14 de diciembre de 2010
Manía y destino del barbado
Nadie está conforme con las cualidades que el destino le otorgó. Recorro mis barbas con los dedos de la mano izquierda. Luego de un rato de juguetear selecciono un folículo negro. Lo separo del resto con la habilidad que trae la maniobra mil veces repetida. Se trata de buscar aquel que en este preciso instante me atrae por una fascinación que no tiene explicaciones racionales. Puede ser el grosor o su longitud, la suavidad delicada o por el contrario su aspereza henchida. Me aseguro de poseerlo sólo a él y con un rápido tirón de uñas, lo extraigo entre el breve dolor y la punzante sensación de alivio.
Lo poso ante mis ojos. Observo su curvatura perfecta, trazo que se reproduce innumerables veces sobre mi cara, cuya falta de expresión permanece oculta detrás del misterio voraz, ese que permite una barba poblada. A esta distancia y ya sin la compañía de sus mil gemelos, el vello pierde sentido, se convierte en nimiedad que nada pide ni expresa. Y sin embargo posee para mí un profundo valor. Por una extraña revelación sé que este ritual repetido activa mi vida, al menos por algún tiempo, hasta que el ansia de arrancar uno más me lleve de nuevo a la manía vital, lo que mueve mis días y le da sentido a mis horas.
Una duda, sin embargo, me atormenta. ¿Qué ocurriría si un día mis barbas dejaran de crecer o redujeran la rapidez de su aparición? ¿Se detendría acaso mi destino de hombre protegido por la precaución? O peor aun, ¿se derrumbaría con ello mi imagen de hombre viril, siempre preparado y resuelto a ejercer la peor de las faenas? Me asusta esa amenaza solitaria y secreta. La certeza de que un día el destino se vengará de los desatinos que ha provocado mi apariencia, con cuya desaparición caería también la máscara de la fuerza. Me atemoriza la caída del ropaje, esa pérdida que, sin dejar dudas, revelaría el pudor y la pena, tan celosamente encubiertos por mí y el espejo.
Ahh.... La tranquilidad vuelve cuando arranco uno más.
30 de noviembre de 2010
Elogio del palíndromo
Me ocurre muchas veces que tengo que explicar mis manías, lo cual no me resulta del todo extraño cuando me detengo a pensar en ellas: ¿quién puede justificar su gusto por caminar apretujado en medio de multitudes anónimas y amenazantes como las que invaden cualquier rincón de esta insondable ciudad?, ¿cómo volver razonable el ansioso delirio de armar rompecabezas no menores de 5,000 piezas en una época en que la impaciencia y la prisa dominan incluso nuestras conversaciones más íntimas? Es claro que resulta difícil argumentar de forma convincente para defender estos caprichos maniáticos que, por supuesto, no terminan ahí: me gusta coleccionar noticias insólitas (“ONU designa a embajadora para alienígenas”), leer los libros menos conocidos de los autores más renombrados (“Crónicas del volcán” de Jaime Sabines, por ejemplo), observar parejas en sus peleas públicas (de preferencia con grabadora en mano), o llegar tarde a una conversación y derivar conclusiones inverosímiles (pero coherentes) de lo apenas escuchado… Quien se atreva a decir que padezco una especie de amor a lo contraproducente y un gusto por la exageración y lo extravagante, es muy seguro que no esté equivocado. Y yo, por supuesto, no tendría por qué negarlo. Supongo que hay algo de pasión enfermiza de por medio en todo lo que hago. Decía Oscar Wilde que “la moderación es fatal” y que “nada ofrece mejores resultados que el exceso”. No sé si estoy de acuerdo con él, pero sin duda mi inconsciente actua siguiendo el sentido de sus palabras.
Hace unos días, un familiar me preguntaba por qué permanecía tanto tiempo sentado en el mismo lugar, frente al mismo cuaderno. Supongo que llevaba varias horas contemplándome. Le respondí, cortésmente, al visitante:
—Estoy intentando hacer un palíndromo.
Su patidifuso rostro me hizo comprender que debía iniciar, irremediablemente, la explicación de otro más de mis enigmáticos y casi esotéricos pasatiempos. Más que intentar una justificación racional del porqué alguien podría dedicar tres horas de su vida a darle existencia a una sola frase, opté por mostrarle algunos ejemplos de eso a lo que me refería:
—Un palíndromo es una frase que puede leerse lo mismo de izquierda a derecha que de derecha a izquierda: Amo la pacífica paloma / Yo dono rosas, oro no doy / Se laminan animales.
—Y eso ¿para qué sirve? –me espetó con un gesto de desprecio.
—En realidad para nada, le dije, salvo como un divertimento y un ejercicio intelectual; supongo que ayuda a comprender que uno puede encontrar asombro y placer en un simple juego de palabras.
—Bueno… ya me voy –me respondió luego de unos segundos incómodos. Se dio media vuelta, se despidió de mi hermana y le dejó un tono desabrido al resto de mi tarde. Ya de noche, tuve una pesadilla muy vívida en la cual dos sujetos, de rasgos similares, discutían de manera delirante, arrebatándose extrañas palabras que pronto descubrí eran palíndromos:
—No deseo ese don –decía uno.
—Amigo, no gima –buscaba tranquilizarlo el otro.
—No traces en ese cartón –respondía, impositivo, el primero.
—A ti, mi oso baboso imita –contestaba, desafiante, su interlocutor.
—Sorberé cerebros –vociferaba, en tono de amenaza, el más irascible.
—A la catalana banal, atácala –ordenaba, el último, dirigiéndose a un perro que se hallaba aburrido en medio de la conversación.
Al despertar pensé en el principal defecto de mi pariente (creer que la intolerancia es señal de educación) y decidí comenzar a escribir este texto, en parte para exorcizar la pesadilla retórica que interrumpió de forma dramática mi descanso, pero también movido por la sana intención de poner en papel lo que no pude decirle a mi insolente concuño, quien me dejó con todas las palabras en la boca cuando de manera intempestiva me dio la espalda. Supongo que esa es una de las ventajas de la escritura: nos regala segundas oportunidades (imaginarias), siempre indispensables ante las afrentas del mundo (real).
Si he de revelar el móvil de mi debilidad por el palíndromo, tendré que comenzar por decir que tiene que ver con la atracción que me provocan los espejos. Desde niño ha sido así. Recuerdo que cuando supe que los vampiros no podían reflejarse en los espejos, éstos me provocaron cierta aversión y temor, pero también fascinación y encanto. Lo mismo me ocurrió al leer la historia de Alicia a través del espejo de Lewis Carrol, la segunda parte de Alicia en el país de las maravillas: asumí que todo espacio reflejante implicaba una especie de pasaje hacia otro lugar, una suerte de fuga, un espacio de entrada y salida. Un escritor argentino, Andrés Neuman, ha dicho que “la literatura cumple la función de las puertas”, nos conduce al lugar preciso (nuestro mundo interior) y nos permite respirar estando ahí (abre ventanas). ¿Por qué hablo de superficies que reflejan, fugas y ventanas? Porque me parece que el palíndromo se relaciona precisamente con esos objetos, se ajusta a sus características y funciones. Intentaré explicarlo.
Un palíndromo es una suerte de juego de espejos. Al leer esta oración nos percatamos: Somos o no somoS. Es una frase, sí, pero es en realidad dos. Se trata de una frase que se duplica, como si estuviese frente a un espejo. El escritor cubano Guillermo Cabrera Infante, quien gustaba mucho de los juegos de palabras, incluye en su libro Tres tristes tigres, una página que simula ese efecto; en ella, las oraciones aparecen impresas de modo invertido, de modo que no pueden leerse salvo si colocamos el libro frente a un espejo. Al hacerlo, descubrimos la intención del autor: no sólo vemos lo escrito, sino también nos vemos a nosotros mismos leyendo (nos incorporamos así a la propia historia). Además de un lector implicado, en esa página Cabrera Infante hace explícita su poética, el tipo de obra que desea escribir: “ver un libro escrito todo al revés, donde la última palabra fuera la primera y a la inversa”, crear “una literatura en que las palabras significaran lo que le diera la gana al autor … que siempre que escribiera noche se leyera día”, de modo que interpretáramos al revés y con ello emprendiéramos un traslado “al otro mundo, a su viceversa, al negativo, a la sombra, del otro lado del espejo…” En las palabras de Cabrera Infante se halla la clave no sólo para entender su estilo, sino para comprender la dimensión estética que tienen los juegos de palabras en general: duplican la realidad y al hacerlo crean una realidad alterna a la cual se puede acceder, leyendo.
Guillermo Cabrera Infante, Tres Tristes Tigres, Barcelona, Seix-Barral, 1995.
Puestas así las cosas, digo entonces que amo los palíndromos porque me permiten cruzar hacia otros mundos. ¿Será esto cierto? Así como al reflejarnos en un espejo no obtenemos la imagen idéntica de nosotros mismos, sino una imagen alterada, una imagen “especular” que nos muestra invertidos, al leer un palíndromo el significado contenido en sus palabras también cambia. Aunque pareciera repetir lo mismo, decirlo dos veces, el hecho de que lo haga la segunda vez de manera invertida, le da al palíndromo una suerte de encanto particular. Más allá del significado literal de la frase, lo que adquiere mayor importancia es el modo en que es transmitido. Eso es lo que nos maravilla y seduce, que el lenguaje se refiera a sí mismo, remarcando su forma: Arde ya la yedra. / Origami: rima, giro. Se trata de un agregado: un sentido poético. Quizá ese sea “el otro lado del espejo”, la satisfacción que provoca la literatura, un placer acaso intelectual, pero tan vital como inevitable: todos en la infancia hemos jugado con las palabras. Esto se debe también a que son una forma de aprender la propia identidad: nos llevan a nosotros mismos (ya se sabe que todo placer es imposible sin autoconocimiento).
Como todo espejo, el palíndromo nos lleva de un modo u otro a conectarnos con nosotros mismos, a reconocer una parte importante de lo que somos: lenguaje dúctil, necesario, abierto, móvil, infinito. Pero también nos extrae de la realidad. Sólo así podemos explicarnos a Narciso, ese personaje mítico que inventó el espejo dándole el carácter de una superficie en movimiento, hallándolo en un río:
Narciso conoce su alma, pero no la forma de su alma; su cuerpo, pero no la forma de su cuerpo. Sabe que su rostro es hermoso, por el efecto que produce en los demás, por la satisfacción personal que este efecto le produce. Pero Narciso no conoce su rostro, su imagen. Un ansia de conocerse lo devora. Narciso se echa a andar en pos de su imagen. Recorre un camino. El camino es un río inmóvil. Distingue un río: el río es un camino que anda. Narciso no quiere perder el tiempo que, sabe, transcurre como el río que se ofrece a sus ojos. Y como anhela ver su imagen, precisamente, fuera del tiempo y del río que fluyen incesantemente, busca hasta encontrar esa parte de la corriente, que en virtud de una conformación especial, forma un remanso. Es éste un lugar en el río y, milagrosamente, fuera del río; en el tiempo y, milagrosamente, fuera del tiempo. Se inclina y el prodigio se hace. Narciso descubre el espejo (Xavier Villaurrutia).
