30 de mayo de 2013

Pésame sin pésame (un sueño)

Para Cipactli Suárez


Anoche soñé que me dirigía con muchos de mis viejos amigos de la Facultad a casa de ella. La finalidad era darle el pésame, pero yo era el único que estaba consciente de eso: no me había atrevido a contarles a mis acompañantes lo que había ocurrido. Según ellos, íbamos a verla por el simple hecho de no haberla visitado en muchos años.

No nos costó llegar, a pesar de que el pueblo en donde ella vivía estaba a las afueras de la ciudad. No fue difícil recordar la ruta tomada hacía varios años, cuando nos invitó a conocer la zona. Durante el trayecto recordé ciertas imágenes: unas escaleras debajo de un arco, una caminata rumbo al ojo de agua y ese áspero clima con nubes al mismo tiempo grises y amarillas. Ésta vez no era muy distinto y arribamos sintiendo la llovizna escurriendo por los rostros y los cristales de las gafas.

Al llegar nos abrió la puerta una señora muy amable, en cuyo rostro había destellos de otros paisajes. Supuse que era una tía lejana que había venido a acompañar y apoyar a nuestra amiga. Pasamos a la sala y entonces ella bajó. Nos dijo “qué bueno que vinieron, estábamos a punto de comer y hay un pozole exquisito, veo que ya conocieron a mi madre”. Yo no entendía lo que estaba ocurriendo, me parecía un despropósito lo que acababa de oír, pero no me atrevía a interrumpir sus palabras. Además de desconcertado, veía a la supuesta mamá haciendo cosas en la cocina, invitándonos a sentarnos a la mesa, sirviéndonos agua fresca.

Después de mucho vacilar y buscando, una y otra vez, de manera fallida, encontrar el momento oportuno, me decidí. En un momento en que ella volvía del baño me levanté, la paré en seco y la confronté. En voz alta, le dije: “lamento que tu madre nos haya abandonado”. En el camino hacia su casa, yo había armado ya esa escena múltiples veces, como si buscara el modo menos terrible de decir aquello. En realidad había imaginado un pésame sin pésame, un silencio prolongado que lo compensara todo. Algo absurdo, por supuesto. Enseguida, mis acompañantes se levantaron y optaron por la maestría de la condolencia repetida e inútil. Y ella, en el fondo, agradeció que fuese así.

Luego, seguimos comiendo y observando, con meticulosa atención, los ojos perdidos de su madre, quien nos seguía atendiendo gustosa y concienzudamente.

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