juan José Reyes sobre "Sentido de fuga"

Dejo aquí la reseña sobre mi libro Sentido de fuga. La ciudad el amor y la escritura que apareció en en Siempre! el pasado 9 de agosto de 2009.
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La ciudad inatrapable
Juan José Reyes

La ciudad, como antes los mares, tiene poder para que quienes cruzan por ella o la habitan no puedan controlar su impulso de interpretarla o al menos de registrar los hechos o los sueños o las sensaciones o los sentimientos que ella misma suscita. Es sitio de aventuras y de pasmos, de sobresaltos y monotonías, de dramas y de fiestas, de seguros amores, de traiciones, de corrupciones y de esperanzas, de aliento y camaradería, de susto y duelo, de deseos y cicatrices del deseo. Hacen crónica de la ciudad sobre todo los jóvenes escritores, remarcando su impulso de poseerla y su certeza de que es inatrapable y por eso mismo tan seductora.
Con este libro Jezreel Salazar, nacido en 1976 en la Ciudad de México, ganó el Premio de Crónica Urbana que cada año otorga la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Tal es un premio joven que rápidamente va ganando fuerza, a juzgar por los trabajos de sus ganadores (el primero de ellos es un libro espléndido de Magali Tercero). El de Salazar también es un magnífico conjunto de textos que muestran tanta sorpresa ante el mundo chilango como ilusión y desencanto, siempre desde una firme capacidad de expresar lo que se registra. Aquella firmeza da soltura a la prosa de Salazar, bien construida, fluida, en ocasiones brillante.
Y más allá del registro de los hechos, o más acá, desde el fondo mismo del autor y de esos hechos, surge una mirada que todo lo condensa y que muy probablemente puede ser compartida por todos los lectores o por un buen número de ellos. Escribe Salazar por ejemplo: “Sí, la ciudad es un dolor del que no podemos librarnos, un lazo que no poseemos pero del que formamos parte, la trampa de la que es imposible escapar: un sino, una condena. Como en la historia de Edipo, la amamos pero nuestro amor la llevará a la muerte. Somos sus hijos y estamos condenados al matricidio erigido sobre el deseo y el cariño. Es verdad. No le tenemos compasión”.
No nos tenemos compasión, pudo escribir el autor. Y no lo hacemos porque al parecer no podemos ya mirarnos en nuestro propio espejo. Cuando lo hacemos nos hallamos perdidos, solitarios en la muchedumbre… a menos que tomemos la palabra y emprendamos el camino del recuerdo de lo inmediato, como tan bien ha hecho el mismo Salazar.

Jezreel Salazar, Sentido de fuga (La ciudad, el amor y la escritura). México, Universidad Autónoma de la Ciudad de México (Crónica Urbana), 2009; 180 pp.

24 de noviembre de 2009

Recuerdos de España


Me hubiera gustado recorrer ciertas calles españolas con un ipod pegado a la cintura. En los oídos, un jazz de Coltrane o la voz-imán de N. Simone. A través de los ojos, el río de imágenes corriendo de prisa. ¿Habrían sido otras las ciudades así vistas? No lo sabré. Pero ciertos matices de los rostros, de las casas, incluso del aire, se abrían acentuado –intuyo. Y quizá, sólo quizá, mi nostalgia sería menor, y no este río que avanza, imponderable, hacia el mar.

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España te exige un compromiso. Como diría Polo, ser un radical. Hablar de la vida desde el amor y viceversa. Pero ¿cómo ser radical, en medio de tantos matices? ¿Cómo no serlo cuando la vida tiene ese poder eficaz para volvernos insectos petrificados en una telaraña de humo?


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Preguntas que provoca el desplazamiento. ¿Cómo lee los nombres propios de mi país un ruso, un chino o un eslovaco? ¿Equivale “José” a “Fedor”? ¿”Eduardo” es tan común como “Lin” o “Chiang”? ¿Alguien tendrá la misma extrañeza al leer “Elizondo”, como yo la experimento al escuchar “Denisovich”?

