Desde el respaldo del sillón, cerca de la hamaca, mis gatos practican un ritual cotidiano. Ocurre a dos horas distintas: cuando el amanecer colorea la jacaranda que se observa por la ventana y cuando la tarde arrasa el púrpura entusiasmo de sus hojas. En esos lapsos acuden a su lugar de observación favorito, se yerguen por un rato sobre la blancura del mueble mientras contemplan el cuchichear de los pájaros, y se quedan ahí, estáticos, como si estuviesen ante un retablo, fieles creyentes en una religión natural e ineludible. Especie de gárgolas, acechan cada movimiento de las ramas y mantienen el cuerpo en una tensión que los vuelve estatuas a punto del salto mortal. Poco a poco, acaso por tan concentrada meditación, sus cuerpos se relajan hasta quedar exhaustos, de modo que siguen la contemplación ya con menos furor y con mayor tranquilidad.
En esta actividad gastan minutos interminables; fatigan sus horas anhelando el universo que se les escapa todos los días, que está ya para siempre fuera de sus manos. Los acompaño y miro hacia afuera, guarecido detrás de la ventana, como implorando que algo ocurra.
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