Para mí, los sábados, durante mucho tiempo, fueron días conflictivos. Hoy es distinto.
Sobre todo me refiero a mi infancia, tan plagada de contradicciones. Cuando niño, los sábados eran días de guardar. Formado en una familia protestante, no eran los domingos sino los sábados los días en que era necesario rendir pleitesía a lo divino asistiendo a la iglesia. En aquella época no lograba comprender porqué mis compañeros de escuela lo hacían en domingo y yo era el único cuya familia atesoraba los sábados, sacralizándolos. Eso me hacía distinto y de algún modo me humillaba. En esos días aprendí el sentido de la vergüenza, la voluntad de avestruz, el miedo a la vida.
Además, una atmósfera de formalidad invadía aquel día reverenciado. Había que vestirse “decentemente”, comportarse con decoro, ser recatado. La condición que define a mi familia está sintetizada en un sustantivo: solemnidad. Si asistir al templo era estar rodeado de rostros enjutos, en las comidas familiares lo que pervivía era el pudor frente al baile, la inhibición vital, la prohibición del alcohol y del cigarro. Mi abuelo (quien fue pastor de aquella iglesia y su dirigente nacional), cuando deseaba expresarles cariño a sus hijos, les recetaba una predicación desde una orilla de la mesa. De ahí que los sábados se convirtieron para mí, en un día en que el juego de muchos modos estaba vedado.
Acaso alguna vez fueron felices, quiero creer, mis sábados. Tengo recuerdos de algunos juegos en el grupo infantil de la iglesia, algunas competencias con otros niños para ver quien corría más rápido o recitaba el nombre de los libros bíblicos sin equivocarse, y hasta juegos con carritos de metal sobre una autopista de gis sobre el cemento. Pero también la evocación recurrente es la de caer en vilo ante la admonición, quedar pasmado pues el juego siempre llegaba a su fin cuando la ley divina se presentaba en forma de regaño: “no se debe correr en el templo”, “hay que ser respetuosos con Dios”, etcétera. Por ello, aunque alguna vez fueron felices, en general mi recuerdo en torno a mis sábados infantiles, es el de un malestar prolongado, inútil, impuesto. Una atmósfera de incomprensión los plagaba. Supongo que toda mi vida ha sido una batalla en contra de esa condición grave, formal, impenetrable. Supongo que de ahí se explica mi actual reticencia a cualquier servidumbre ideológica, ese eclecticismo iconoclasta que, por lo demás, en ocasiones todavía me genera culpa.
A partir de cierta edad, quizá a los diez u once años, los sábados dieron un vuelco entonces imperceptible, comenzaron a ser el día en que otras cosas podían ocurrir. Si había modos de huir de la iglesia, yo los aprovechaba sin contemplación: sentirme enfermo, tener que hacer un trabajo escolar en casa de cierto amigo, leer un libro. Sí, descubrí entonces que esta última actividad no estaba censurada (mi padre se alegraba y enorgullecía por ella: virtud protestante), y que me proveía no sólo de un escape, sino de una alegría que hacía no sufribles las horas. Recuerdo una colección de libros de aventuras que leía sin parar, versiones juveniles de algunos clásicos: La isla del tesoro de Stevenson, Los tres mosqueteros y El conde de Montecristo de Dumas…. Las prohibiciones y la gazmoñería a la que me habían acostumbrado aquellos sábados religiosos, se volvían paréntesis soportables en medio de las tramas que realmente importaban: héroes luchando contra su mundo diminuto y aprisionador.
Me recuerdo a menudo leyendo en el coche, en el asiento trasero, ensimismado en mi universo. (Mi hermana, a mi lado, no sé qué hacía mientras tanto: por aquellos días ya nos habíamos distanciado). También recuerdo a media tarde, cuando regresábamos a casa luego del templo, estar leyendo Moby Dick recostado en el pasto que cubría el enorme patio de mi abuela. Antes de que la tarde cayera, alejaba mi vista de la página sólo para observar el movimiento de las nubes, alguna catarina encendida sobre una hoja verde, o las flores rojizas cayendo de aquel gran colorín habitado por innumerables azotadores. La sensación que me recorría el cuerpo es la misma que aún llego a recobrar en mis momentos más felices: aquel instante en que todo se vuelve extrañamiento, en que de un modo u otro, nada importa, y uno disocia la realidad de sí mismo; se trata de un intervalo en que la luz adquiere una condición especial, viva y permanente, como si así pudiese permanecer para siempre. Sí, era una fuga de la existencia ordinaria, una salvación instantánea que derrotaba por mucho a esa otra salvación prometida, aburrida, pero sobre todo escamoteada, por los ministros de la iglesia, mis compañeros evangelizados y mis abuelos.
Sólo entonces, en aquellas horas, en aquellas páginas, en aquellos pliegues de la tarde, los sábados se volvieron entrañables para mí. Un paraíso en la tierra.
los azotadores; jeje añoro el viejo patio de abuelita, saludos Jez
ResponderEliminarSí, se ha convertido en algo muy distinto a lo que pervive en mi memoria... el enorme hule, luego calcinado y desaparecido, el semicírculo que enmarcaba la casa por encima, como coronándola y ahora esa pared monstruosa que la sobrepasa y miniaturiza...
ResponderEliminarmuy conmovedor texto. gracias.
ResponderEliminarbrenda ríos
OOOyeee!!! Pero si escribí algo medianamente similar! (porque viví algo medianamente similar) Está en mi blog, léelo, mira que nadie se atreve. Lindo relato, pero dura expriencia. Espero que disfrutes ahora sí, tus sábados.
ResponderEliminarFelices días,
Maní.