Celene García, A la orilla del
lago congelado, México, Instituto Mexiquense de Cultura, 2006.
Toda lectura de un libro de poemas constituye una suerte
de cuestionamiento y autocuestionamiento. Le preguntamos a cada verso qué nos
quiere decir y muchas veces las respuestas nos sorprenden de forma inusitada.
Así me ocurrió al ir recorriendo las páginas de A la orilla del lago congelado, de Celene García. Cada contestación
que provenía del libro no sólo me abría las puertas al universo personal de la
autora sino que de algún modo, dialogaba con mi propia historia. Leer, no cabe
duda, nos pone en entredicho. Los renglones que escribo a continuación tienen
que ver con esa respuesta personal al libro, en función, por supuesto, de
preguntas propias. Asimismo buscan compartir la grata emoción que el texto
provocó en mí.
En una hermosa frase que habla sobre las despedidas,
Margarite Yourcenar afirma que “es mejor que aquellos a quienes amamos se vayan
cuando aun podemos llorarlos”. El tema central de A la orilla del lago congelado tiene que ver con esta idea
paradójica: el amor como despedida pero también como hallazgo. Estamos ante todo
frente al relato íntimo de un encuentro amoroso; pero también el desamor recorre
como un hilo subterráneo estas páginas. De esta experiencia contradictoria se
nutre el texto; es ahí donde se halla la fuerza de la voz poética de Celene
García.
La
poetisa se enfrenta a dos mundos que le son propios: el que deja y el que
sobreviene. Y por eso su alma en pugna se encuentra frente a una encrucijada:
la condena de tener que optar. El movimiento que se percibe a lo largo del poemario
supone esta elección. El libro se divide en tres partes ligadas entre sí. No se
trata de poemas separados, aunque lo aparentan. Todo, en realidad, responde a
un proceso. “Palmas en llovizna”, “La llama entre los dedos” y “El hueco de la
mano” constituyen los tres momentos de ese proceso de separación y encuentro.
El primero corresponde a una especie de anunciación, de presagio inminente;
algo nos previene de que el mundo se transmutará: “Duerme en el nido/ pichón de
fuego y sueña/ que vuela el águila”. Enseguida nos encontramos ante una especie
de ruego repetido, una súplica casi religiosa: “Déjame temblar sobre la yema de
los dedos/ como un insecto tímido/ en la madrugada// Déjame temblando a la
hora/ que cae el hielo tengo
alas/ ateridas me adhiero a la
hoja silenciosa”. Y por último, el apartado final corresponde al momento de la
caída, acompañada ésta de una conciencia lúcida que asume la forma de la prosa
poética: “Un rayo vertical atraviesa la columna desde la cabeza hasta el pubis.
La fractura simétrica termina por romper en un escalofrío la figurita de barro,
mientras me toco el esternón para saber si todavía estoy aquí”. Tenemos entonces,
en conjunto, una especie de diario vital sobre el extravío de la inocencia, regido
por el doble movimiento de la pérdida y el descubrimiento; esto es, decir adiós
a lo que dejamos para abrazar el porvenir. René Char afirma que “si no
cerráramos, a veces, soberanamente los ojos, terminaríamos por no ver ya lo que
vale ser mirado”.
Y
digo que en esta imagen de ida y vuelta se halla una de las virtudes mayores
del texto: la contención. A pesar de la experiencia a la que se enfrenta, la
pasión del enamoramiento, la voz de Celene García tiende a la contención. Como
si fuese un ejercicio de autocensura moral, la poetisa no reprime lo que siente
pero sí la forma de expresarlo. Hay una contradicción ahí que se vuelve
contraste mayúsculo. Hay algo de prohibición en todo esto. Se está hablando de
un amor clandestino. Un amor al mismo tiempo prohibido e incontenible. La
imagen del título refiere a esa paradoja: el lago congelado, a la orilla del cual algo ocurre.
Si
el cuidado de la forma corresponde a la censura moral, el enamoramiento es
siempre un rebasamiento de los límites. Esta es la razón por la cual el texto
no exime el placer: “Déjame mirar el vientre/ profundo del cántaro me
enrollaré/ ahí como serpiente”. En principio parecería que estamos ante poemas
eróticos. Me parece que esto no es preciso. Octavio Paz escribió que “el
erotismo es un infinito al servicio de nuestra finitud”. El erotismo entonces
tiene que ver con la imaginación desbordada, el ansia que todo lo quiere, la
pulsión irrefrenable. Aquí, por el contrario, no encontramos una imaginación
abierta a todas las posibilidades ni el deseo expresado como acción de apertura
total. En su lugar, tenemos fronteras irrebasables, el reconocimiento de lo
imposible que es propio de la certeza amorosa. Vuelvo a Paz: “Dichoso o
infeliz, satisfecho o desdeñado, el que ama debe contar con el otro; su
presencia le impone un límite y lo lleva así a reconocer su finitud”. Podría
afirmarse entonces que no estamos ante una poesía del erotismo puro, sino en
todo caso, ante un erotismo contenido. Y ¿qué otra cosa es el amor sino eso:
erotismo contenido?