Juan Hidalgo. Narciso, 1990.
Como a Narciso, el palíndromo nos seduce porque de algún modo nos saca del tiempo real y del mundo cotidiano, tal es la virtud del juego: cambia, al menos por un instante, las reglas del mundo. Y en ese sentido, la actividad lúdica tiene una función restauradora; nos transfigura. Octavio Paz, al hablar de los métodos para llegar al éxtasis, es decir, para salir de uno mismo, se refería al amor, a la fiesta, al sexo, a las drogas, al sueño y a la poesía. En todos ellos el juego aparece como un vehículo esencial. Y también transgresor. En el palíndromo esto se conjuga. Hay algunos llenos de gracia, que incluso colindan con la frontera del absurdo: Ore paranoica grupera, daré purgación a rapero. / Amalia, la deseosa, asó ese Dalai Lama. Podría decirse que se trata de mecanismos del propio lenguaje para auto-renovarse, como cachetadas que lo despiertan de su tedio. En su cuaderno de apuntes, Elías Canetti escribió dos entradas que cuando las leí me remitieron de inmediato a los palíndromos, como si estuviese definiendo sus funciones. Esto escribió: “Manual para olvidar idiomas”, y en otra: “La rebelión del alfabeto”. Quizá de ahí la importancia del juego en general: impide la inmovilidad. O para decirlo con un dictum del propio Canetti: “En los juegos verbales desaparece la muerte”.
También debo decir, en medio de todo esto, que me gusta el azar. Vagar sin rumbo, apostar a un equipo de futbol desconocido, guiñar un ojo sin destino fijo. Sí, disfruto cuando la decisión no está del todo en las propias manos, porque es permitir que algo irracional, incontrolado, ajeno, entre en el propio futuro; como si los designios del destino fuesen más propensos cuando echamos a suerte la propia voluntad. Y eso lo encuentro también en el palíndromo. Me sorprenden algunos por su grado de complejidad o por su longitud: A Dafne, la romana moral enfada. / Somos nada, ya ve, o lodo o dolo, Eva y Adán somos. Y digo que me causan asombro porque entre mayor es el número de palabras que agregamos a un palíndromo, su significado tiende a sufrir alteraciones, pues son mayores las limitaciones que se tienen. En el palíndromo, la forma tiende a imponerse sobre el sentido. La necesidad de cumplir con el juego de este tipo de palabras (ser leídas en dos direcciones) impide planear a voluntad lo que se dirá. En realidad el significado suele ser azaroso por lo que no se puede narrar o describir algo de manera predeterminada. Mucho menos exponer o argumentar, aunque algunos palíndromos logren o simulen hacerlo: ¿Safari? Jamás. Oíd: Dios ama jirafas. De cualquier manera, siempre pareciera que no podemos controlar del todo su significado, como si algo se nos fugara.
He hablado de duplicidad, desplazamiento, éxtasis, azar, fuga, otro mundo… todo lo cual me remite a los viajes. La noción de la literatura como un viaje, como puerta a otra realidad, está presente en muchos libros, quizá sobre todo en aquellos autores que han escrito relatos de aventuras y cuentos fantásticos. Entre ellos, Julio Cortázar resulta muy significativo. El autor de Rayuela y creador, entre otras cosas, de ese lenguaje ficticio llamado glíglico, solía decir que “sólo en sueños, en la poesía, en el juego, nos asomamos a veces a lo que fuimos antes de ser esto que vaya a saber si somos”. Para alguien que llevaba un diario en el que registraba sus sueños, la vigilia sólo era una parte de la realidad. La otra debía ser explorada a través de la literatura, de ahí su famosa cinta de Moebius, un modo para acceder a la parte vedada de lo real, un vaso comunicante entre verdad y fantasía, un puente entre experiencia onírica y experiencia verídica. No por nada Cortázar llegó a plantear que él no escribía literatura fantástica sino todo lo contrario. Así lo expresó: “La realidad me parece fantástica al punto de que mis cuentos son para mí literalmente realistas”.
Cortázar tiene un cuento significativo, no por haber sido escrito de forma palindrómica pero sí por utilizar a los palíndromos como recurso para dar forma a la trama. Se trata de “Lejana. Diario de Alina Reyes”. En ese texto podemos ver palíndromos tan sugerentes como éste: “Átale, demoníaco Caín, o te delata”. Pero lo que produce mayor extrañeza tiene que ver con el argumento. Una mujer llamada Alina Reyes tiene conciencia de que existe alguien igual a ella, otra Alina, que mantiene una vida opuesta a la suya del otro lado del mundo. Se trata del relato de un encuentro con el doble, pero también de una posesión y de un intercambio. Tal encuentro entre ambas Alinas ocurre, luego de un viaje, en el puente que une a la ciudad de Budapest (ciudad doble por excelencia, pues está conformada por Buda y Pest, dos regiones divididas por el río Danubio). Es bien sabido que Cortázar era un escritor de textos al mismo tiempo lúdicos y fantásticos. En este cuento lo que llama la atención es que la entrada al mundo fantástico está dada por las palabras: la experiencia de algo incomprensible es provocada por el lenguaje. Como si Cortázar quisiera decirnos que no podemos leer la realidad de una sola manera, sino que en el lenguaje se encierra siempre una realidad doble que debemos asumir. Cortázar nos plantea cómo en la lengua está ya inscrita la experiencia de la otredad. ¿Y qué mejor manera de mostrar esto que ocupando el palíndromo, que es una frase en cuya forma está ya dada esta ambivalencia y esta doble realidad del lenguaje?
Si lo fantástico era para Cortázar “el derecho al juego, a la imaginación y a la magia”, los juegos de palabras representan la posibilidad que te da la fantasía de establecer un viaje hacia lo que nos es extraño (y a veces nos provoca temor). Ahora me viene a la mente, de nuevo, mi concuño: ¿habrá sentido miedo o desidia de usar el lenguaje de un modo desconocido? “Salir de sí”, fugarse o viajar, implica siempre cierta comunión, búsqueda de otro… dejarse llevar por el azar de la vida, lo cual es además de un acto de libertad, un privilegio. Observo un ave que pasa por la ventana desde donde escribo estas páginas. Su vuelo me lleva a otra época, a un lugar donde la experiencia del palíndromo (la experiencia de desdoblarse) me resultó muy evidente. Recuerdo estar parado en el andén del metro Centro Médico, leyendo a Cortázar y esperando el transbordo de vagón, cuando apareció del otro lado el temido doble que a todos nos acecha. Muchas veces me han dicho que me vieron en una calle discutiendo con algún prójimo, en una mezcalería ignota departiendo con amigos, estacionándome en una esquina que nunca he conocido. Y siempre he creído que es aquel al que vi ese día parado en un andén, el que me releva en aquellos instantes en que alguien re-quiere verme o me evoca. ¿Sería esto a lo que se referían los surrealistas al hablar de azar objetivo?
En cualquier caso, el palíndromo, esa simetría lúdica y lúcida, funciona con la lógica del juego y el placer, y es eso una virtud: mientras lo leemos nos permite escapar de toda noción pragmática de la vida. Ocurre lo mismo al escribirlo. Sí, uno puede tardarse 3 horas o más entablando una lucha con el lenguaje para escribir acaso un solo palíndromo, pero la satisfacción, debo confesarlo, es formidable, o como le gustaba decir a un amigo de la primaria: “morrocotuda”. Y es que para crear este tipo de frases no hay recetas. Simplemente se requiere paciencia, un poco de ingenio, gusto por jugar con las palabras y aprender a pensar en dos sentidos (de izquierda a derecha y viceversa, o de los extremos hacia el centro y viceversa). En verdad se trata de una labor un tanto complicada, de la que no se puede hablar sino a partir de la propia experiencia. Después de maquinar algunas horas conseguí escribir varios palíndromos, la mayoría por desgracia fallidos. De los rescatables, algunos resultaron graciosos a pesar de ser autoritarios: “ama a tu puta ama”. Otros parecían sacados de una película infantil: “Noel es ese León” o de una obra teatral pretenciosa y sin humor voluntario: “Sairón, no rías”. No obstante logré uno que justo habla de esa dificultad de escribir palíndromos y de la satisfacción de producirlos. Con ese me conformo y concluyo: “fue terrible el birrete, ¡uf!”
Ahora sí. Me voy a practicar mis pasiones enfermizas.
[Publicado en Palabrijes, núm. 05, primavera 2010, pp. 6-9]
15 de noviembre de 2010
Lost in... Somewhere
Resulta que las personas me observan en sitios y no me saludan. O lo contrario: se acercan a sujetos que al final resultan no ser yo. La sensación constante de estar en otra dimensión me persigue. Alguien me cuenta que estuvo a las mismas horas que yo en cierto lugar y ninguno de los dos cruzó los ojos con el otro. Habito un paraíso donde mis pares no existen, del que mis afines están excluidos. Sólo me rodean extraños.
También hay otras formas de la vida doble. Por ejemplo, el viernes fui a ver Somewhere, de Sofía Coppola en la Cineteca Nacional. Hace un rato una amiga me escribió que me vio aquel día, pero iba a lo lejos y yo estaba a punto de subir a mi automóvil. También me dijo que tuvo una sensación extraña, como si yo me hallara por alguna razón en otro mundo. Otra amiga más me vio en el mismo sitio, todavía en la sala, desde unas filas más atrás de donde yo observaba la cinta. Me llamó por mi nombre al terminar la película, pero no la escuché. Esperaba verme afuera, pero me esfumé rápido. Eso dijo. De todo esto yo no me percaté en un solo momento. No sé si yo soy el fantasmal o es el mundo que me rodea.
En algún lugar de la ciudad alguien, estoy seguro, revisa mis pasos, los imita o los mejora. Muchos me han hablado de mi doble. “Te vi en La Botica, pero no me pelaste cuando te hice señas”. Sé que soy despistado, pero suelo tener buena memoria y recuerdo haber estado en otro lugar, en algún lugar distinto de la ciudad. De pronto pienso que es esta ciudad la que me juega quimeras de la reproducción, la que me hace vivir este desdoblamiento, como si habitara en una superficie repleta de espejos. Un día, caminando sobre Insurgentes y San Luis Potosí, cerca del Mama Rumba, un hombre me gritó desde el otro lado de la calle, estacionó su coche en una esquina, dejándolo con las intermitentes encendidas, cruzó Insurgentes, corriendo hacia mí… temí lo peor. Al llegar y observar con detenimiento mi rostro, me dijo: “Ay, perdón, estaba segurísimo que eras alguien más. ¿No eres José Luis, verdad?”