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Abrir los brazos, soltarlo todo. La generosidad es un modo de liberación. ¿Cómo corresponder cuando las manos a uno le pesan tanto, cuando el miedo es el soberano del cuerpo interior, cuando uno sueña que no puede moverse, ni soltar un golpe, ni acceder a ningún tipo de defensa?
¿Cómo hablar de la vida luego de estar tanto tiempo aferrado al letargo? ¿Se puede adentrar uno al pasado como si fuese diáfano fluir y no el fragmentario discurrir de un sueño acaso pesadillesco y que nos despierta envueltos en sudor y enardecidos en medio del grito?

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Vi una luz. No. Una forma de la luz. Un tipo de iluminación distinta. En ella los objetos adquirían otra presencia. No exactamente la sensación onírica que todo lo matiza en suaves penumbras y nubes bajas. Se trataba de brillo y otra opacidad. En el Parque del Retiro ese quebrantamiento de mis ojos mexicanos vivió su esplendor al caer la lluvia, esa que empapó toda mi ropa recién lavada…

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Chorizo en salsa de vino. Un restaurante en Córdoba a media luz. Velas que salen de pronto por todos lados para iluminar cada una de las mesas y la escena en su conjunto. Los meseros se apresuran. Un corto en el restaurante ha propiciado que nos quedemos en penumbras. Como si el ambiente semi-iluminado de las calles penetrara este sitio. O, por el contrario, como si algún fenómeno sobrenatural nos arrebatase, nos transportara afuera, en medio de la calle, donde un sujeto que destila vino espera rebanar el alba mediante cuchillos. Mientras tanto, seguimos tú y yo, apeteciendo esa noche plagada de siluetas.

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Fui extraño, extranjero en aquel mundo. ¿Qué definía mi identidad en ese espacio ajeno? ¿Qué le daba continuidad a mis pasos en medio de territorios anónimos? Acaso algunos objetos que no dejaron de acompañarme: una mochila, mi cuaderno de apuntes, la cámara, mis zapatos… ¡ah!, y algo que no se separó nunca de la bolsa de mi pantalón: mi pasaporte. Siempre estuvo ahí, pegado al cuerpo, hasta convertirse en una extensión, una forma del sostén. Como el bastón (la tercera pierna de G. H.) que provee confianza más que fortaleza. Sí, el pasaporte en el bolsillo se convirtió pronto en otra cosa. Ya no la cartilla de identidad solamente, sino la seguridad prestada, el paliativo del extrañamiento. Un vínculo de mí mismo con otro lugar. La certeza de que, más allá del anonimato, poseía un rostro único, una huella digital inimitable, pero sobre todo, un origen, un lugar que esperaba mi regreso. De modo que cada vez que la soledad o la incertidumbre angustiaban mi pensamiento, el tic de acercar la mano al bolsillo de mi pantalón me tranquilizaba, y en cierta forma verdadera, simplemente me salvaba.

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Las monedas como una tiranía de la diferencia. El tipo de cambio reduce la fortuna de estar en otro lugar. La magia del extranjero, que vive el que pisa las calles ajenas, tiene precio. Un preciso valor, un costo injusto. Al llegar a casa esto se volverá más visible que nunca.

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¿Recobrar la inocencia perdida? ¿Es posible eso? Ser aquel y no éste, darle un giro a la respiración, abrir las manos y no sentir que abrazo con roces tibios... Desconocerse: eso me ocurre. Saberme rajado por el ayer y sus errores fatuos. Acaso por eso vuelvo, en la memoria, a aquel idilio que fue estar caminando por Toledo y entrar a su catedral; aquellos eran pasos que no traían consigo incertidumbre, anuncios insensatos, llaves perdidas. Recuerdo ahí, haber sentido un nudo de piedra atrás de la lengua y creer que era posible sacar el pecho para dejar que el silencio vibrase fuerte en el corazón. ¿Extravié aquello para siempre o tiene remedio? ¿El desamor es más que dicha postergada, constancia inolvidable de la culpa, huida con ojos febriles? Quisiera creer lo contrario.

