Necesito encontrar una forma de lidiar con el mal. No el mal de los otros, que se halla disperso alrededor, fuera de uno, a veces cerca o lejos; sino el mal propio, el que uno carga al interior: el rencor, la venganza, la traición. En mi caso tiene que ver con las cargas del pasado, los actos inconsecuentes, la culpa. Quisiera saber cómo se logra sanar ello. Quizá por eso me ha rondado tanto en los últimos meses, pero sobre todo en estos días, la idea de la conversión, acaso porque se trate de una forma de redención y perdón. La posibilidad de ser otro o recobrar aquello que fuimos. No es que uno deje del todo de ser quien fue, pero pareciera que cuando la inocencia se quiebra, se vuelve necesario, en algún momento, recobrarla de algún modo.
Obviamente no estoy hablando aquí del mal radical, aquel que emana de la voluntad fanática y consciente de destruir al otro simplemente por ser diferente. Me refiero al mal íntimo (que acaso no es uno sólo, pero cada quien poseemos), hablo de esos lados oscuros, destructivos, quizá demoniacos. Justo creo que, en principio, parte del camino está en no demonizar aquello que existe en uno mismo. “El primer paso a la esperanza es el reconocimiento del horror” escribió Heiner Müller. Y el horror no son los otros (como creyó Sartre); el infierno es uno mismo y para lidiar con él supongo que hay que aprender a amar las propias tinieblas. Dejar la superioridad moral de lado y comenzar a darle otra carga a los actos que uno mismo considera viles, despreciables o repugnantes en los otros, pero que cualquiera somos capaces de cometer en circunstancias determinadas. Entender que la equivocación y el desvarío son pesadas cargas, pero a fin de cuentas cargas humanas, que el mal es una pulsión negativa pero vital, un principio oscuro y quizá por lo mismo movilizador. Quizá sólo a partir de ahí puede comenzarse a afrontar el mal cometido y empezar a buscar puertas que nos saquen del averno.
¿Cómo definiría mi infierno personal? Quizá con otra pregunta: ¿cuánto se puede vivir escondiendo algo que pesa o avergüenza? Alan Pauls hablaba en una ocasión sobre el síndrome del impostor: el temor a ser desenmascarado, a ser descubierto. Eso es algo que tuve mucho tiempo. Sé que al principio el ocultar una parte de la vida puede ser hasta emocionante, pero con el tiempo deja de serlo y se vuelve cruda tortura, desazón, desencanto de uno mismo. Y claro, todo lo que se oculta resurge como síntoma: una mueca en la mirada, luchar contra el renacido insomnio, prender sencillamente un cigarrillo –señales casi imperceptibles, pero contundentes. ¿Cómo hacer para no multiplicarlas y acumular una sobre otra?
En su Diario de duelo, Roland Barthes se pregunta si el duelo que vive por la muerte de su madre constituye una enfermedad. “¿De qué quieren que me cure? ¿Para encontrar qué estado, qué vida?”. En una anotación se responde que no se trata de volver a ser el mismo, de restituir la salud perdida, sino que se trata de dar a luz a un ser moral, a un sujeto de valor, a partir de la experiencia vivida. Sus palabras me remiten de nuevo a una noción religiosa: la clave no está en ‘recuperarse’ y ‘superar’ el pasado, sino en resucitar, en volvernos otros. Otra vez la idea de la conversión. En San Juan 14,3 se enuncia así: “Quien busca renacer, resucita”.
Hay muchas historias de conversión que llaman mi atención. Las que me vienen a la mente ahora provienen del cine. En La misión de Roland Joffé, un cazador de esclavos, el capitán Rodrigo de Mendoza (encarnado por Robert De Niro), cumple una penitencia por haber matado a su hermano, a causa de una traición filial. Todo ocurre en el siglo XVIII, durante la época de las reformas borbónicas, cuando los jesuitas estaban por ser expulsados del imperio español y a las Misiones les llegaba la hora de la desaparición. La escena en la cual el traficante de esclavos arrastra un bulto que contiene su armadura y sus armas, en medio de acantilados selváticos y lodosos, hasta llegar a la Misión en que se refugiaban los indígenas guaraníes, resulta muy simbólica. Cuando parece que recibirá como castigo la venganza de uno de los indígenas (anteriormente víctimas predilectas de Mendoza para el comercio esclavista), en lugar de ello el guaraní corta con el cuchillo el bulto que viene cargando: es el otro el que literalmente lo libera del peso de su pasado y de sus culpas. Con el tiempo el ex mercenario se volverá padre jesuita.