Cuando me ocurren este tipo de cosas me siento perdido, como si hubiese extraviado algo. Como si el desdoblamiento imaginario me arrebatara una parte de la vida. Un día me ocurrió un encuentro extraño que ya he relatado en otro lugar. Fue en el metro, esa morada de la casualidad, es decir ese azaroso lugar donde vive y se cifra el destino. Ambos andenes se encontraban atestados de personas en espera de sus respectivos convoyes. Supongo que entre el calor y el hedor de los cuerpos arrejuntados, uno pierde toda referencia individual. La multitud desvanece las particularidades, la personalidad queda consumida. Por unos segundos pude verme, de frente, como en un espejo. Antes de la llegada del tren estaba ante mí, del otro lado de las vías, mi alter ego, dispuesto a desaparecer rumbo a Cuatro Caminos. Mientras me dirigía hacia Tasqueña, luego de perder su cuerpo entre la multitud y los vagones, imaginé a mi otro yo viviendo mi exacta vida en sentido contrario.
Cuando conoció esta historia, un amigo me mandó el siguiente relato:
A Jez, el verdadero autor.
Entro al metro con una sensación borgeana en el estómago. Tengo el presentimiento de que me adentro en un laberinto y de que es posible que me pierda entre los túneles, o que mi tren quede atrapado en uno que constituya una circunferencia perfecta y me vea condenado a viajar eternamente. Pasando el torniquete me doy cuenta de que el laberinto es de caras, una marea de rostros en la que la propia identidad se pierde para dar paso al enjambre, una sola entidad moviéndose a su propio compás.
En el andén espero. Naturalmente, el tren está atrasado y eso me da oportunidad de observar a los de enfrente, que también aguardan nerviosos. Del otro lado está más vacío, una regla básica de la mala fortuna, como el pan que siempre cae del lado de la mermelada. Mi vista recorre de rutina las faces apuradas, ojos en los relojes y cabezas que se inclinan para dirigirse expectantes hacia la boca del túnel, invocando con su mirada magnética la aparición de los vagones. De pronto me detengo. Justo frente a mí, cara a cara… ¿podrá ser? Los lentes, la cola de caballo, el saco parchado… todo me delata: soy yo mismo. Me mareo. Pienso que mi mente exagera la desindividuación, que proyecta la identificación con la manada y la materializa en un cualquiera. Pero un nuevo vistazo no desaparece el espejismo, ahí está él, yo, negándome la duda. Tiene la misma expresión que el resto, se remuevo en su sitio, meto las manos a las bolsas, muevo una rodilla en dieciseisavos. Tan subsumido en su realidad que no me noto de este lado, observo al resto de sus compañeros de orilla, ignorante de ser objeto de más profundo examen. Mis mismos gestos los ve el que está del otro lado, el que entré con una sensación borgeana en el estómago. Veo, y él tras de mí, a una mujer sobresaliente, “Qué guapa” piensa. Siempre el mismo desencuentro, miles de féminas que son la misma por ser tan irreales como yo y el otro, carentes de estatuto ontológico hasta ser escupidos de vuelta por los torniquetes. Pero no hay tiempo para metafísica, se impaciento, toma el portafolios para apresurar la entrada a un espacio que aún no llega. Lo dejo de nuevo, no hay caso, otra vez el metro lo ha dejado plantado. Maldigo y desespera al mismo tiempo; ése que soy él se ríe sin que me entere, me creo tan divertido visto desde fuera que olvida su propia prisa. El reloj se mueve lentamente, y yo viéndolo, piensa que por lo menos los demás deberían ir al mismo ritmo.
Un silbato providencial lo distrae: las sierpes rodantes se acercan. Todavía alcanza a volverme a ver, calculando el sitio exacto en el que se detendrá la puerta. Subimos en direcciones opuestas, y tiene miedo de chocar consigo mismo entre la multitud. Al arrancar le viene la desagradable sospecha de que vive en sentido contrario, y que quizá sea el otro el que vaya en la dirección correcta. Yo, no me inmuto.
Mañana iré nuevamente al cine o saldré a recorrer calles en bicicleta, abriré un periódico sentado en un parque y voltearé a ver a los conductores de otros autos cuando me halle en el tráfico. Si vuelvo a encontrármelo, esta vez (quizá esta vez) lo increparé, le preguntaré qué es de su vida, cuál es el sentido de esta persecución, porqué las bifurcaciones y las réplicas. Y quizá con ello (tengo la esperanza) me abandone esta sensación de poseer dos vidas, esta ansia esquizofrénica en donde yo soy el único que siempre se halla fuera.
7 de noviembre de 2010
Michaux, ¿un diario?
No sé si Henri Michaux escribió un diario. De ser así, me encantaría leerlo. Estuve revisando El pulso de las cosas, un libro que me regaló Sergio Ugalde. Al pasar sus hojas me fui percatando del estilo sencillo y confesional que tienen algunos de sus poemas, un estilo tan cercano al que encontramos en algunos diarios. Además, están ahí los temas y recursos constantes del diarista. Entre otros:
1. La dificultad para nombrar la enfermedad:
“Volviendo la espalda, partí. No dije nada. Yo tenía el mar en mí, el mar eternamente a mi alrededor. ¿Qué mar? He aquí lo que me sería bien difícil precisar”.
2. La impostura del doble:
“El que está solo, por la noche, se vuelve contra la pared para hablarte. Conoce las cosas que te animaban. Viene a compartir contigo su día. Ha mirado con tus ojos. Ha escuchado con tus oídos. Tiene siempre algo que contarte”.
3. La escritura aforística:
“Los años pasaron a nuestro favor, no contra nosotros”.
4. Las referencias a la memoria como implacable destino:
“Árida, mi vida se reanuda. Pero no me repongo. Mi cuerpo se dilata en tu cuerpo delicioso y en mi pecho hay antenas plumosas que me hacen sufrir con el viento de la retirada. La que ya no es regresa, y su ausencia devastadora me invade y me engulle”.
5. Los momentos de impaciencia o delirio:
“Dime , ¡cuál es el secreto de todo esto?”
6. El apunte epistolar y la reflexión lírica:
“Te escribo desde el fin del mundo. Es necesario que lo sepas. A menudo tiemblan los árboles. Recogemos las hojas. Tienen una increíble cantidad de nervaduras. ¿De qué sirve? Nada queda entre ellas y el árbol”.
7. El diálogo con la ausencia:
“¿No me responderás algún día?”
8. La escritura como redención de la culpa:
“También existen movimientos subterráneos, y en la casa cóleras que vienen a enfrentarte, como seres despiadados que quisieran arrancarte confesiones”.
Tengo una amiga que traduce a Michaux, quizá ella sepa si alguna vez escribió un libro que pueda sumar a mi colección de diarios.
28 de octubre de 2010
Descifrar la voz
16 de octubre de 2010
Para diluir su ausencia: Helen Escobedo
Hace un mes murió Helen Escobedo, escultora precisa que colaboró en la creación de un lugar mágico: el Espacio Escultórico, ubicado en la zona cultural de Ciudad Universitaria. Dejo aquí dos fragmentos que de algún modo la evocan. El primero proviene de un texto publicado hace unos meses y cuyo título evidencia mi frecuente paseo por ese sitio: "Breves incursiones al espacio escultórico". El segundo es una evocación en otro registro, pero con el mismo sentido de extrañeza que suelo tener al recorrer los espacios diseñados por HE. Dicen que uno siempre regresa a sus pasiones obsesivas. Este es el caso.
En la escultura de Helen Escobedo*
Envueltos en las madejas de la irrealidad, caminan hacia un paraje desierto –oasis tibio en medio de una ciudad ruidosa, atroz, imposible. Todavía no se cumple la mitad del día, pero el cisma de los cuerpos ya anuncia el fulgor y la celebración del tacto.
(Ella te provee de aliento, anima la proximidad, le da sentido a tus señales abasteciéndolas de significado, color, sonrisas. Su presencia te provoca ardor íntimo, lucidez, ansia de dicha).
Alrededor de sus cuerpos se erige una burbuja que los envuelve irreconocibles, los separa del resto de las cosas. Lugar extraño y a la vez familiar, los brazos son puerta afectiva, páramo donde nadie falta. Apenas se conocen; sin embargo, los vocablos sobran cuando las miradas hablan de la perpetuidad de los instantes.
(Observas hacia el cielo: dos muchachos han trepado por los bordes de hierro y emiten un olor acre y dulce –la mariguana que no requieres para palpar el dorso del cosmos que roza tu cuerpo).
Sumergidos al interior de un esqueleto amarillo y rojizo, una escultura rectangular los contiene. Como si el exterior reprodujera el estado interior de sus cuerpos, los colores y las superficies se multiplican: el deseo es siempre ansia de repetición.
(Has cruzado un umbral del que es difícil volver. Existe un punto de fuga por el que se calcina el pasado y se decanta el porvenir: estás ahí, mirándolo. Frente a tus ojos un cuerpo emite aire, danza contrario a la brisa invernal. Acechas su voluptuosidad tímida, bebes un virus inédito, su piel te quema las manos).
Alguien observa a lo lejos dos cuerpos irrefrenables: ciegos, viven, por el momento, un paréntesis de la vida.
(Para diluir su ausencia, le escribes estas palabras).
Territorio del aliviane. El espacio escultórico**
Como siempre, voy en busca de vértigo y contemplación. Entro al espacio escultórico en Ciudad Universitaria. Camino por el círculo que envuelve los restos expelidos por el volcán. Elijo una columna y escalo. Me acuesto sobre la roca triangular y desde ese centro de gravedad, escucho el rumor de la ciudad. Cual mar, su eco viene como el oleaje: ritmo repetido. El tráfico y fluir citadinos tienen el sonido de una constante carrera sin destino. Fuera de todo ese sinsentido me hallo en medio de un centro de sosiego. Ojo del huracán, este espacio devuelve la calma. Es un receso, letargo provisional, lo sé. Sin embargo es suficiente para hallar desahogo.
