No tengo respuestas, sólo preguntas. ¿Hay verdad en el deseo?, ¿hay verdad en el deseo cuando éste surge de la carencia? La cuestión me atormenta en estos días. Junto con otras: ¿Cuándo el deseo se vuelve lujuria? ¿Puede ser lo ilícito un ámbito que genere algo más sólido que ilusión pasional? ¿Qué tan válido es tomar decisiones morales a partir de lo que dicta el cuerpo? Oscar Wilde, con su genial encanto, nos dejaba sin salida ante estas cuestiones: “Dios castiga al hombre de dos maneras: negándole sus deseos y concediéndoselos”.
Supongo que mis dudas tienen que ver con cómo sobrevive o no la moral frente a la pasión. De pronto concibo la relación entre ambas como la de una telaraña sometida al viento. Poco a poco la pasión con su fuerza irrefrenable va creando pequeños orificios, huecos, a manera de poros, como si la moral fuese una piel a la cual la van atravesando un montón de dudas, sensaciones aparentemente profundas: es el deseo. ¿La erosión tiene fin? ¿Puede reconstituirse aquella membrana que nos daba dirección en el mundo, o algún sustento al menos?, ¿La pasión es un hueco, es un vacío? ¿Surge acaso del vacío? Clarice Lispector describe el asunto con la metáfora de la construcción que se desploma: “Como en un edificio donde, de noche, todos duermen tranquilos, sin saber que los cimientos fallan y que, en un instante no anunciado por la tranquilidad, las vigas van a ceder porque la fuerza de cohesión está lentamente disociándose un milímetro por siglo”.
Y claro, perderse por una pasión siempre es taquillero, puede elogiarse la insensatez de quemar naves, la maravilla de dejar todo el ayer, se trata de un vértigo a veces irrefrenable que nos saca de nosotros, nos vuelve otros, nos muestra un rostro diferente frente al espejo. El asunto es que puede tratarse de un reflejo banal, una máscara a su vez, una ilusión, y entonces, ya tarde, nos damos cuenta cómo el vértigo nos llevó al extravío insano, al daño gratuito. Por supuesto, estoy divagando. Quizá lo que busco decir es que el deseo no debería excluir la moral de por sí, que en todo caso el deseo debería volverse una pasión moral. Sólo así seríamos capaces de asumir las consecuencias de nuestros actos, cuando adquirimos claridad sobre los valores que elegimos y sustentamos (sean éstos los que sean). Hay que hacerle caso a Chesterton: “Sostengo que un hombre debe estar cierto de su moralidad por la sola razón de que ha de sufrir por ella”.
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