Pasea coqueta y voluptuosa, a media madrugada, en la esquina de Nuevo León e Insurgentes. Camina erguida sobre unas piernas robustas y entalladas en una minifalda; su torso detenta un blusón reducido y sus labios un tinte de excesivo carmesí. En medio del frío espera que algún Ulises mundano cruce a su lado, quede tentado por su presencia lasciva y caiga rendido en sus redes carnales. Cada noche lo consigue mas no a causa de su voz. Muchos hombres le piden que no cante, que ni siquiera hable. Prefieren fantasear con el culo de su propia mujer, y esa voz los perturba. Así que ella vive su propia entonación como una suerte de anatema, una siniestra maldición que la delata. Aún peor, cuando no es la estridencia sonora, es la falta de boca uterina lo que la condena. Constantemente sufre el rechazo violento cuando algún inocente descubre que en vez de una orquídea encantada, en el centro de su furor íntimo posee un roble adulto.
Para evitar dificultades e imprecaciones, ha optado por volverse otra, asemejarse a la imagen que desde la infancia poblaba sus sueños. Y cada noche, entre delirios silenciosos, fantasea con la cirugía que le quitará su naturaleza bifronte e informe. No obstante, el destino vuelve a frustrar sus deseos más íntimos: los médicos le aseguran que es imposible ponerle escamas.
Dibujo de Gabriel Hernán Ramírez
[Salazar, Jezreel. “Sirena invertida”, en Yo no canto, Ulises, callo. La sirena en el microrrelato mexicano. Estudio, recopilación y bibliografía de Javier Perucho. México, CONARTE / Ediciones Fósforo, 2008, p. 64].
Lo de la voz de algún modo me recordó a Kafka: "las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio".
ResponderEliminarGracias por la asociación. La versión de Kafka sobre el mito de las sirenas me encanta, casi tanto como la de Calvino:
ResponderEliminarLas ciudades tenues 3
Italo Calvino
Si Armilla es así por incompleta o por haber sido demolida, si hay detrás un hechizo o sólo un capricho, lo ignoro. El hecho es que no tiene paredes, ni techos, ni pavimentos; no tiene nada que la haga parecer una ciudad, excepto las cañerías del agua, que suben verticales donde deberían estar las casas y se ramifican donde deberían estar los pisos: una selva de caños que terminan en grifos, duchas, sifones, rebosaderos. Contra el cielo blanquea algún lavabo o bañera u otro artefacto, como frutos tardíos que han quedado colgados de las ramas. Se diría que los fontaneros han terminado su trabajo y se han ido antes de que llegaran los albañiles; o bien que sus instalaciones indestructibles han resistido a una catástrofe, terremoto o corrosión de termitas.
Abandonada antes o después de haber sido habitada, no se puede decir que Armilla esté desierta. A cualquier hora, alzando los ojos entre las cañerías, no es raro entrever una o muchas mujeres jóvenes, espigadas, de no mucha estatura, que retozan en las bañeras, se arquean bajo las duchas suspendidas sobre el vacío, hacen abluciones, o se secan, o se perfuman, o se peinan los largos cabellos delante del espejo. En el sol brillan los hilos de agua que se proyectan en abanico desde las duchas, los chorros de los grifos, los surtidores, las salpicaduras, la espuma de las esponjas.
La explicación a que he llegado es esta: de los cursos de agua canalizados en las cañerías de Armilla han quedado dueñas ninfas y náyades. Habituadas a remontar las venas subterráneas, les ha sido fácil avanzar en su nuevo reino acuático, manar de fuentes multiplicadas, encontrar nuevos espejos, nuevos juegos, nuevos modos de gozar del agua. Puede ser que su invasión haya expulsado a los hombres, o puede ser que Armilla haya sido construida por los hombres como un don votivo para congraciarse con las ninfas ofendidas por la manumisión de las aguas. En todo caso, ahora parecen contentas esas mujercitas: por la mañana se las oye cantar.