Contrasta con los coches, el canto de las aves y los insectos que pasan alrededor mío. El espacio escultórico, en medio de la incertidumbre, de tiempo en tiempo se ha vuelto un oasis de libertad. Me levanto. Siento cómo el viento violenta mi cabello. Rompe el silencio —quebranta la quietud de quedas oquedades. Coloco mis pies sobre la orilla y siento el vértigo de caer. La forma en que el vacío te llama. Entonces miro hacia arriba. No hay sol que aliente ese salto. Las nubes plagan el cielo. Está por llover. Salgo de ahí. Resisto un día más y regreso a otro vértigo, en medio del humo de los coches.
*Fragmento de "Breves incursiones al espacio escultórico", en Los bastardos de la uva, año. 1, vol. 1, abril-junio de 2010.
**Incluido en Sentido de fuga. La ciudad, el amor y la escritura, México, UACM, 2009.
13 de octubre de 2010
Dificultad vs. sencillez
¿Debe la lectura implicar, necesariamente, un esfuerzo? Las respuestas que se den a esta pregunta definen distintas relaciones con los libros, modos diferentes de concebir el acto de leer. En sus extremos, acaso se reducen a dos posturas tangencialmente opuestas: la lectura como disfrute y la lectura como reto. El placer o el conocimiento. Los libros como camino a la satisfacción estética o a la transformación de uno mismo (y del mundo): Bloom contra Steiner. En una mesa imaginaria de escritores universales, Borges y Lezama se sentarían en las cabeceras opuestas:
“Sólo lo difícil es estimulante; sólo la resistencia que nos reta es capaz de enarcar, suscitar y mantener nuestra potencia de conocimiento” (José Lezama Lima, La expresión americana).
“Si leemos algo con dificultad, el autor ha fracasado. Por eso considero que un escritor como Joyce ha fracasado esencialmente, porque su obra requiere un esfuerzo. Un libro no debe requerir un esfuerzo, la felicidad no debe requerir un esfuerzo. Pienso que Montaigne tiene razón” (Jorge Luis Borges, "El libro" en Borges oral).
Por supuesto, estoy pecando de reduccionismo, pero este blog está suficientemente plagado de apuntes extremos, lo que me permite echar al ruedo posturas encontradas, sin dar los matices de por medio.
9 de octubre de 2010
Confidencias del insomne (2)
La amistad es una elección plagada de verdades intermitentes. Lo mismo puede decirse de un libro.
Vemos fotografías y nos encontramos frente a presencias fantasmales. Calles, fulgores, sombras. Los transeúntes de la urbe se miran en el espejo y toman consciencia de las infinitas posibilidades estéticas que les ofrece su metrópoli. Ciudad-reflejo y ciudad-hallazgo. Somos estallidos de la luz.
Todo descanso es el prólogo a un martirio mayor.
En la corrección política se concentra la mala conciencia de las sociedades.
Recordar a Dilthey. No hay más alto saber que el conocimiento de las pasiones y del espíritu, que es el conocimiento de lo imposible.
Que el día abra fisuras para adentrarnos en sus oscuridades.
La Óptica impide ver a Dios. El “desencantamiento del mundo” (Weber) simplifica la magia. Un arcoíris es más que luz blanca en descomposición.
Los celos, esa forma de la culpa basada en suponer al otro como causante de la propia destrucción.
En el pasado existía El Santo Oficio para proteger “la verdadera fe”. Hoy existen los grupos científicos, el escolasticismo académico, la burocracia universitaria y, por supuesto, los exámenes profesionales.
Dolencia es igual a luz.
Enamorarse es caminar con los ojos abiertos en medio de un territorio sin espejos. Ir sonámbulo en busca de un reflejo.
7 de octubre de 2010
Rolas otoñales
2 de octubre de 2010
Confidencias del insomne
Se puede aniquilar al amor con un golpe, pero en la vereda el caminante adquiere sombras.
El retro hace visible que no hay algo parecido a eso que llamamos evolución del gusto.
Escucho un timbre a las tres de la mañana. Murmullos. Las llamadas de madrugada permanecen en la ambigua incertidumbre de los sueños vueltos vigilia. Existen para no dejar huellas factibles, para generar olvido o peor, somnolencia. Para silenciar lo más importante y escabroso que tiene la vida: las intimidades secretas.
El cuerpo –ese espacio de vaticinios funestos.
Si no recoges tus pedazos, no podrás entregar tus verdades.
Al situarse en otro lugar uno puede verse a sí mismo sin su entorno cotidiano, y entonces es como si se revelara lo que antes no podíamos ver. Y acaso no es que el viaje nos transforme, sino que nos permite apreciar cómo, desde hace tiempo, ya no éramos los mismos.
¿Qué mayor criterio universal que el de no negarle nada a la conciencia?
El asunto con los milagros es que son indescriptibles.
El miedo siempre avanza en línea recta hacia el centro del corazón como anunciándonos más destellos y más neblinas.
Mi lucha es dolor blanco en su breve brusquedad.
Es una gran ventaja tener capacidad de raciocinio, pero no hay que abusar de ella a la hora de buscar la dicha.
19 de septiembre de 2010
Nostalgia por anticipado
Es por ello que avanzamos lidiando con las horas y las semanas, los días dichosos y los días adustos, como si fuésemos un tipo de ciegos que apuestan a la luz futura. Y llega esa fecha que nos dice que la esperanza no es idea pura, sino que a veces logra concretizarse; se trata de ese instante que se presenta como aquellos billetes hallados en un pantalón relegado en el closet, y que para los mexicanos suele adquirir cuerpo en la noticia de un día festivo que se acerca, o un puente excesivo que a cierto presidente derrochador le dio en gana regalar a sus súbditos. Y entonces se abre el paréntesis festivo, la posibilidad de cambiar de prendas y romper automatismos, el ansia del relajo mexicano. A partir de ahí todos nos empeñamos en hacer planes que, en esta coyuntura particular, se enumeran como técnicas para no dar “el grito”: ir a Reforma, pero sin convencimiento patriótico; echar chelas con un grupo de amigos; inventar un cineclub ambulante… En ese breve periodo de cinco días de asueto consecutivos, el cuerpo es quien padece las consecuencias más visibles, entre las que destacan que el reloj biológico retrase las horas del desayuno, y la báscula nos muestre que si no la mente, el peso sí ha envejecido… Hasta que llega el regreso a la rutina, la mala conciencia del fin, la cruda.
“No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”, canta Joaquín Sabina en una de sus rolas acostumbradas. No estoy tan seguro de ello. Creo que una nostalgia más atroz tiene que ver con añorar lo que ya no puede seguir ocurriendo. Hablo por supuesto del ocio de estos días, y también de la ruptura de las costumbres cotidianas –una experiencia que cualquier hombre moderno añora, constantemente, al irse a la cama. Nostalgia previa a la caída, sin duda la peor: el asesino que comprende que ha sido descubierto sufre más que aquel otro, que ya se encuentra capturado.
El último día de un puente es similar a esa atmósfera que rodea a las parejas que han decidido separarse. Como en aquella película de François Ozon titulada 5x2; se trata del relato de un desamor, contado a la inversa. La historia de una separación que comienza con el fin, con el divorcio, y termina en el momento en que ambos se han enamorado. La sensación del espectador es ambigua: sabemos que ese idilio perfecto en que dos conjugan sus vidas, terminará mal. Una melancolía anticipada. Eso ocurre este domingo, en que la rutina se anuncia como el único des(a)tino posible, a partir de que suene la alarma del reloj a las 6:30 am del lunes, y vuelva a renovarse el sentido de los días, tan uniforme y abstruso. Volvemos a la confianza básica, la fe primaria, el desgaste de las horas, gracias a la apuesta de seguir en el mismo universo conocido.
Pero hoy todavía no ocurre eso. Aquello pasará mañana. Hoy sólo es clara la conciencia del fin, sin el final dado. Esa sensación que siempre asocio con el aprendizaje, la vejez o el purgatorio.
31 de agosto de 2010
Protesta y dolor en 72 palabras
El 26 de agosto de 2010 se hizo pública la masacre de 72 personas migrantes, mujeres y hombres, menores de edad, en México. La tragedia colocó al centro del debate público, la fallida estrategia del Estado Mexicano en su lucha contra el narcotráfico. Se asumió como verdad incuestionable que “los Zetas” eran los perpetradores de esa masacre; no se cuestionó la versión oficial, como en muchas otras ocasiones. Pero más allá, de la falta de información veraz y oportuna, estas 72 personas movilizaron las fibras y raíces de la solidaridad. Un movimiento “negro”, enlutado acompañó a los jinetes de las redes cibernéticas. Hoy, los blogueros, hartos de una espiral de violencia, hacemos nuestros estos pensamientos colectivos, producto de esa inteligencia viral y política que se gesta en el ciberespacio. Alto a la violencia, alto a las muertes, alto a la impunidad.
Por los 72 migrantes masacrados y los que fueron antes; por los más de 28 mil muertos en la llamada “guerra” contra el narco, por las madres en Ciudad Juárez, en Tamaulipas, en Monterrey, en Sinaloa; por nuestra geografía fracturada; por los niños a la deriva; por el silencio, por el estruendo, porque estamos cansados, venimos a decir basta. Somos muchos y esta es nuestra voz y nuestra mirada
Sed. Cansancio. Miedo. Raíces pegadas a las plantas de los pies; raíces que arrastramos desde lejos. El cuerpo desconoce los sonidos del aire. Ajena la sal de los entierros. Voces. Gritos. Y el murmullo es mundo de silencios. Grieta. 72 nombres hechos plegaria de la sangre. Nada. Polvo incrustado en la mirada. Pieles secas bajo el sol gris del mediodía. Susurros que cuentan el espanto al oído. Muertos en tierra de muertos.
Sandra Lorenzano (escritora)
"Somos nuestros antepasados. Nuestra fuerza es por los que estuvieron. El futuro es incierto, pero nosotros estamos aquí. En nuestro presente, cuánta fortuna y cuánta desdicha, cuánto horror y cuánta esperanza". Roxana Martel (académica)
Porque el miedo no es tan grande como para someter a nuestra voz; aquí está nuestro coraje para denunciar lo que nos carcome poco a poco, la intolerencia, el odio, la injusticia, la violencia. Y después de gritar, manos a la obra que el futuro se construye y depende de quien le meta talacha, ya dejamos un buen rato la obra encargada y se cae a pedazos, momento de ensuciarse la camisa.
Darío Beltrán
Qué tienen de especial éstas 72 muertes más, cuando hay cálculos de 1 asesinato por hora hasta mitad de 2010? (Excelsior, Junio 2010)). Es adivinar el desamparo y la indefensión de quienes viajan por territorios desconocidos en búsqueda de un imaginado futuro mejor. Es sospechar otras respuestas, o por lo menos intuir que hay más preguntas. Es el drama del sobreviviente y el dolor del viajero que llevamos dentro, seamos o no migrantes.