20 de noviembre de 2009

Dirección contraria

Anoche, la sensación del despojo. Cafetería afuera de la Universidad. Gritos acaso ensayados. Entregar la cartera con todas las señas de identidad. Caminan nerviosos y exaltados. "¿Quién se piensa poner gallito? A ver, a ver..." Ebriedad efusiva en el aire. Voz adrenalinosa. Sorprenderse ante el gesto revelador y éste sí, espontáneo: uno de ellos le arrebata el cigarro-a-medias a una chica. Cualquier cosa con tal de privar al otro, mostrar que dispone de ti. Un gesto burdo y risible, sin duda. Se van con las armas en alto. Se van también con una caja de donas glaseadas bajo el brazo.

Anoche, la imprevisión, sentirse espiado, expuesto. Alguien entró a mi correo. Como si no pudiera quedar atrás el sentido persecutorio. Llegué a casa y no pude dormir sino tres horas.

Luego del imperativo insomnio, volver a la vida, manejar sin licencia, poner cara de sentido-común. Termina la tarde y recibo un texto en mi celular que acaso no tranquiliza, pero alienta: "Pienso que caer no siempre es caer, a veces es sólo volar en dirección contraria".


Foto: Vladimir Saavedra

19 de noviembre de 2009

Presentación de "Sentido de fuga (La ciudad, el amor y la escritura)"

El próximo martes presentaré mi libro de crónicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Tengo un problema con ello: es un libro excesivamente personal, habla mucho de mis obsesiones y de mis delirios íntimos -lo cual no es muy propio para hacer crónica. Al mismo tiempo se me ha vuelto ajeno. Lo veo impreso y me parece que todas esas experiencias narradas ahí me han sido expropiadas. Para colmo, algunos de los textos me resultan ahora un tanto incómodos, plagados de insuficiencias y demasiado corregibles. Tengo la impresión de que en los días actuales no firmaría muchas de las cosas ahí escritas. No lo sé.

Rescato, no obstante, la pasión con la que fueron redactadas sus páginas. Alguien me ha dicho que en su conjunto el libro sustenta una mirada demasiado idílica. Es probable, pero no me importa. Hablo en la Advertencia de algo que en efecto aconteció: "Cautivado por esta urbe insólita, no tuve otro remedio que dejarme llevar por esa pulsión que une el registro voyeurista con el ademán crítico". Y ahora pienso que me gustaría construir mis relaciones siempre así, atento a mí mismo y a los otros. Hechizado con los ojos.

Si escribí e incluí textos tan malos como "Atmósferas oníricas" o tan excedidos como "Vecinos envidiables", en oposición hay otros que sigo apreciando (¿por cuánto tiempo más?). No me parecen desdeñables las crónicas sobre Cuevas o la titulada "Robinson en Donceles"; me gustan las dos que describen una lluvia de granizos y aquella que tiene como centro a ese monstruo sumergido llamado 'metro'. De entre tantas palabras rescato el siguiente texto, muy breve, que no es propiamente una crónica:

Del Amanecer

Sucede a veces que uno abre los ojos al despertar y la mirada es tan borrosa que el mundo pareciera ser otro, la luz nos habla con nombres distintos y los rostros y el perfil de los objetos no atinan a encontrar su nitidez, a tal grado que ya no dan ganas de volver a dormir y soñar. Uno siente que algo lo llama del otro lado de la puerta y se apura a levantarse, salir a verlo todo, y correr y correr en busca de cansancio; pero de pronto vemos cómo el horror renace en cada cosa hecho desidia, voraz rastrojo de sí misma, impenetrable misterio que no cambia. Y ya despiertos, la luz apaga nuestros ojos y no queda sino inventar un canto o un murmullo, una forma de caminar entre las ruinas o un simple silbido a través del cual los ojos vean no lo que existe fuera de nosotros, no el triste verdor ni la sal que nos llama en las espaldas, sino una luz amarillenta en cuya sombra los pies no hundan su pasado. Entonces es posible seguir, vivir un día más con la esperanza de encontrar aquella penumbra, aquella atmósfera borrosa en que los ojos se esmeraban para de vez en cuando, en un hallazgo formidable e incomunicable, clavar su brillo en una calle o en el color enigmático del cielo, y decir "por suerte he despertado", aunque el resto del día el ansia de regresar a la cama pese demasiado.


En fin, es un libro que habla de mí. De eso que vi y fui. De lo que en ciertos ratos sigo siendo. Me acompañarán Adriana González Mateos y J. M. Servín. Espero no sean comedidos.

