Soñé con mi padre y con mi abuelo, quien se encontraba muy enfermo. Había sufrido una embolia y apenas podía caminar. Aunque se iba recuperando poco a poco, era difícil pensar que podría ser el mismo de nuevo. Caminaba con las piernas muy abiertas, lento, como si estuviese jugando a formar una escuadra. (Él es muy bajito de estatura).
Mi padre decidía ayudarlo a no perder su empleo que (en ese momento yo me enteraba) consistía en atender un puesto de mercado, vendiendo naranjas. Lo sustituiría dos días a la semana, lo cual lo ponía en un estado de incertidumbre respecto a su propio trabajo, en donde debería pedir permisos continuos o inventar excusas y pretextos constantes y probablemente inverosímiles.
Lo que recuerdo como más vívido fue el momento en que mi padre conversaba con quien le surtía las naranjas a mi abuelo. Le explicaba lo de la sustitución por dos días, luego de aclararle que mi abuelo no había muerto. El distribuidor, quien no le creía del todo y suponía que mi padre estaba aprovechando la situación para tener un trabajo, le daba consejos con aire de superioridad moral a mi progenitor. Mi padre reaccionaba de la manera más extraña, preguntándole a su singular jefe: “¿Cómo no habría tenido yo razones para admirar tanto, tanto, a mi padre?”
La frase, repetida varias veces con su voz pausada y clara, salía de su boca a cada arremetida del comerciante, y comenzaba a adquirir un carácter al mismo tiempo confortante y enigmático. Como un mantra u otro canto sagrado. Recuerdo que la escena me provocaba extrañeza y también incertidumbre y al despertar, tranquilidad.
Mi abuelo murió hace poco más de tres años.
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