Esperanza Martínez
Morir, Dormir, quizás Soñar…
Obligados a dejar el hogar buscando mejor condición de vida.
Viaje infrahumano anhelando llegar al borde, cruzar la última frontera…
El canto de las sirenas, espejismos, el American Dream.
Su existir ya era difícil, pero ¿truncar la vida…, así…?
Homo homini lupus.
Pesadilla que era lejana y que hoy vivimos a diario ante el deshonroso silencio de quien debiera gritar.
La barbarie nos invade, la involución, la noche.
Edgar Castelán
http://www.youtube.com/watch?v=hun0JfKHcjk
La terrible violencia que se vive en México es una prueba del abandono en el que está la mayoría de la población del país por parte de las instituciones. No debemos permitirnos ser víctimas de la inoperancia de estado, es hora de alzar mucho más fuerte la voz y accionarnos mediante la reflexión para mejorar nuestras vidas y llegar a la paz que nos convertirá en los únicos dueños de nuestro futuro.
Fabián Ramírez
Es una vergüenza, sí, que pasen aquí estas cosas. Pero no finjamos asombro ante eventos que resultan cotidianos a lo largo y ancho del territorio nacional. En México es delito regalar agua o comida a un migrante ilegal. En México, todos hacen escarnio del migrante ilegal: Policías y crimen organizado. Para que no vuelva a suceder una masacre así, ni una sola muerte, que se abra la frontera para todos.
Christian Zúñiga
Utopía como momento donde no existe la mentira, ni el delito de parecer, ni la necesidad de migrar; donde no importa de dónde eres o a dónde vas, eres bienvenido y apreciado; donde eres invitado a colaborar, a enseñar, a aprender, a crear. Momento donde el dinero no importa, porque todos tenemos lo suficiente y un poco más; donde la vida se venera y se protege. Momento donde somos uno y todos.
Esteban Contreras Vázquez
Basta de escuchar “quién sabe en qué estaban metidos” como justificación de muertes inexplicables, basta de vivir en apatía ante un estado de guerra, basta de ver a nuestros jóvenes en peligro, basta de vivir siempre con temor, basta de esperar que esta situación se mejore sola, basta de mentiras de nuestros gobernantes, ¡basta y mil veces basta!
No me acostumbro al índice mortal, a las portadas sangrientas, reportes del frente
Gabriela Rabenbauer
Este de la foto, es mi presidente (http://www.jornada.unam.mx/2010/08/28/) y es obvio que algo ha salido mal, que algo se ha hecho muy mal y que no se ve una luz en el camino.
La matanza de los 72 migrantes ha sido una guerra a la que hay que ponerle fin, pero que alguien, solo una persona me diga: ¿por dónde hay que comenzar? Yo hoy, no lo veo. Estoy cansada y tengo miedo
Judtih Ortega
(2008) Niños migrantes en la mira de los Zetas (2009) Rescatan rehenes de los ‘zetas’ en Tamaulipas. Migrantes, viaje al infierno del secuestro. Migrantes se involucran como mulas de los narcos. Enfrentamientos entre narcos y emigrantes dejan 21 muertos en México. Los Zetas: Migrantes matando migrantes. (2010) Hondureños cuentan horror de los Zetas. Migrante violada por los Zetas. Aumentan secuestros contra migrantes. Encuentran 72 migrantes muertos en Tamaulipas.
¿Y qué han hecho?
Alicia Calderón
El discurso oficial asegura que quienes han muerto en estos últimos años peleaban de un lado u otro, que el ciudadano de a pie, honrado y trabajador, no tiene nada que temer, hoy se reitera falso.
Los mexicanos, usted y yo, porque cada uno de los muertos nos lastima y nos diezma, no somos bajas lamentables ni un mal necesario. Estamos pagando el cruento costo de una guerra que no es ganable y que no elegimos.
Valentina Mota
Poder, recursos, violencia institucional, daños colaterales, franca recuperación económica, guerra, victorias, propaganda, demagogia, mercadeo de la cosa pública, balas, granadas, miedo, violencia indiscriminada, mercados ilegales, corrupción, ganancia por encima de todo, más poder, más ganancia. Este es el lenguaje del crimen organizado y el gobierno, nosotros somos colaterales, casualidades, intrusos en una guerra librada por nuestra libertad, por nuestro bien. 28,000 muertos después ¿cuál es el lenguaje que tenemos que aprender a hablar para recuperar nuestro lugar? Rafael Navarro
En las fronteras mexicanas miles de personas escriben en su cuerpo el anhelo de encontrar un lugar para la vida. En la desesperada búsqueda, encuentran persecución, represión, simple abandono a lo más terrible de la indignidad, o sicarios que les masacran por placer, casi como simples arquitectos del espanto.
El horror amplía los límites de lo decible, una vez más la realidad supera la ficción. ¿Hasta cuándo Calderon?
Judith Gerbaldo
Actuamos y nos movemos por estas 72 vidas y por muchas más. Defendemos la vida
con fuerza, energía y vitalidad. Nos enlazamos para cuidar muchas otras vidas y seguimos apostando a que vale la pena vivirlas.
Claudia Laudano
Elegir
Antes nuestra historia estaba llena de opciones, podíamos elegir sobre cualquier cosa, ahora en nuestro México se han reducido las posibilidades. Ya no puedes elegir, debes ser como ellos quieren que seas. Ahora Elegir implica más, implica cuestionar, soñar, creer, tener esperanza, sentirse capaz, amar, intentar. Yo elijo seguir eligiendo, dudando de aquellos y creyendo en nosotros, creyendo en las posibilidades, eligiendo el otro México Posible.
Chío Medina
72 migrantes masacrados nos devuelven la realidad. Nada habrá sido en vano si somos capaces de convertir estas muertes anónimas en motivos para la rabia, el dolor compartido, la acción. Miles de cuerpos inermes hoy, guardan la memoria de estos días violentos y complejos. Nunca más en mi nombre ninguna guerra. Nunca más en mi nombre decretar la frontera entre los muertos “buenos” y los muertos “malos”. Por los jóvenes y los niños, el país de vuelta. No más.
Rossana Reguillo
Luto Activo…aquí varios pensamientos
DE CIERTO ESTOY SEGURO QUE EL FUTURO YA NO LO HACEN COMO ANTES". Javier Mendoza Aubert
Parafraseando a un líder Guatemalteco:
"Nosotros ponemos los muertos, ustedes las armas..."
Atte. Los NINIS-MEXICANOS (su producto) Sergio Gómez Partida
Si guardáramos un minuto de silencio por cada uno de los 28 mil mexicanos muertos en la guerra contra el narcotráfico pasaríamos 19 días y medio, mudos. ¿de qué sirve el silencio?
Jabaz Monero
24 de agosto de 2010
Mudanza, again
El canto de un par de gallos solía despertarme y me hacía sentir fuera de la ciudad, como me gusta. También las ardillas que caminaban sobre el tejado y formaban su nido entre la madera y la lámina. ¿Extrañaré la lluvia que en momentos se colaba por una filtración de la pared?, ¿y qué decir de los varios perros con sus nombres disímiles y entrañables: Amón-Ra, Sonrisas, Nefertiti, Copo de nieve, Cleopatra...?
La preparación rigurosa del té y la escritura poco disciplinada de un diario misántropo; el color rojizo que dominaba la estancia y el decolorado aspecto del tapete de entrada; todas esas percepciones pronto serán cosas de un ayer minúsculo y desvanecido, fotografías que cambiarán en la memoria y la sustituirán, y no dirán lo que fue.
Como no había estacionamiento, era salir cada mañana para ver de qué modo había sobrevivido el auto en su desconcierto nocturno, rodeado a veces de sirenas, como aquella noche en que entrar a la casa fue observar a dos agentes con walkie-talkies parapetados cerca de la entrada, mirando al otro lado de la cuadra, como esperando a cazar un delincuente, un secuestrador o algún otro compañero villano. Sí, la noche y sus rumores malgastados: conversaciones etílicas que azuzaban los ladridos caninos, autos paranoicos, chasquidos de botellas sabatinas (brindis callejeros, pues).
¿Recordaré otras cosas ciertamente insalvables? Una estampa MAC en la ventana. Cierto libro de Ricoeur. La floreada pantalla que cubría el foco debajo de una viga color ladrillo. Una banca repleta de periódicos en el patio, cansados de la lluvia... Y también, por supuesto, las caminatas casi siempre alejadas de la plaza y el bullicio, evitando los pequeños bares provincianos que abundan en este barrio obtuso y tan sobrevalorado de la capital del país -sin duda, uno de los que más me gustan.
Volveré por supuesto, y acaso viva algún día otra vez allá. Pero no será lo mismo: cuando vaya a cierto lugar donde solía comer, no encontraré a los mismos meseros. Y mi vida y mis deseos serán otros, y no pediré el chato de vino que acompañaba el menú.
Mientras viví allá, nunca fui a los Viveros.
17 de agosto de 2010
Nuevo ciclo
6 de julio de 2010
30 de junio de 2010
Cambiar de casa es extrañar horrores
Algunos me han dicho que al ser difícil de conseguir mi libro de crónicas, debería colgar al menos por acá ese texto sobre mis entrañables vecinos. Va entonces:
Jorge Luis Borges
Según Pascal “toda la desgracia de los hombres proviene de una sola cosa: el no saber quedarse solos en su habitación”. La famosa sentencia no es cierta en mi caso. Cada vez que me dispongo a disfrutar los placeres solitarios de mi hogar, aparece no la felicidad buscada, sino la presencia de algún vecino que perturba o interrumpe. Esta aparición toma múltiples formas de las cuales hago ahora sólo un raquítico recuento.
I. Noches en vela
Justo en el momento en que mi mujer y yo nos disponemos a ver Manhattan de Woody Allen (que logramos rentar luego de una larga cola en el Blockbuster de la esquina), la noche tiembla. Sí, parecería que un nuevo terremoto azota el piso de nuestro cuarto semioscuro, pero el temor desaparece y se convierte en desazón, cuando entendemos que no se trata de energías soterradas que buscan escapar del centro de la tierra, sino del hijo del vecino que ha decidido este fin de semana, en que sus padres se fueron de paseo, pasar una noche de pasión con su novia. Por alguna razón que no puedo comprender, el calenturiento adolescente supone que poner música a niveles ensordecedores irritará menos a sus vecinos, que escuchar sus quejidos amatorios el resto de la madrugada. Quien dijo que el insomnio es “la obstinación maníaca de nuestra inteligencia”, se olvidó que también puede derivarse de la estupidez ajena.