Muchas otras historias de conversión no eclesiástica resultan atractivas por el tratamiento tan sutil que plantean sus directores, sobre todo pensando que en todas ellas la voluntad de cambio ocurre en situaciones límite. En La vida de los otros de Florian Henckel, un espía evita delatar a quienes según la moral del régimen ejercen actividades subversivas. La razón: lo han cautivado justo esas pasiones sediciosas (la literatura, la música…), a grado tal que termina, de algún modo, recibiendo el castigo que les habría correspondido a los que protege. Algo similar ocurre en una hermosa película de Eytan Fox, Caminando sobre el agua, donde la conversión surge de la amistad y es doble (de ideología política y de preferencia sexual), y en donde a la memoria del Holocausto judío se le otorga una alternativa de solución redentora, no basada en la venganza o la lógica de la victimización. Por otra parte en la opera prima de Nicole Kassell, The Woodsman (tan mal traducida como Un crimen inconfesable), la conversión se da en una escena que deja al espectador al mismo tiempo perturbado y conmovido: a punto de reincidir, un pederasta se detiene ante el relato de una niña que está dispuesta a satisfacerlo… como lo hace con su padre. Es en ese preciso momento cuando la conciencia del mal provoca la conversión.
Supongo que escribo esto para convencerme de que uno puede recobrar paraísos extraviados, para decirme que es posible volver a casa. ¿Cómo saldar las culpas, entonces? ¿Cómo lidiar con ese pasado en que padecí el síndrome de la impostura? Hay una escena recurrente en las películas de Wong Kar-Wai que me parece fascinante y acaso ofrece alguna respuesta. Tal escena, en todas sus variantes, sintetiza buena parte de su propuesta estética: un hombre con un secreto inconfesable debe ir a un lugar sagrado (las ruinas de Angkor Vat de Camboya en Deseando amar, el faro de Ushuaia al sur de Argentina en Happy Together o ese lugar ficticio en el que se recuperan los recuerdos perdidos en 2046) para dejarlo ahí, liberarse del secreto, no necesariamente contándolo al mundo. Me parece que hay una ética de la discreción en eso. Para Wong Kar-Wai, la búsqueda de redención es religiosa, no psicoanalítica: soltamos el lado oscuro del pasado a través de la confesión privada y el llanto liberador, y en esa experiencia el futuro reverdece.
René Char lo dijo a su manera: “Mantén cara a los demás lo que a solas te prometiste. Allí está tu contrato”. Cuando se vive una tristeza profunda derivada de secretos y simulaciones, quizá el ideal sea el de la transparencia: vivir de forma tal que todo lo íntimo pueda volverse público. Si en algún momento del pasado no fue así, comenzar a hacerlo en lo inmediato. Sería ésta una manera en que la escisión entre ser y parecer no se ahondase, de que ese abismo (que es herida) vaya acercando sus paredes.
En el fondo mi deseo es creer que cuando dos logran compasión, sentir el dolor del otro, acaso pueden renacer y salvarse.
Me pregunto si la contraparte de los secretos de Won Kar Wai es el "derecho al grito" de Clarice Lispector...
ResponderEliminarSupongo que echar luz sobre las propias tinieblas es una forma de combatirlas. Dice Simone Weil: "No se tiene la experiencia del bien si no es realizándolo.
ResponderEliminarNo se tiene la experiencia del mal si no es impidiéndose su realización, o, si ya se ha realizado, arrepintiéndose de ello.
Una vez hecho, al mal ya no se le conoce, porque el mal rehúye la luz."
Un saludo, n.
¿En que libro de Weil viene lo que citas? Mil gracias.
ResponderEliminarEn La gravedad y la gracia, editado por Trotta, p. 112. Un saludo, n.
ResponderEliminar¡Gracias, Montse!
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