[Leí este texto durante la presentación del libro La otra invención. Ensayos sobre crítica y literatura de América Latina, de Víctor Barrera Enderle. Le agradezco a Víctor la invitación a hacerlo].
Voy a comenzar con una confesión personal. Me emocionan los textos que
arriesgan hipótesis y al hacerlo generan más preguntas que respuestas. Es lo
que me ocurrió con el libro que hoy tengo el gusto de presentar. Conforme
avanzaba en la lectura, las dudas fueron asaltándome y las interrogantes se
iban multiplicando. Quiero dedicar estas breves palabras a poner en la mesa
algunos de esos cuestionamientos que el libro de Víctor Barrera me sugirió.
El primero tiene que ver con un asunto
central en el texto: el papel de la crítica en América Latina, sus funciones no
sólo literarias sino también culturales y su carácter de juicio renovador
respecto a las que Barrera llama “literaturas marginales”. Frente a los nuevos
retos que le plantea al campo literario el estar vinculado a una industria
cultural en constante crecimiento, el autor afirma la necesidad de que la
crítica contribuya a la recuperación de un espacio público no regido
exclusivamente por las leyes del mercado. Esto supone concebir a la literatura
ya no sólo como mercancía, sino como un discurso cultural capaz de fomentar la
exploración estética y de redefinir las identidades culturales de una
comunidad. Para Barrera, esta labor tiene que ir acompañada de un afán por
recuperar las preocupaciones básicas del crítico: la revisión de la historia
literaria y del canon, los problemas de representación y autoridad en la
literatura.
Me parece que esta concepción de la crítica
constituye una postura afortunada y supone una ejemplaridad envidiable. Y es
que aquí el papel del crítico como intermediario entre la industria cultural y
el público se vuelve no sólo prédica, sino práctica intelectual constante a lo
largo del libro. Cada uno de los ensayos de Barrera constituyen una invitación
a ejercer la crítica, concebida como “estímulo intelectual” pero también como
“deber cívico”. Lo que me provocó algunas dudas fue imaginar a la crítica como
una herramienta capaz de ir más allá del campo cultural, implementando una
labor al menos titánica. Dice Barrera que la nueva crítica “tendrá que promover un discurso alternativo a las
instancias oficiales y mundiales… necesitará formar lectores activos y
autónomos: nuevos ciudadanos que sean capaces de asumir y compartir no sólo sus
diferencias culturales e identitarias, sino los
diversos modelos de gobernabilidad, haciendo de… las culturas, una dimensión
fundamental a la hora de repensar los proyectos nacionales y globales”. Nos
encontramos por supuesto ante un deseo admirable, ¿pero es acaso factible?, ¿no
estamos adjudicándole a la crítica un papel que va más allá de su ámbito, de su
labor tenaz y solitaria?
El segundo asunto que me llamó la atención es
la distinción que subyace a lo largo del libro entre textos críticos y textos
literarios. Si bien cuando Barrera analiza “la dimensión estética en el
discurso crítico de Alfonso Reyes” busca establecer un vínculo entre creación y
crítica, me parece que la noción de “ficción explicativa” y de “verdad
sospechosa” (Reyes) son insuficientes si queremos dar cuenta de la literatura
latinoamericana de hoy. Creo que es necesaria una elaboración más minuciosa que
permita analizar porqué existen una serie de textos en los cuales las fronteras
entre teoría y ficción están totalmente desdibujadas. Pienso aquí, por
supuesto, en la obra de Borges, donde la reflexión
convive con la narración y el relato. Asimismo en muchos textos de Ricardo
Piglia, Roberto Bolaño o Sergio Pitol, que han practicado una escritura
fronteriza donde se mezclan testimonio e imaginación, ficción y autobiografía.
En Monsiváis ocurre algo parecido: su escritura conjuga el registro de la
crónica con el impulso interpretativo, ensayístico, al grado en que se han
denominado muchos de sus textos como crónicas-ensayos
o croni-ensayos.
Todas estas obras se encuentran arraigadas en una fuerte tradición
que viene desde la Crónica de la
Conquista, y tiene que ver con el papel del intelectual en la historia
latinoamericana, con el compromiso político que el escritor asume como
conciencia lúcida al interior de una sociedad subordinada. Por ello, sería necesario pensar si existe en este
tipo de escritura fronteriza una relación entre los escritores y la crítica que
pasa por la ficción, si existe una forma de leer, evaluar y representar el
mundo que es el resultado de la experiencia con la ficción o del trabajo con la
poesía. Esto nos permitiría esclarecer los modos en que la historia del pensamiento latinoamericano está ligada a la historia
de la literatura, a las reflexiones que se han dado en torno a las formas de la
ficción y al papel que juega el escritor como líder moral cuyo prestigio surge
de la propia práctica literaria. Por lo anterior, concebir la literatura como
una “antropología especulativa” como propone Juan José Saer, o retomar la idea
de “metacrítica” que sustenta Piglia,
puede permitir dar cuenta de cómo una serie de obras latinoamericanas
conjugan un proyecto estético con un imaginario político, una narrativa
histórica con un lenguaje literario, en suma, una propuesta de crítica cultural
a través de la creación de un universo artístico.