II. Demografía y ornitología
La vida está llena de iniquidades. Todos tenemos un vecino indeseable que nos hace perder los estribos, nos lleva al indecoroso anhelo de querer volvernos abogados e incluso practicar actos vandálicos contra su auto. En mi caso, no es uno sino un montón, o para ser más precisos, una familia entera de vecinos. En el primer piso vive Luis; frente a él, Juan; en el segundo piso, frente a mi departamento, Pepe; todos con los mismos apellidos. Esta suma de hermanos con nombres excepcionales tiene muchas peculiaridades, entre ellas me detengo en la más visible: adoran a los animales a tal grado que el edificio donde vivimos semeja un zoológico, sólo que con menor espacio entre las jaulas y mayores susceptibilidades. De esta singularidad —no la más desagradable— se deriva que la densidad demográfica del inmueble sea comparable a la de un vagón del metro estacionado por más de diez minutos en Centro Médico un viernes a las dos de la tarde. Pero más allá de que apenas haya espacio para respirar, el problema se resume en una cifra: 15 animales y 10 personas en apenas 5 departamentos de tamaño regular. ¿Hubo alguna vez once mil multitudes en la congestionada isla de Crusoe?
Una mañana al regresar de comprar el periódico, cuando apenas tenía un par de días de vivir en mi nuevo domicilio, me sorprendió escuchar una especie de gritos. Primero creí que eran niños hambrientos, luego pensé que se trataba de varias gatas en celo. Después no supe qué pensar. No sabía de dónde provenían pero quise averiguarlo. Fui recorriendo la cuadra arrastrado por el sonido y aunque al principio no quise creerlo, de pronto me percaté de lo peor: los estertores provenían de mi edificio, más precisamente de la azotea de mi edificio. Cada mañana a las once en punto comienza el canto de los pájaros. Se trata de tres cotorras o pericos (nunca he sabido en qué radica la diferencia) que, encerrados en una jaula para tender ropa, afinan su garganta a costa del tímpano del vecindario, quizá buscando compartir el gozo de ver la luz del día o acaso llamando a quien pueda compadecerse de su aprisionado destino. Pertenecen a Pepe, el más carismático de nuestros vecinos.
El escándalo diario (que dura aproximadamente dos horas y media) ha provocado innumerables quejas de otros habitantes de la calle. (A la mujer del 801, por ejemplo, le molesta que uno de los pericos repita el nombre de su hijo “Pedrito”, cada vez que ella lo llama para dejar de ver la tele y bajar a comer). Sin embargo, nadie sabe por qué la Delegación, siempre tan consecuente, metódica y sensata, no ha hecho nada al respecto.
III. Ladridos
El zoológico no termina ahí. Cada vez que debo realizar una incursión fuera de mi departamento, me muerdo la lengua. No es una expresión, lo digo de forma literal. Escuché alguna vez que si uno se muerde la lengua, los perros no te agreden. Atenido a tan pobre superstición, subo y bajo escalones a la mayor velocidad posible para evitar encontrarme con los perros de mis vecinos. Porque eso sí, en el edificio hay variedad. Luis tiene una french-puddle muy bien portada. Ladra, se cruza entre las piernas mientras uno camina y utiliza el espacio reservado para mi auto como mingitorio, pero fuera de eso, es una buena mascota. Su nombre: Genoveva.
Juan es dueño de un maltés que me odia y está escasamente alimentado. Cada vez que cruzo frente a él busca traspasar mi piel para conseguir algún hueso, ante lo cual, la esposa de Juan reacciona contundente y sin tapujos:
—Qué lindo Aguinaga, quiere jugar con el vecino.
Podría pensarse que nada es peor que un perro hambriento con nombre de futbolista, pero no es así. Y es que frente a mi departamento (para colmo) viven dos enormes dogos que se creen dueños del edificio. En dos patas cada uno supera mi estatura y son el terror del cartero y los plomeros, del repartidor de pizzas y los señores del gas. Una vez uno de ellos intentó morderme y le lancé un codazo. Desde entonces rara vez se atreven a desafiarme. Pero cuando lo hacen y los veo venir, huyo.
IV. Otros especímenes
Además del perro pendenciero, la mujer de Juan (quien posee una voz muy dulce y una verruga en el cuello), tiene una pareja de canarios y otra de tortugas. Un día me confesó que vive ilusionada con que un día se reproduzcan. A mí me aterra pensarlo. ¿Acaso no se da cuenta que esto ya parece veterinaria? Pepe, además de alimentar guacamayas y perros, compra ratones blancos para su boa constrictor, que mantiene encerrada en una pecera gigante. Se nota que se siente solo desde que su esposa lo dejó. El hijo de Luis, además de trastornar el sueño de los vecinos y coleccionar afiches del más odiado equipo del futbol mexicano, tiene dos pescados: uno es amarillo y el otro azul. No dejan de pelearse. Yo sólo tengo un gato, que se la pasa todo el día arrancándose el pelo.
En el fondo —aunque lo ignoren— mis vecinos no carecen de buenas intenciones. Me parece que todo este afán por convertir nuestro hogar en una asociación protectora de animales tiene que ver con cierto pavor hacia la ciudad, sus lógicas alienantes y sus habitantes solitarios. El aislamiento y la paranoia urbana, en este caso, contribuyen a una especie de exilio interior: como el caracol que sólo encerrado en su concha es capaz de confrontar el mundo, mis vecinos practican el arte de la impostura. Simulan vivir en un espacio liberado de la topografía urbana donde son protegidos por los aullidos de la naturaleza, para poder sobrevivir al horror citadino. Aunque el amor a los animales tiene como reverso el odio al resto de los seres humanos, ¿quién no ha añorado hallar refugio en medio de la multitud? O por decirlo de otra manera, ¿quién no ha visto con envidia un edificio en cuyo techo anide una selva?
V. Encantos de la hospitalidad
Mis vecinos son amables, sólo que no tienen ocasión de demostrarlo. Su sociabilidad es contagiosa como en el caso de Luis, el inquilino del departamento dos, a quien le gusta “hablar de bulto”. Lo peor es que fue futbolista. Cada vez que me topo con él en las escaleras, está borracho. Siempre lo saludo. Obviamente, no por gusto. Luis es un hombre calvo y gordo. Vive con su esposa (una mujer que parece bisonte), su hijo (como ya se vio, finísima persona) y su suegra (también sin pelo).
La cordialidad vecinal es de admirarse. Tal es la comunicación que existe entre mis vecinos que siempre mantienen las puertas abiertas. No importa la hora, ni la circunstancia. Llegas del trabajo cansado y con ganas de dormir, y te encuentras con la esposa de Juan (la de la verruga) en camisón: tienes que saludarla. Avanzas dos pasos y ves a Luis ahogado en la escalera. Te hace la plática y te cuenta de los días en que fue campeón en la Segunda División. Subes con el sueño acumulado y entonces tienes que correr a tu puerta, saludar a Pepe (que cena en su comedor frente a la televisión), sacar las llaves, abrir y cerrar precipitadamente antes de que alguno de sus perros te olfatee, gruña y ataque. Ya del otro lado de la puerta no puedo evitar tener el siguiente pensamiento: “Eso me pasa por no dejarla abierta”.
Mis vecinos creen que siguen viviendo en una casa familiar. Tal es el motivo de las puertas sin llave. Son como los cuartos de un hogar tradicional: no se puede tener ni un rincón de intimidad. Al final de cada día siempre compruebo que Julio Torri tenía razón: “El trato social es a ratos como una terrible losa que abruma nuestra personalidad y acaba por deformarla”.
VI. Malentendidos
Como decía, mis vecinos son afables pero se les olvida o no lo saben. Por ejemplo, hace un mes que Juan no me saluda. Primero creí que como siempre anda de prisa, no tenía tiempo de detenerse a estrechar la mano. Pero después comprendí que se debía a que le reclamé por qué no me avisó que golpeó mi coche con su auto. A cualquiera le pasa en espacios tan reducidos, así que decidí no cobrarle el choque. Supongo que este último detalle lo ofendió.
Ayer me lo encontré cuando iba de salida. Yo venía bajando las escaleras. Él parecía tener alguna urgencia pues avanzaba detrás de mí, pegado a mí, respirándome en la oreja. Procedí a disminuir la velocidad pero él no se decidía a rebasarme. Al llegar a la planta baja por fin lo hizo. Abrió la puerta, salió, volvió el rostro para mirarme y cuando estaba yo a un metro, cerró la puerta. Con llave.
VII. Sin parquímetro
A la menor provocación, un automóvil se estaciona en doble fila frente a mi edificio, lo que impide el tránsito normal y provoca la aparición instantánea de numerosos cláxones que intentan, con su mágico sonido, hacerlo desaparecer. La falta de lugar para estacionarse es uno de los grandes problemas de mi calle. Para colmo están construyendo una casa enorme del otro lado de la acera, que seguramente tendrá muchos autos. Esta nueva vivienda por cierto, nos ha traído a mi mujer y a mí muchos sobresaltos. Llevan más de un año (incluidos sábados y domingos) martilleando, sacando cascajo, cortando metal, instalando servicios, diseñando ventanas, puliendo pisos, colocando puertas y al parecer por fin están a punto de concluirla. Y ni así deja de causarnos algún estupor.
A la hora de terminar la fachada nos dimos cuenta que sólo había una pequeña entrada para automóviles, lo cual nos preocupó de inmediato. ¿Sólo un lugar de estacionamiento? Otro día que la puerta estuvo abierta vimos al fondo un espacio muy amplio donde podrían caber muchos autos, pero estaba en desnivel, como si fuese un patio trasero situado un piso más abajo. Imaginamos una rampa pero a ciencia cierta no entendíamos cómo iban a lograr llevar los coches hasta ese lugar. Por fin un día vimos cómo construían una pared que impedía el paso hacia el supuesto refugio de autos. Enseguida, mi mujer se alarmó e indignó:
—¿Cómo se les ocurre, cómo es posible que no hayan planificado más espacio para autos sabiendo que esta cuadra es tan complicada?
Al día siguiente otra vez nos asomamos: la pared ya no existía. Este fenómeno nos pareció de lo más extraño pero pensamos que los albañiles se habían equivocado o que los dueños habrían reconsiderado el asunto del estacionamiento. Tres días más tarde, otra vez la pared. No hallábamos explicación hasta que comprendimos que se trataba de un muro móvil que subía y bajaba y junto con él, un elevador para autos. El misterio estaba resuelto pero de inmediato estuvimos seguros que tendríamos como vecinos a unos narcos, a pesar de que a la casa le faltasen adornos en el techo, paredes coloridas y cercas electrificadas.