17 de noviembre de 2009

Ribeyro y la felicidad


Han sido días de pesadumbre y agotamiento. La fuerza vital se me escapa y tengo que luchar contra mí mismo, sin armas, para levantarme y dar unos pasos, o abrir un libro mientras me alimento residualmente.

Por supuesto, ha desaparecido casi por completo el hábito de la escritura. Estas que escribo son palabras de vuelta. Escribir es siempre regresar. No obstante, a pesar de la nulidad de todas estas horas perdidas, a veces uno se encuentra con ciertas salidas que se vuelven perdurables hallazgos. Apenas antenoche encontré un libro que me es desde ya entrañable. Se trata del diario de Julio Ramón Ribeyro, un excelente cuentista peruano. Un hombre con mi naturaleza. Muchas de las cosas que escribe me contienen: su terror a los sometimientos de las relaciones sociales, su mirada sobre el mundo femenino, la tentación genial del fracaso, sus formulaciones acabadas y equívocas. Por supuesto que su sentido del análisis introspectivo me es completamente ajeno y envidiable.

Entre las páginas de su diario encuentro estas palabras que hablan de un paraíso inescrutable y perdido, muy semejante al que vivo: “lo que deseamos se nos da, pero muy pocas veces en el momento oportuno […] Es terrible pensar que uno se priva de tantas cosas bellas y definitivas –en el sentido de que pueden definir una vida– por una falta de concordancia entre diversas situaciones. La felicidad, desde esta perspectiva, no es otra cosa que la coincidencia del mayor número de circunstancias favorables”.

11 de noviembre de 2009

Dulce María y el alzheimer

No sé quién es Dulce María. Revisando mi celular he encontrado su teléfono y su nombre. No la recuerdo. No entiendo si se trata de una alumna, de una conocida ocasional o un contacto de chamba. Pasa de la media noche. No me he atrevido a llamarle, pero ha despertado mi curiosidad y de algún modo me perturba. Me habla (o anuncia) el olvido.

Muchas veces he sentido que mi vida emocional es superior a mis años. Como si estuviese yo adelantado a mi propio deterioro físico. Una especie de vejez pre-fechada. "Dulce María", su nombre me dice que padeceré alzheimer. Un miedo mayor. En el mejor de los casos hipocondria. Pero sí, un niño-viejo que no está en corcondancia con su mundo. Recuerdo esa sensación muy acendrada mientras estaba con L. Eso fue hace casi quince años. Escribí entonces un relato o algo que buscaba serlo y que le di a leer a ella y a sus padres. Éstos últimos me dijeron: "es como si lo hubiese escrito un viejo experimentado". Por supuesto, una exageración. Pero eso. Un destiempo en todo caso. No siempre fue así.

Me parece que he vivido en contra de esa sensación que me acechaba de niño: la inocencia, por no decir, la estupidez. Lo percibí después, pero cuando niño simplemente un mojigato, un sincero y honesto morro que no entendía ninguna lógica del mundo. Mi tragedia ha sido vislumbrar esa condición y combatirla, volverme disidente de mí mismo.

Hay una escena que recuerdo bien y me avergüenza, pero revela lo que voy diciendo. Fue un año antes de entrar a la primaria. Al salir del salón, la maestra dijo: "Regreso enseguida. Nadie puede hablar mientras yo no esté", y salió. Inmediatamente un par de compañeras comenzaron a platicar y yo las interpelé con una arrogancia ignorante: "¿Qué no escucharon a la maestra? Las va a castigar". Su respuesta fue obvia, pero para mí incomprensible: "No se dará cuenta a menos que tú le digas". Desde mi perspectiva era un hecho que ella, la maestra, lo veía y sabía todo. La prohibición era realidad sin remedio, sólo para mí. Por eso nunca fui un niño rebelde.

Contra esa inocencia se erigió mi carácter. Y ahora siento que he madurado, y no sólo eso: envejecido. De ahí el miedo a perder mis facultades, a volverme senil prematuramente. Por eso el temor, el alzheimer. Por eso ese nombre, Dulce María, palpita como una anunciación. Pero no tomo el teléfono: 1040.4577.