Por otra parte está el asunto de la búsqueda de una expresión
original, propiamente latinoamericana, tal como la rastrea Barrera en Pedro
Henríquez Ureña, el Modernismo, Rodó o Sor Juana. Una de los aciertos del libro
es llevar a cabo una crítica del canon occidental, concebido como un criterio a
partir del cual “los grupos hegemónicos (es decir, aquellos que tienen acceso
al poder interpretativo) proyectan sus gustos y valores y los imponen como
norma de exclusión”. Al afirmar que todo canon está abierto al cambio, que
ninguna tradición está del todo concluida, el crítico se convierte en testigo
de las metamorfosis que ocurren en el campo literario. Los criterios sobre lo
que debe leerse y cómo debe leerse están en constante revisión y cada obra
establece una relación compleja y provisional con el tiempo y sus lectores.
El asunto no es menor. De hecho, es a partir de esta crítica que Barrera analiza las relaciones complejas entre Nuestra América y Occidente. En La otra invención, la literatura
latinoamericana es descrita como un ámbito donde durante mucho tiempo era
posible rastrear un proceso de dependencia e imposición respecto de los modelos
europeos de hacer literatura. No obstante, Barrera plantea que en ciertos
momentos de nuestra historia literaria, el afán europeizante ha sido sustituido
por una búsqueda de identidad propia, convirtiendo así a la literatura en
espacio de resistencia, en una actividad liberadora y un ejercicio de
integración a la modernidad. En esta interpretación, el carácter sui generis del subcontinente tiene que
ver con un tipo de modernidad distinta, diferencial, y que por otro lado, le
permite alcanzar su independencia cultural.
En este marco, son interesantes los dos
ensayos que dedica Barrera a la literatura y la crítica nuevoleonesas. La
relación que existe entre Occidente y América Latina, entre un canon impuesto y
un ejercicio de enunciación propio, pareciera reproducirse entre la literatura
nacional y las literaturas regionales. Si bien es cierto que las instituciones
literarias modernas se han erigido sobre una clave nacional, me parece
problemático pensar que la identidad de una literatura necesariamente deba
definirse en términos territoriales. ¿Realmente se puede hablar de una
literatura regional, nuevoleonesa, chiapaneca o incluso mexicana? ¿No es verdad
que muchas veces nos encontramos con autores que comparten imaginarios, estilos
y propósitos a pesar de escribir en ámbitos distintos en países remotos? ¿Y en
cambio también podemos hallar escritores de una misma nacionalidad cuyos
universos literarios no comparten ningún referente en lo absoluto? ¿Será
posible realmente llevar a cabo una crítica descentrada, como quiere el autor,
sin ir más allá de las divisiones
de los Estados Nacionales?
Otra cuestión que tiene que ver con lo
anterior se refiere a la forma en que Barrera, al analizar la novela antillana Ancho mar de los Sargazos, trabaja “la
relación literaria entre centro (espacio hegemónico de enunciación) y margen
(lugar condicionado de enunciación)”. Me parece muy importante la reflexión en
torno a cómo los valores canónicos, estéticos e ideológicos impuestos por el
centro metropolitano, llegan a ser cuestionados, invertidos incluso, por una
obra que se halla en el margen y que así consigue ejercer una expresión propia.
Como si tal disidencia, además de constituirse como “manifestación de
resistencia cultural”, estuviera fundada en la propia marginalidad, que se
ejerce como elemento de impugnación.
Sin embargo, me parece que a esta reflexión
le hace falta un elemento que problematice las consecuencias a las que lleva
este proceso cultural. Creo que las literaturas más iconoclastas,
contestatarias y críticas corren el peligro de forjar nuevas formas de
hegemonía. Tal es la paradoja de muchos procesos de
institucionalización cultural: cuando un discurso alternativo logra abrir el espacio público para ser incluido
en él, disminuye la disidencia potencial de su marginalidad frente a las formas
instituidas de la sociedad. En ese sentido podría decirse que (y aquí arriesgo
una hipótesis), toda lectura de los márgenes supone una asimilación de los
mismos, un proceso de normalización, que debe ser tomado en cuenta a la hora de
reflexionar sobre la literatura y la crítica latinoamericana. Aquí abro la pregunta que me atrapa: ¿es una fatalidad para toda
literatura transgresora ser asimilada? ¿Es cierta la frase de Herder, quien afirmaba que “toda obra original, sucumbe”?
Luego de hablar de algunas de las
interrogantes que el texto me provocó, quiero terminar mi intervención
resaltando una creencia que a mi parecer subyace a todo el texto. La idea de
que la lectura es uno de los pocos actos de soledad que permiten la
comunicación con alguien más, la comunión con los otros. Leemos palabras
(signos negros sobre el papel) pero vemos imágenes y escuchamos voces. Esto lo sabe el crítico, por eso es que considera como parte de su
labor indagar cuáles de los sentidos contenidos en una obra, pueden abrir la
conciencia y sensibilidad del lector contemporáneo. En ese sentido, el crítico
actúa como un arqueólogo: busca los vestigios olvidados en las palabras, el
diálogo con los muertos. La literatura permite separarnos de nuestro yo para ir
hacia esos otros, y en ese sentido incluso es un paliativo contra la soledad del
presente. Por eso es que la responsabilidad de la crítica literaria es tan
grande. Su deber es, como afirmó George Steiner,
“privilegiar lo que del pasado puede entrar en diálogo con los vivos” y
“preguntarse no sólo si un libro constituye un adelanto o refinamiento
técnicos, sino si contribuye a mejorar la inteligencia moral de la época”. La otra invención, de Víctor Barrera, es
un ejercicio que problematiza estos principios, que piensa el acto de la
lectura como “un modo de acción”. Por
todo esto es que celebro la aparición de este libro, tan fructífero para el
diálogo.
Víctor Barrera Enderle.
La otra invención. Ensayos sobre crítica y literatura de América Latina.
México, Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Nuevo León, 2005.
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