La disputa por lugares para estacionarse ha llegado a límites extremos. La señora Ángela (que fue quien nos vendió el departamento) nos advirtió que sus hermanos eran insoportables, pero en su momento no le dimos importancia. Creímos que el comentario tenía que ver con rencillas escolares o celos por el cariño de la madre. Apenas comenzamos a darnos cuenta de nuestro error cuando descubrimos el pasado jurídico de su familia. Luis demandó a Juan. Juan en mancuerna con Ángela, contrademandó a Luis: ganaron. Todo, a causa del estacionamiento. Y es que según las escrituras a cada departamento le corresponde un lugar para estacionarse. Antes de los procedimientos legales, Luis utilizaba dos lugares y Juan tres, mientras que Ángela dejaba por las noches su auto en la calle. Sin duda, mucho calor familiar.
VIII. No salga a trabajar, quédese en casa
Los problemas se agravan a causa del negocio que existe en la azotea del edificio. Suena inverosímil pero es verídico. Se trata de un taller donde se fabrica material para decoración, se dan cursos de repujado y se venden productos para todo tipo de manualidades. Esto obviamente acarrea una infinidad de personas desconocidas que, además de dejar sus autos frente a la cochera o en segunda fila, diariamente entran al edificio, suben y bajan las escaleras, tocan el timbre preguntando por la oficina de “Estiletes exclusivos” ante lo que no queda sino hacerse el desentendido, afirmar que la tienda se mudó o azotar la puerta con discreción.
El dueño del negocio es Pepe, sí, el vecino de los dogos, los periquitos clamorosos y la boa, quien además ejerce cada sábado un pasatiempo singular: a las seis de la mañana enciende su Harley-Davidson (que ocupa todo un lugar de estacionamiento) para irse a recorrer las carreteras de la República mexicana. (Entre semana hace lo mismo pero, por una extraña razón que desconozco, luego de dejar encendido el motor durante veinte minutos, lo apaga y regresa a su departamento). Más allá de cierta oligofrenia evidente, es muy buena persona.
A veces resulta incómodo el hecho de vivir debajo de un taller donde al mismo tiempo que se fabrican figuras de escayola y alabastrina, se busca darle a un pedazo de metal la forma de una rosa. Esta afirmación no tiene nada que ver con la cursilería que está en el fondo de tan excitante negocio, sino que se relaciona con ciertos detalles que pueblan el aire de eficaces distracciones. Entre ellas, ciertos ruidos en el techo que me hacen imaginar una de dos cosas: la frenética actividad de un canguro en plena huida o un hombre que busca, a martillazos, hacer un agujero en mi techo.
Estos sonidos soportables se anudan a otro que se repite cada cierto tiempo: los gritos de Pepe llamando a algún empleado que se encuentra en la planta baja. Claro que uno preferiría no escucharlo, pero no le hace, a Pepe no le importa. Él necesita que cierto material suba o baje de inmediato por el cubo de luz, mediante un sistema de poleas. Como este mecanismo es imperfecto y mis ventanas dan al dichoso cubo, no me queda sino escuchar (sumados a los alaridos oligofrénicos) los golpes de la canasta contra la pared y el cristal que, por suerte hasta el momento, siempre ha logrado soportar el peso de los cargamentos de marmolina, esténciles y pintura.
A veces concibo mi estancia en la acogedora sala de mi hogar (cuando estoy a punto de tomarme un café de grano recién preparado) como vivir en el centro de una pesadilla, con una ligera diferencia: poseo la conciencia perenne del despertar que siempre me recuerda que la realidad es la misma todos los días y así perdurará. Otras veces (cuando me llega el olor a resina o chapopote en pleno desayuno) desearía salir y agarrar a golpes a Pepe (o a Luis o a Juan). Pero el recuerdo de algunas persecuciones y ladridos de perros siempre me detiene. Mi histeria, por supuesto, no es culpa del vecino. Él tan sólo ha llevado la estrategia del caracol al extremo máximo. Y el que prefiera no trabajar en casa, que lance la primera piedra.
IX. El vecino misterioso
Un domingo amaneció sangre en el pasillo de la entrada. El rastro llevaba hasta la puerta del vecino de la planta baja. Lo he visto pocas veces pero cada una de ellas ha sido significativa. El día que lo conocí me pidió que moviera mi auto para poder estacionar el suyo al interior de la cochera. Yo estaba hablando por teléfono. Colgué, me puse los zapatos lo más veloz que pude, tomé las llaves, bajé dos pisos, encendí el auto que estaba estacionado frente a la puerta del garaje, me eché en reversa y entonces ocurrió algo inesperado. El vecino, en lugar de estacionarse dentro del garaje, colocó su auto donde estaba el mío y se metió rápidamente a su casa.
La segunda vez que lo vi me saludó no sólo como si no recordara aquel primer encuentro sino como si yo fuese su mejor amigo. Me dio un abrazo y me dijo la frase más ocurrente que se le vino a la cabeza: “¿Cómo te va? ¿Qué tal te ha ido?”. Y enseguida, se metió, veloz, a su casa.
Conforme pasó el tiempo, me acostumbré a saludarlo de lejos, tener breves y ocurrentes conversaciones y a mover mi automóvil para que acomodase el suyo. Nunca supe cuál fue la causa de la sangre en el pasillo. Pero pude comprobar que es el único inquilino que no tiene mascotas. Nuestra relación se mantuvo en ese estado hasta que ocurrió otro incidente durante un fin de semana del verano pasado. Estábamos planeando, mi mujer y yo, ir al cine. Abrimos el Tiempo Libre y decidimos ir a ver una película que empezaba dos horas más tarde. Como no tenía otra cosa que hacer, seguí hojeando la revista. Me sorprendió leer el siguiente anunció en la sección de Nortes:
ZZZZZZZZZZZZZZEDGAR RICO, Especialista en damas olvidadas por sus maridos, chiquito pero rinconero, atención especializada, auténtico gigolo mexicano, Richard Gere región 4. Fantasías, lluvia dorada, francés, griego, polaco, rumano, thailandés, vietnamita y guatemalteco, no hindú ni boliviano. Diente de oro. Domicilio propio con jacuzzi lleno de pepto, hoteles, voy a su casa. Tríos, cuartetos, quintetos y orquestas, también marimba chiapaneca con los pies. Se aplican inyecciones, se hace tru-tru y alaciados. Intestados. Divorcios rápidos. Paseo a su perro y lavo su auto. Nextel 2777270*3.Pero lo que más me sorprendió e incluso me causó un poco de pudor fue ver la dirección al final del anuncio. Era la mía, el mismo edificio pero otro departamento. El de la planta baja. Desde entonces busco tratarlo de la manera más cordial que me es posible. Cada vez que me cruzo con él, lo ignoro.
Epílogo. Nuevos inquilinos
Los sucesos que he narrado parecerían a cualquiera una especie de suplicio, pero yo me he adecuado a vivir de esta manera desde que llegué a vivir a la Delegación Benito Juárez. Sin embargo, no cualquiera logra acostumbrarse al horror. Por eso no me preocupa que con los cambios sufridos en el vecindario lleguen miles de habitantes a instalarse al nuevo barrio, donde innumerables constructoras levantan en este preciso momento cientos de idénticos edificios, con habitaciones de tres por tres y sin cajones de estacionamiento. Confío en que las atmósferas del malentendido y los encantos de la hospitalidad que a diario vivo yo se repitan al infinito en las nuevas construcciones y sea éste el motivo que haga salir huyendo a los nuevos inquilinos, dejando colgados así los créditos a largo plazo que hoy otorgan prestamistas, usureros y otros personajes con mente inmobiliaria, dedicados a estafar al desesperado que, a costa de un cuarto de paredes porosas, dilapida sus pocos ahorros, sin saber que de ese modo ha hipotecado su felicidad pues tendrá que vivir al lado de un desalmado, un rufián o un idiota.
19 de junio de 2010
En la cama con Monsi
A las dos de la tarde me enteré de la muerte de Carlos Monsiváis (1938-2010). Poco después comencé a recibir mensajes y correos lamentando el hecho. Frente al tono pesaroso, recordé el sentido del humor de Monsiváis, esa picardía constante que le otorgaba cierto gesto infantil, como si estuviese cometiendo una travesura, a la hora de burlarse de la realidad. (Uno tenía que estar, en verdad, muy a las vivas, para dilucidar si decía las cosas de forma literal o en sus palabras se ocultaba alguna ironía, en donde uno podía terminar siendo el objeto de mofa). Por supuesto pensé que en lugar de homenajes, rostros serios y pésames inacabables, él habría preferido que se montase alguna parodia en su nombre, se proyectara alguna película de los Hermanos Marx o que Jis y Trino hicieran una grotesca tira cómica sobre su velorio.
Hace algunos años, al recibir uno de sus innumerables premios, dijo: “Mi vanidad está intacta, encerrada en una caja de caudales y no hay manera de sacarla… Desgraciadamente sólo traje palabras en mi contra y no puedo utilizarlas para no quedar mal con lo que han dicho de mí, pero en otra ocasión aclararé que todo es falso”. Años antes, en un coloquio dedicado a su obra, estas fueron sus palabras: “Me prometo admitir que no se ríen conmigo sino de mí. Me prometo ya no ser un voyeur con la condición de que me dejen meter mano”. Contra la costumbre nacional del melodrama y el llanto fácil, Monsiváis siempre apostó por el sentido del humor, el ansia vital del relajo, la ironía jocosa; sobre todo cuando se trataba de hablar de su propia persona.
Puestas las cosas así, con ánimo antisolemne dejo acá este texto, estrictamente anecdótico, que relata unas de las últimas veces que vi a Monsiváis.
Así estuvo la reunión de Monsiváis con los ensayistas antologados en La conciencia imprescindible… ocurrida en octubre del año pasado. En principio debo confesar que organizar el asunto fue un suplicio. Uno nunca sabía sino hasta el último momento si se concretaría la ansiada cita con el susodicho y entonces había que luchar, llamada tras llamada, para lograr la confirmación. Así que mi papel fue el de estar en la complicada situación de mediar entre los ensayistas y los desplantes de Monsi y su caótica agenda. Obviamente, para refrendar su propia tradición, nuestro cronista cambió los planes. No hubo una comida, sino dos sesiones de monsimanía en su propio cuarto, qué digo, en su propia cama. Emulando a Madonna, el suceso pudo haberse llamado “En la cama con Monsi”. Aquí el recuento.