Celene
García no se propone hablarle al mundo y proyectar sobre él la luz que le hace
falta. Su objetivo es más sencillo: quiere hablarse a sí misma, desnudarse y
clarificarse. Para ello no hace uso de la razón. Por el contrario, lo que
predomina en su voz son los sentidos, como en estos versos: “Sabor a limón/
agria concentración de las entrañas/ donde abrevan los nudos de los árboles//
Olor a conífera/ a arbusto adolorido/ yemas donde se pierde la fragancia/ de un
minuto elástico”. O en estos otros: “Entra un torbellino de luz/ de reflejos
rojizos y deja/ una estela de cedro y brisa/ marina Aspiro el perfume/ atrapo los destellos en un
parpadeo/ contengo el aire en un silencio/ blanco/ luego giro en espirales/
mientras lo abarco todo con la mirada”. Un panorama sensorial se va
desenvolviendo pero este paisaje está siempre ligado a una imagen que a pesar
de no ser enunciada, está siempre presente. Se trata de la imagen del espejo.
El
lago congelado remite a ese
sentimiento que surge a partir de que el poeta toma conciencia de su escisión
con respecto al mundo y a las cosas. Rimbaud decía que el poeta asume que “la
verdadera vida está en otra parte”: del otro lado de espejo. Si el mundo es distinto a nosotros, se
vuelve aparente y se convierte en un espejo incapaz de reflejarnos. Por eso
toda esa búsqueda por la verdadera realidad. Es necesario aquí hacer una
acotación. A pesar de la imagen inmóvil del lago congelado, la poesía de Celene
García se funda en torno al movimiento. Y ese movimiento, que es ritmo poético,
se da por contrastes. Frente a la perspectiva horizontal del lago congelado, se erigen una serie de
imágenes de gran verticalidad: las bugambilias faroles, el muro de musgo, la
lluvia infinita, el alto mirador, los haces de luz y el asta bandera. Por otra
parte está el tema de la amenaza. El zorro que acecha, el fuego súbito, el águila
que ronda y el viento arrasador, son motivos que también apuntan a la movilidad
que amenaza al lago, cuyo destino inminente es dejar de ser paciencia
petrificada: “Y no tengo canoa pero avanzo/ con mis remos sobre un oleaje
abrupto/ y no tengo hilos, pero tejo una red/ transparente para que flote como
una telaraña/ suspendida en los rosales/ y vendrá el viento y permanecerá/ y
vendrá el viento y la arrasará/ y vendrá nuevamente la mañana”.
El
libro está plagado con este tipo de imágenes: algo que aprisiona o sojuzga como
los anillos en los dedos, la naturaleza que acecha y está por culminar el
ataque o el fuego como elemento de irrupción sacra; espectáculos todos que
remiten a un quiebre inevitable del lago congelado, tan pulcramente referido
pero tan próximamente vital. No se percibe, sin embargo, un vocabulario del
miedo. Incluso cuando la emoción rebasa a las palabras, la escritura se erige
como una suerte de salvación exclamativa: “La voz/ ojos mancos desesperados”.
La palabra poética funciona así como ejercicio de síntesis y rastro de la memoria.
La escritura como herramienta para que las cosas no pesen, para que la pérdida
no sea total, que algo quede y no escape del todo: “Déjame decir que las hojas
del árbol/ siguen cayendo a mis pies/ como flores de arco iris/ que morirán
cuando se vaya el sol/ cuando del arco quede sólo la herida/ de la flecha y el
rastro/ de su paso puntiagudo/ sobre la sonora fragilidad de la hojarasca”.
Justo
porque el quiebre de la inocencia es inminente, la escritura adquiere una
condición trágica. María Zambrano escribió que "la conciencia se agranda
tras un desengaño de amor. Sólo da vida aquello que desgarra, aquello que abre
al morir". En este desmembramiento se funda la percepción amorosa de la
realidad que sustenta la poesía de Celene García. El amor entonces como
fatalidad de la que no es posible escapar. Pero también como promesa: el otro
como la llave de la puerta inaudita que nos saca de la prisión. El asunto es
que no llegamos nunca a pasar del otro lado del espejo. El libro sólo nos
anuncia que la puerta se abrirá, en momentos en que la voz se vuelve profética:
“Hoy me pongo el anillo del tiempo/ dos esmeraldas de lágrimas/ y una sonrisa
serena Pondré mis huellas/
sobre lodo para la eternidad/ y allí crecerá el bosque/ y correrá un río y
sonarán bellotas”. Aunque pareciera que algo impide la consumación del amor,
éste ya está ahí. No es posible evitarlo o huir de él. Aunque las lágrimas
broten, ya han sido sembradas y tendrán que dar frutos rojos porque la vida es
así.
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