Primer jueves
Llegamos a la Portales a las 6 de la tarde. Ximena ya estaba en la puerta, esperando entrar. Le dije que era necesario hablar fuerte en el interphone para que la escucharan y realmente le abrieran. Pasamos casi de inmediato. Lo primero que se respira es el fuerte olor a gato que impregna toda la casa. Ya en la sala, escuchamos una voz un poco ronca: “Pasen” y entramos a la habitación. Hago las presentaciones correspondientes y los cuatro que habíamos asistido nos sentamos, un poco estupefactos, sobre la cama. Observo su vestimenta: pants grises, bata de tela, felposita, zapatos crocs morados, calcetines rojos y una playera. En una silla, detrás de una mesita llena de libros, él es quien comienza la conversación que por lo demás fue muy fluida y al mismo tiempo muy cercana, estando ahí en un espacio tan íntimo. Básicamente quería saber quiénes eran aquellos que se ocuparon de eso que, según él, malamente puede llamarse su “obra”.
–¿Y tú que eres tan tímida, qué estudias en el Colmex? La maestría en traducción, pero apenas estoy empezando –le respondió Karla, quien le había llevado unas flores que por supuesto tuvimos que sacar del cuarto para prevenir las alergias posibles.
–¿Y estás en Buenos Aires por una pasión? Te ves enamorado –diagnosticó, con buen olfato, a Toriz, quien no pudo negarlo.
Poco a poco todo se fue relajando y, claro, disfrutamos escucharlo hablar de mil y una cosas como suele hacer, aunque al principio se enfocó mucho en Monterrey, en parte porque nuestra regia, feroz reportera y activista, lo bombardeó con preguntas:
–¿Pero entonces no crees que AMLO la cagó cuando apoyó a Juanito? –Sí, pero AMLO es lo único que hay.
–¿Qué está pasando en el país que ya les vale a los políticos lo que se diga sobre ellos, como si no tuvieran sus decisiones ninguna repercusión en contra de su propio futuro político? –El cinismo se apoderó del ámbito político cuando cayeron en cuenta que nada había sustituido a la opinión pública sino balbuceos aislados.
Y él a su vez quería saber chismes de allá:
–¿Cuál crees que haya sido la razón de que me pidieran en El Norte que cambiara mi columna de los domingos a los sábados?
–¿Conoces la casa de Mauricio Fernández? (No, yo no me llevo con ellos). Tiene una colección impresionante de pintura mexicana. ¿Puedes creer que vendió hace poco una Frida en 7 millones? ¿Alguien como él necesita ese dinero? Yo no entiendo cómo se puede uno deshacer de algo así.
Oye, Carlos –le pregunto: ¿y cómo es que te llevas con Slim?, ¿de dónde surgió esa amistad? Lo conozco de hace muchos años. Somos amigos de juventud. Cuando se trata de números, Slim es una mente aparte, te cita cantidades de memoria, hace cuentas imaginarias y en eso es buenísimo. En arte es otra cosa: ¡imagínate, compra por catálogo!
Y ¿cómo es que te puedes codear con ellos? –pregunta Ximena, desconfiada. –Así, en corto, se los digo: me da morbo ver cómo viven.
Más adelante, la plática cambia de giro. Si Monsiváis se emociona cuando habla de política y coleccionismo, también la literatura lo apasiona.
–No me interesa –dijo Toriz, a lo que Monsiváis respondió, un tanto paternal:
–Pues haces mal porque Victoria Ocampo es una gran escritora.
–Como si no lo escuchara, Toriz siguió: El que sí me parece excepcional es Wilcock, Rodolfo Wilcock, un escritor argentino amigo de Bioy Casares…
–Bioy me parece, cada vez más, un escritor un tanto detestable. Tiene un humor vulgar, de estanciero vulgar –sentenció el Monsi.
Y claro, ya entrado en materia, no me fue difícil sacarle un chisme.
–¿Cómo terminó tu relación con Paz? –Muy bien, sin problemas. –¿Pero estuviste distanciado algún tiempo? –Fue un periodo muy corto. Poco antes de morir Paz me dijo que sólo lamentaba dos pérdidas, dos distanciamientos definitivos: Elena Garro y Carlos Fuentes. –¿Es cierto que el artículo que publicó Krauze en Vuelta, en que critica la obra de Fuentes y que fue la causa de esa enemistad, fue dictado por Paz? –No, Paz no lo dictó, en todo caso lo habrá impulsado. –Yo no entiendo eso, dice Toriz, esa vanidad absoluta, la necesidad de apagar a otros para volverse estrella uno. –En eso Paz era implacable –afirma CM.
Ya cuando nos íbamos, Monsiváis agradeció que le hubieran dedicado horas de lectura. Lo agradezco infinitamente, cómo decirles, les agradezco ad infinitum y más allá…
Segundo jueves
Uf, me chocaba ese papel al que me sometió CM. Supongo que era una forma de pagar por mis propias obsesiones monsivaítas. Como siempre, el cronista se dio a desear. A diferencia de la semana anterior en que Monsiváis confirmó con 24 horas de antelación (lo que le dio tiempo a Ximena de agarrar un camión desde Monterrey hasta el DF), esta vez, después de varias llamadas y continuas postergaciones de su parte, nos dijo apenas cuatro horas antes, que sí, que cayéramos a su casa a las 5:30 pm. Así lo hicimos y claro, ya no pudo sorprendernos que otras dos personas tuvieran cita a la misma hora: Marta Lamas y un señor que venía de Puebla con algún encargo. Pasaron al mismo tiempo Marta y el poblano; a los 5 minutos salió éste último. Con Marta estuvo como 25 minutos, lo cual nos dio la oportunidad para fisgonear a gusto sus libros, su lugar de trabajo y esa sala que por momentos me parece salida de una serie televisiva (¿Los Locos Adams?).
Una estancia donde resulta imposible sentarse, sillones descuajeringados por los rasguños de los gatos, papeles sobre libros que contienen fotos y boletos de avión y manchas descoloridas… La mesa de centro es inverosímil: se trata de una maqueta, asumo que de Teresa Nava, cubierta de vidrio. Sobre ella, un tomo de las obras de James Agee se balancea en frágil equilibrio sobre varias revistas y periódicos.
En un mueble que se encuentra al costado del sillón, uno de los múltiples felinos que dominan la habitación despierta consternado por nuestra presencia. Huye corriendo dejando ver su no muy cómodo pero sí muy propicio aposento: dormía sobre The Cat’s Bible. “No podía ser más oportuno”, afirma Vicente Alfonso mientras se encamina hacia el escritorio de quien, sin saberlo, es la víctima de nuestra hambre voyerista. Los ojos recorren los famosos cuadros que Cuevas hizo en torno a las gafas monsivaítas. A su lado un cuadro con el dibujo de un par de perros, las palabras iniciales de Pedro Páramo y la firma de Juan Rulfo. Observo también colgada la fotografía de lo que parecen ser las paredes de una mina sobre la que se yerguen varias escaleras endebles repletas de obreros enlodados. Leo la dedicatoria: “para mi amigo Carlos, de Sebastián Salgado”. Paty emula sonidos gatunos para acercarse a los breves monstruos y resulta sorprendida cuando uno de ellos salta de entre los discos rumbo al patio. En eso vemos salir a Marta Lamas: “Ya pueden pasar”.
Entramos a la habitación cuya respiración resulta rítmica: un purificador de aire exhala y crea una atmósfera más benéfica para los pulmones del habitante central de este aleph inconcebible. Viste un pijama detrás de la misma mesita, que esta vez parece el sueño de un saltimbanqui o un equilibrista: aún más repleta de libros que la semana anterior. Comienza con Alberto:
–Entonces eres dramaturgo. ¿Y cómo ves el teatro hoy en México? Debo confesar que yo no voy ya, me aburro. En mis tiempos había un director muy bueno al que comparaban con Shakespeare, con Beckett, un tal Gurrola…
–Bueno no, me parece una comparación excesiva. Gurrola fue importante en su momento, pero para nada un Shakespeare.
–Pero yo lo leí –afirma Monsiváis–, te lo juro, yo vi una reseña que sostenía eso.
No podemos sino soltar la risotada.
A Vicente le pregunta sobre algunos periodistas de Torreón. En efecto los conoce, pero le sorprende que CM los ubique. Sale entonces el tema de la literatura policiaca, que practica el propio Vicente. Comentan sobre James M. Cain, uno de los mejores autores del género: El cartero siempre llama dos veces, Pacto de sangre… Monsiváis le recomienda que lea El gran reloj de Kenneth Fearing y recuerda que la adaptación para cine de El sueño eterno de Raymond Chandler fue hecha por Faulkner. Al salir de la casa de Monsiváis, Vicente recordará, por fin el título que quiso citarle al maestro y que ahora lo aflige. Nos ocurre lo mismo a todos los que nos hallamos frente a Monsiváis: uno piensa que es especialista en una cosa y resulta que Monsiváis recuerda mejor que ninguno, ciertos nombres y obras. ¿Habrán sido los nervios? Paty no logra acordarse del título de un cuento de Clarice Lispector, Zazil olvida uno de sus grupos favoritos, Alberto tiene en la punta de la lengua tal drama, pero nada, a todos se nos escapan las palabras, que Monsiváis de inmediato completa. “En lo único en que soy realmente bueno es en las trivias” –afirma.
Con Zazil, nuestra locutora de radio, habla sobre La Lupe, la estrafalaria cantante cubana quien en su momento superaba por mucho la fama de Celia Cruz. –Lo que no he podido conseguir son los dos últimos discos que hizo antes de morir, en los cuales grabó canciones cristianas –confiesa CM. La plática fluye saltando de un lugar a otro.
–¿Y qué música escuchas más?
–Jazz, ahora escucho mucho jazz.
–Y de cine actual, ¿qué director te gusta? –No muchos.
–¿Lars von Trier? -intervengo.
–Sí, pero Los idiotas me pareció realmente horrenda. De una crueldad infame.
–¿Y Wong Kar–Wai?
–No pude con 2046, eso sí ya me rebasa, pero los vestidos que aparecen en In the mood for love constituyen una estética perdurable.
–¿Qué dirías de Lispector? Dicen que Clarice era de una belleza extraña y fascinante.
–Oye, y ¿cómo le haces para encontrar un libro en tu biblioteca? ¿Tienes alguna clasificación?
–Más o menos. Casi siempre encuentro no el libro que buscaba, sino el que necesitaba.
Luego de una hora de plática, nos despide. Mientras firma algunos de sus libros, alguien le pregunta: ¿Y qué opinas del libro de ensayos que escribimos sobre ti?
–La idea de mí mismo me espanta, me parece escuchar hablar de alguien que no soy yo.
–¿Y no te gustaría alguna vez conocer a ese otro yo que te resulta tan ajeno? –le pregunto.
–Por todo lo que dicen de mí en el libro, me hacen pensar que quizá debería leer, antes de morir, a ese desconocido del que hasta ahora no tenía la más remota idea, ya sea para adelantar mi suicidio o confirmarlo.